domingo, 17 de diciembre de 2017

Toque de tambores por Manuel Scorza

A diferencia de José María Arguedas y Ciro Alegría —el primero, más cerca de la poesía y el segundo a la incorporación de relatos dentro del relato—, Manuel Scorza estaría a medio camino entre la poesía y la narrativa gracias a su estilo. A ello se suma el apelar a un elemento poco cultivado en la literatura peruana: lo fantástico. En Alegría no hay vestigios que escapen de lo real ni, mucho menos, lleguen a ser fantásticos, aunque sí una correspondencia en base a la fe, recordando la escena en que Rosendo Maqui no puede matar a una serpiente y, a raíz de ello, empieza la diáspora de la comunidad Rumi en El mundo es ancho y ajeno. Sí podríamos calificar de real maravilloso, en cambio, Los ríos profundos de Arguedas, en aquel comienzo de la novela cuando las piedras de una casona del Cusco parecen moverse ante los ojos sorprendidos del niño Ernesto. En Scorza hay sucesos asombrosos y extraordinarios que se apoyan en la cosmovisión andina de hablar con los muertos, por ejemplo, lo que vuelve su trabajo fantástico y real maravilloso a la vez. Otra muestra sería el vaticinio de los sueños del Abigeo o el dialogar con los equinos del Ladrón de Caballos.
Pero más allá de repetir lo que la crítica ya ha señalado al respecto, me gustaría resaltar algunas técnicas narrativas de la primera entrega de La guerra Silenciosa, aquellas historias de resistencia, rebelión y fracaso que protagonizaron comuneros de la sierra central durante los años sesentas contra la Cerro de Pasco Corporation y los latifundistas. Así, en Redoble por Rancas hay una conciencia colectiva que muy bien queda ejemplificada en el primer capítulo: “Donde el zahorí lector oirá hablar de cierta celebérrima moneda”. La comunidad de Rancas, toda ella, tiene temor de perturbar en lo más mínimo al doctor Montenegro en su apacible paseo vespertino. Es por ello que, respondiendo a ese afán, como si la colectividad fuera una sola persona, lo que va desde niños hasta ancianos, nadie se atreve a tocar la moneda que el doctor dejó caer sin darse cuenta. Fue así que los pobladores empalidecieron ante la posibilidad de que alguien la reclame suya. Pero aquella diligencia es desmontada con cierta ironía —ironía que recorre varias páginas, como aquel episodio donde mueren quince comuneros por reclamar y por un infarto colectivo— cuando el mismo Montenegro, después de un año de mantener en vilo a la comunidad, recoge su propio metal diciéndose que tuvo suerte de encontrarse un sol.
A ello hay que añadir cómo la voz narradora en tercera persona se mezcla, a lo largo del texto, con una concebida en primera. Aquello da la impresión de que es un testigo o un integrante de la comunidad el que cuenta los hechos. Es decir, el efecto que crea es de una colectividad, pues no sabemos si aquel que cuenta en primera persona es el mismo personaje que se repite constantemente; bien podría ser otro que anda merodeando los alrededores o se indigna de las injusticias, siempre con cierta sorna, del doctor Montenegro y demás autoridades. En otras palabras, el efecto último es sentir que la propia comunidad está contando los hechos, gracias a esa fluctuación que recorre los registros de la tercera y primera persona. Basta un párrafo al azar del capítulo mencionado para comprobar aquello: “Sosegada la agitación de las primeras semanas, la provincia se acostumbró a convivir con la moneda. Los comerciantes de la plaza, responsables de primera línea, vigilaban con tentaculares miradas a los curiosos. Precaución inútil: el último lameculos de la provincia sabía que apoderarse de esa moneda, teóricamente equivalente a cinco galletas de soda o a un puñado de duraznos, significaría algo peor que un carcelazo. La moneda llegó a ser una atracción. El pueblo se acostumbró a salir de paseo para mirarla. Los enamorados se citaban alrededor de sus fulguraciones”. La primera oración posee un registro de tercera persona, en la segunda ocurre aquella fluctuación mencionada y en la tercera, sin darnos cuenta, ya estamos en una primera.
Otro elemento a resaltar es la forma de despersonalizar, de deshumanizar, que aquella conciencia colectiva tiene al referirse a ciertos personajes. Por ejemplo, el doctor Montenegro es calificado muchas veces de “traje negro”, sin agregar mayores descripciones físicas —tono de piel, color de cabellos, gestos o ademanes que nos arrojen una imagen real—; por el contrario, se insiste en resaltar lo inanimado: la cadena de su longines de oro y los botones de su traje negro. Contrario a esto último, el voraz cerco que deja sin tierras a la comunidad adquiere una identidad humana al decir por ejemplo que “cumplió quince kilómetros de edad” o que engulló tierras y siguió su camino tal como lo haría una criatura o un ser gigantesco.
Pero me gustaría profundizar un poco más en las conciencia de Héctor Chacón (otro ejemplo, sería el de Fortunato al lograr que su verdugo sueñe con él), uno de los primeros en oponerse a las injusticias y a esa conciencia colectiva que, recordando el primer capítulo de la moneda extraviada, trató de ser condescendiente con el doctor Montenegro. Sintomático es que respecto al Nictálope la focalización, o modo de narrar, sea concebido en primera persona y marque distancia de ese tono que oscilaba con la tercera. Aquí es claro e incluso la narración está en cursivas, como para llamar la atención y marcar la diferencia. Asistimos, entonces, a un claro soliloquio del personaje, puesto que nos muestra sus pensamientos respecto a ciertas injusticias, lo que, además, nos ayudará a entender su futuro accionar. Pero hay algo más con respecto, al menos, a Héctor Chacón. El lenguaje en Redoble por Rancas tiene un vuelo poético que lo hace muy particular (empezando solamente por la sonoridad del nombre), tal como señalamos al comienzo de estas líneas. El estilo usado en la composición de la novela es fundamental y, en mi opinión, resalta por sobre la estructura. Así, pues, el soliloquio del Nictálope, de nuevo gracias a la textura del lenguaje, pareciera que fuera a convertirse en monólogo interior con frases como “me fui loco de lágrimas o “el mes de junio entró con la bulla”. Ello sin perder ese hilo racional que muy bien lo guía y que, en realidad, direcciona la novela. No en vano Scorza, antes de componer historias, fue un muy buen poeta.

Finalmente, la obra de Scorza fue calificada por los estudiosos de “cronivelas”, por ese afán de retratar fielmente lo que ocurrió durante aquel conflicto. Este deliberado hecho, lo diferencia de los autores del Boom, por ejemplo, afines a crear cartografías ficticias, lo que muy bien se aprendió del maestro William Faulkner. Es así que en la poética del autor de Los desengaños del mago los escenarios y personajes protagonista existieron y existen de verdad, tales como Héctor Chacón, Alfonso Rivera y Genaro Ledesma Izquieta, mi querido abuelo, quien por aquellos años ejercía el cargo de alcalde de Cerro de Pasco y, al darle la razón a los comuneros, se vio envuelto en el conflicto y terminó en la temible prisión de Huánuco, el Sepa. Sus hazañas quedarían inmortalizadas para siempre en La tumba del relámpago, donde Ledesma Izquieta es el protagonista. Van estas palabras en recuerdo de Manuel Scorza, un autor un tanto olvidado y que en vida, lo que sucede con todo aquel de renombre y de prestigio, fue odiado y amado por muchos a la vez.

domingo, 10 de septiembre de 2017

El cine de Takashi Miike II

Potro otro lado, Miike posee una larga lista de films donde no desarrolla la temática de yakuzas. Resaltan títulos como Izo (2004), histórico experimental, The happiness of Katakuris (2001), musical y con stop motions, Visitor Q (2001), erótico bizarro, algo así como Teorema de Pasolini, Gozu (2003), de terror, y Audition, film este último de gran versatilidad gracias a la confluencia de varios géneros en él. Aquí ssistimos a la historia de Aoyama, un empresario que tras la muerte de su esposa se dedica con renovados fríos a sus negocios, haciéndose de fortuna. La soledad, no obstante, comienza a atormentarlo. Aconsejado por su hijo, quien ya creció y tiene enamorada, decide volver a casarse. Solo que no sabe con quién. A su ayuda acude un amigo suyo productor de cine. Le propone llevar a cabo un casting, una audición para una película que nunca existirá, gracias a lo cual, no obstante, podrá tener ante él una amplia gama de mujeres en edad de contraer nupcias. Aoyama se fija en la persona menos indicada: una psicópata. Hasta este momento, la película parece un drama común y corriente, con tintes románticos cuando finalmente Azumi, la mujer, responde a los cortejos del empresario. Pero he aquí que el manejo y dirección de Miike sorprende al espectador. Luego de su único encuentro carnal, Azumi desaparece, tras lo cual Aoyama emprende su infatigable búsqueda. En el camino irá enterándose de ciertos hechos espeluznantes, con lo cual, sin que uno lo advierta, el film va volviéndose de terror. Antes de la escena final, donde la película ahora es gore, los espectadores nos zambullimos a un intermedio surrealista muy logrado, al nivel del trabajo del director español Luis Buñuel. El personaje Azumi, por sus maltratos y traumas sufridos durante su infancia —un morboso profesor de ballet le quemó la pierna izquierda con un punzón ardiente, por mencionar solo un hecho— es una especie de vengadora o justiciera. Lo escalofriante del film es que el empresario es cruelmente castigado sin tener culpa aparente, pues sus deseos por contraer nupcias son sinceros. No obstante, el pasaje surrealista devela —o lo torna más ambiguo: el espectador decidirá—, ciertos hechos. Como en Ichi the killer, el final de la película goza de finales distintos.
Otro film a resaltar es Izo, trabajo experimental cargado de simbolismos que nos recuerda al director chileno Alejandro Jodorowsky, especialmente en El topo. Un Cristo japonés es crucificado, azotado y herido en el costado con una lanza. Al liberarse de su tortura, vaga por los confines del tiempo convertido en un diestro espadachín y buscando, aparentemente, venganza. Takeshi Kitano actúa en la película, como miembro de una cúpula de dioses, así también Bob Sapp, representando a un guardián que vela la entrada a un templo. En el film aparecen imágenes de Stalin y Hitler, además de infantería, tanques y aviones bombarderos de la segunda guerra mundial; así mismo, el ejército japonés y la bomba nuclear en Hiroshima. A simple vista, el film presenta un conglomerado de imágenes caóticas. Una mirada más atenta nos develará los hilos conductores que dirigen la película, los simbolismos presentes. Cada espectador le asigna el valor que interprete.
The happiness of Katakuris tampoco deja de ser, en parte, experimental. Una familia japonesa abre un hospedaje para viajeros, dado que su casa está en las afueras de la ciudad. Pero tienen mala suerte con sus huéspedes: todos llegan a morir. La película se inicia con un stop motion en plastilina, lo cual se repetirá más adelante, en escenas de acción. Así mismo, hay coreografías y musicales que involucra a todo el reparto, exigiendo la presencia de muchos actores extras.
Visitador Q y Gozu, constituyen películas perturbadoras, un espectador con una alta sensibilidad no debería verlas. En el primero de ellos, se desarrolla el drama de una familia. El padre es un fracasado vendedor, el hijo tiene que aguantar la humillación de sus compañeros en el colegio, su hermana se prostituye y la madre es golpeada brutalmente por su hijo varón, como una forma de desahogar su mala suerte. Por sus escenas explícitas, este trabajo nos hace recordar al del director italiano Pier Paolo Pasolini, especialmente en Saló, dado que se presentan escenas de sexo, necrofilia y marcada violencia. A la casa de la familia llega, de pronto, un visitador, figura muy parecida a lo que ocurre en Teorema. Luego de interactuar con cada miembro, el visitador desaparece, instaurando la paz en el hogar. Parece que esta película se preguntara por los límites éticos de la humanidad. En Gozu volvemos al tema de los yakuza. Un guardaespaldas conduce un carro rumbo a una ciudad, llevando a su jefe, Sho Aikawa. Pero son interceptados en el camino. Afortunadamente, logran burlar a los agresores, luego de lo cual, en una parada de la carretera, el jefe desaparece. El guardaespaldas, desesperado, lo busca por todos lados, hasta que cae en un pequeño pueblo, donde vivirá las más raras experiencias imaginables —una anciana que quiere tener sexo con él y una minotauro que aparece en su habitación de pronto, son algunas escenas bizarras—. Finalmente logra dar con su jefe, solo que ya no es jefe, sino jefa. Por ello, es cortejada por diversos hombres. Justo cuando el guardaespaldas pensaba seguir su camino y presentarse con aquella mujer, su superior aparece en una escena muy lograda y perturbadora.
No podemos dejar de mencionar el film 13 assassins (2010), trabajo donde Miike aborda un tópico a perpetuidad en la industria del cine japonés: los samuráis. Este film cuenta la historia de un cruel shogun en el ocaso del feudalismo japonés. Una banda de samuráis, retirados de su oficio por la ausencia de motivos para luchar, ven en el ascenso de este cruel shogun —quien había cercenado todos los miembros y lengua de la hija de un campesino que lideraba una protesta— el perfecto motivo para empuñar los sables nuevamente y morir en el combate. Tan solo 13 samuráis se enfrentan a un ejército de 400 hombres de aquel cruel shogun, trabajo que es un tributo a Akira Kurosawa.
Estos son algunos títulos recomendables para todo aquel que quiera aproximarse al trabajo de este talentoso director japonés y se sienta abrumado por su extensa filmografía. Pese a que una película de Miike puede encerrar géneros distintos, sus trabajos no se distorsionan ni pierden veracidad, todo lo que ocurre en Iche the killer, en Audition, en Gozu y en 13 Assassins es perfectamente desprendible de los hechos, personajes y locaciones que la película presenta al espectador, creando mundos distintos cada una de ellas. Muchas películas de acción, precisamente por buscar impresionar, exageran o presentan sucesos que no guardan relación con lo que le precede, es decir, un hecho no lleva al siguiente. Aquello sucede hasta en directores consagrados como Quentin Tarantino, quien se inspirara en Ichi the killer para rodar Kill bill. En muchas de sus películas la violencia supera el marco de verosimilitud, de lo esperable. Nada más recordemos el final de su última entrega, Django unchained, donde los logros iniciales se ven opacados por el baño de sangre final y exagerado. En el trabajo de Miike esto no sucede, sus protagonistas nunca gozan de un desenlace feliz; además, la mayoría de ellos perece amargamente.

Así, estamos ante un prolífico director de cine, joven aún, que tiene mucho por dar y sorprender. Podríamos mencionar un film más para cerrar: Sukiyaki western Django (2007), dedicado al mercado norteamericano y donde aparece Quentin Tarantino como actor. No obstante, la película no es muy lograda. El argumento es simple: dos bandos, el rojo y el blanco, disputan el dominio del viejo oeste, haciéndose de un jugoso botín. La película es cruzada por la historia de amor de un hombre rojo con una mujer blanca. Lo que sería llamativo del film es ver a samuráis disfrazados de vaqueros, hablando en inglés e imitando los estereotipos del súper héroe de las películas de serie B norteamericana: un japonés vaquero que acribilla a todos con una ametralladora gigantesca nos recuerda a John Rambo o Chuck Norris en cualquiera de sus entregas.

domingo, 3 de septiembre de 2017

El cine de Takashi Miike I

De los directores japoneses cuyas filmografías he visto de principio a fin, el de Takashi Miike me resulta más perturbador, por encima incluso de Takeshi Kitano y aún del propio Akira Kurosawa. Conocido por su amplia filmografía (a la fecha ronda los cien largometrajes), su cine ha explorado casi todos los géneros. Rebelde con causa como Truffaut, antes de director de cine quiso ser motociclista, pero los zigzagueos de su vida lo hicieron estudiar cine a los dieciocho años, en Yokohama, escuela fundada por Shohei Imamura, quien a la larga sería su maestro en la dirección. Una compañía de televisión buscaba asistentes que trabajaran sin sueldo. Entonces la escuela pensó en el «raro» de Miike, quien casi no asistía a clases. Pasaron varios años para que el director de Audition pudiera, finalmente, dirigir su propia película. Lo hizo gracias a la empresa V-Cinema, la que buscaba directores jóvenes que pudieran trabajar con bajo presupuesto. Sus films, usualmente, muestran escenas explícitas de violencia y tabú, además de desarrollar varios géneros tan opuestos como gore, policial, suspenso y romántico en una sola película.
En un inicio, a Miike se lo identificó exclusivamente con la temática de las mafias de los yakuzas. No obstante, esto solo sucedería en sus primeras entregas, en la trilogía Black society (1995-1997-1999) por ejemplo, donde se desmenuza los pormenores de las mafias chinas dentro de territorio japonés y viceversa, el modus operandi y contacto delictivo entre ambos países asiáticos. Así también ocurre en Blues Harp (1998), donde los yakuza controlan a un bartender que vendía pastillas de éxtasis y a quien niegan la salida del hampa luego de que tuviera éxito en la música como ejecutante de harmónica. Pero la imaginación de Miike es sumamente prolífica, superando y reinventando las películas sobre yakuzas. Quizá esta predisposición a quebrar las reglas venga de su rebeldía innata. Fruto de esto, aparecería la primera parte de su segunda trilogía, Dead or Alive (1999-2000-2002), y antes Full metal yakuza (1997), donde se percibe la influencia de directores como Paul Verhoeven y James Cameron. No obstante, es con Ichi the killer (2001), adaptación de un manga con el mismo nombre, que Miike ganaría fama en occidente, considerándoselo un autor de culto, influenciando a directores como Quentin Tarantino y Eli Roth.
Es Full metal yakuza uno de los primeros films de yakuzas diferente que dirigió Miike. El personaje principal es un don nadie, un bisoño matón que sueña con ocupar algún cargo alto en la mafia. Pero transcurren los años y continúa en la esfera más baja, donde ni siquiera se ha ganado un nombre. Demostrando su flaqueza de temple, tiene un tatuaje diminuto y sin color en su espalda. Los yakuzas, por medio de grandes tatuajes, miden el coraje y la resistencia al dolor de las personas que integran su bando. En una emboscada, su jefe cae abatido y, como no podía ser de otra manera, él también. Entonces es reconstruido, tras lo cual aflora en él un conflicto de identidad entre máquina y ser humano, como en Robocop y como en Terminator tiene una apariencia de humano, aunque debajo de su piel se encuentre un armatoste de cables, circuitos y piezas de metal. El film, de bajo presupuesto, tiene momentos logrados, como la escena del laboratorio donde es ensamblando, además de pasajes con tintes cómicos, lo que las demás películas citadas casi no tienen, por ejemplo.
En Dead or Alive, al igual que en Black society, se desarrolla la convivencia entre mafias chinas y japonesas. En esta trilogía, su recurrente actor Sho Aikawa encarna a un policía que va tras los pasos de un mafioso de descendencia china, interpretado por Riki Takeuchi, otro actor con el Miike suele trabajar. El film, policial, de suspenso e intriga, es decir realista, tiene un desenlace fantástico, pues el duelo que ambos libran (algo así como Al Pacino vs. Robert de Niro en Heat) destruye al mundo entero. En Dead or Alive 2 se repiten los personajes en otro momento del tiempo y bajo otras circunstancias. Ahora, ambos trabajan para mafias distintas. Sus caminos se cruzan cuando tienen que asesinar al mismo hombre. Al encontrarse se reconocen y recuerdan los días de la infancia, donde creció en ellos una prolífica amistad. Conmovidos, van a buscar a otro amigo del pasado, con quien pasan una bonita temporada, alejados de sus trabajos de sicarios. Al retornar a Tokio, son abaleados por la policía. Pero no mueren. Luego de la matanza, con la ropa ajada y ensangrentados, abordan un tren que los llevaría a otro mundo. Finalmente, en Dead or Alive 3, enemigos nuevamente, se revela el misterio de lo fantástico: son robots que viajan en el tiempo, creaciones de un gran hacedor. La vida, simplemente, les asigna papeles, roles que deben interpretar sin que su voluntad tenga la más mínima significancia.

En el 2001 aparece Ichi the killer, película, junto con Audition (1999), que le ganaría fama mundial. El film, como ya se dijera, es sobre yakuzas, pero, lo que caracteriza toda la obra de Miike, enfocado de una manera muy personal y distinta. No se trata, simplemente, de asesinatos y traiciones al interior de la mafia. Acá Yiyi, el mastermind maligno, controla a un karateca que padece de trastornos mentales, quien ha sufrido la muerte de sus padres y ha presenciado escenas grotescas de violaciones. Su nombre es Ichi, interpretado por un talentoso Nao Ohmori. Ichi se encarga de asesinar y desparecer, literalmente, a cuanto yakuza se interponga en el camino delictivo y ascendente de Yiyi. Y asesina de una forma original: se disfraza de un personaje del video juego Teken y calza botas cuyos talones tienen hojas de metal que resplandecen de filo. Así, asesina a patadas, cercenando miembros y destripando a sus víctimas; las escenas de violencia terminan en un baño de sangre total, con pedazos de rostro e intestinos pegados a los techos y paredes de las estancias. El acmé de la película se da cuando a Ichi le encargan asesinar a Kakihara, un yakuza sanguinario y masoquista. Son famosas, y brutales, las escenas de tortura que este personaje lleva a cabo. El film tiene un final abierto, donde son posibles más de una interpretación o desenlace.

domingo, 27 de agosto de 2017

"Los niños muertos" de Richard Parra

Guardo la impresión, durante mis últimos meses en Perú, que Richard Parra (Lima, 1976) va haciéndose conocido entre los lectores gracias al valor de su obra y no a reseñas o apariciones en los medios de comunicación, pues más de un amigo me insistió en que debía leerlo. Las portadas de sus libros no aparecen impresas en gigantografías a la entrada de ferias o librerías, y hay que tener algo de suerte para toparse con algún ejemplar suyo. Por ahí se lo ve llegar a los eventos literarios con su inconfundible apariencia de motociclista (cabellera larga y casaca negra con cremalleras plateadas), casi como una repentina aparición.
Antes de comentar el tratamiento de la novela, valdría la pena intentar situarlo en la literatura peruana. Por el realismo que recorre sus páginas, bien podría ubicárselo en la narrativa urbana que inauguraron autores como Eduardo Congrains con Lima hora cero y “El niño de junto al cielo”; Julio Ramón Ribeyro con Los gallinazos sin plumas; y Oswaldo Reynoso con Los inocentes y En octubre no hay milagros, trabajos que aparecieron alrededor de 1960 luego de darse la implosión del campo a la ciudad. Es más, el marco cronológico en el que se desarrolla Los niños muertos (2015) parece ubicarse a finales de los setentas para estar más cerca al año de publicación de aquellas obras. Pero a diferencia de los autores citados, Parra ofrece a los lectores un realismo crudo y aún más descarnado, identidad que construye un mundo hostil del que le es imposible escapar a sus personajes.
La novela nos cuenta la vida de los padres de Daniel, Micaela y Simón, unos provincianos que llegaron a Lima para buscar un mejor futuro. Pero pese a que van ascendiendo económicamente (ella aprendió el oficio de sastre y él el de soldador de maquinaria minera) hay un descenso moral que se ve expresado claramente en su hijo, como si la urbe corrompiera de una manera inevitable y particular. Igual que en toda historia, los personajes van atravesando altibajos. De esta manera, la pareja empieza viviendo en Comas, luego se muda al borde del río Rímac y acaba en el corazón de La Victoria. Y mucho antes de llegar a Lima, vivían en Cajamarca, en Celendín específicamente. Las acciones se inician con una escena de atropello: Micaela trabajaba como ambulante en las calles de La Victoria, Gamarra, cuando de pronto se vio envuelta en el grupo que sufrió el embiste de un taxi, cuyo chofer, borracho, echó a la fuga. La voz narradora nos describe la escena con sumo detalle: heridos despanzurrados, sesos salpicados y sobrevivientes aullando de dolor. Este ánimo ultrarrealista recorrerá la novela de principio a fin. Otra escena que vale la pena recordar, por ejemplo, es el estupro que sufrió una niña recicladora: su cuerpo fue hallado en los márgenes del río Rímac, cubierta de basura y acusando ya descomposición.
Como señalaba, el ascenso de la familia es inversamente proporcional a lo que ocurre con Daniel. Y creo que esto es lo más importante del libro. Aquel, en el recorrido de los lugares donde vivieron, tendrá un inicio sexual forzado, verá morir a sus amigos y, además del desenlace final, sufrirá el hostigamiento y abuso de una pandilla cuando finalmente se muden a La Victoria. En complemento, Parra explora en el pasado de sus protagonistas, lo que resulta una manera de hallar el porqué, el leit motiv que los obligó venir a la capital. Ambos, Micaela y Simón, sufrían los abusos del más cavernario machismo y el tener que vivir casi como peones antes de la Reforma Agraria. Los dos escapan de esos infiernos solo para caer a otro infierno: el de la Lima periférica donde pululan los marginales, aquella que fue creciendo desordenadamente y es regulada por la ley del más fuerte. Es decir, no importa el ascenso económico ni el esfuerzo por un bienestar mejor. El mundo siempre será terrible para los que no gozan de una economía sólida, esta vez tomando como víctima a Daniel, su hijo. Y este es el claro discurso político y distintivo de la novela.
Por otro lado, se podría pensar que aquellas escenas fuera de la capital marcan una diferencia con la poética de los autores mencionados, pues en sus obras todo transcurre en el ámbito urbano. Personalmente, discreparía con aquella opinión, pues tales espacios no se desarrollan a profundidad y solo llegan a ser una rápida mirada por aquellas otras realidades. En general, Los niños muertos está construido en base a pequeñas escenas, el capítulo más largo tendrá tres páginas. Por ello, por lo compacto y fragmentario del formato, no se siente que se haya desarrollado un espacio mayor que aporte nuevos matices y miradas. La propuesta es la misma tanto en la sierra como en la costa: la vida es dura para los que no tienen dinero, para los marginados por la sociedad “oficial”, la que estaría asentada en el Centro de Lima y alrededores.
Pero un elemento que tal vez esté por debajo de la estructura y la temática, a mi parecer, es el estilo con que se narra. Uno asiste a una prosa austera, que si bien es cierto evita redundancias y la vuelve directa, al mismo tiempo no tiene un registro diferenciado. Por ejemplo (lo cual es la propuesta de la novela), la voz narradora no introduce reflexiones o descripciones sobre algún escenario, el que podría recaer en Celendín. Todo gira en función a las acciones de los personajes, contado con un estilo formal, y al diálogo de estos últimos, tanto así que por momentos uno llega a pensar que en realidad Los niños muertos es el esqueleto de una novela más larga. Para muestra un botón, muestra que se puede encontrar googleando el nombre del autor: “Daniel vuela su cometa en la barriada limeña donde vive. Unos niños mayores se la piden y él la presta. No consiguen volarla; le dicen que es una mierda. Cuando Daniel se la pide de vuelta, ellos le obligan a que la rompa ahí mismo y le dan un puñetazo”. Con este estilo, más allá de un par de cambios de focalización a primera persona, está narrada gran parte de la novela. No obstante, la propuesta de Los niños muertos funciona con aquel estilo, pues le permite ser cruel y directo, intención de su autor. 

En síntesis, con la lectura de este trabajo de ficción (antes ya había publicado Necrofucker y La pasión de Enrique Lynch, además de La tiranía del Inca, ganador del Copé de Oro en categoría ensayo) uno siente que Parra conoce muy bien aquellos barrios marginales y, sobre todo, que tiene muy clara su propuesta: el mundo, pese a los ascensos económicos, será siempre hostil para los de abajo, como si nunca pudieran escapar de aquel abismo. 

domingo, 20 de agosto de 2017

"Just Go With It": una tremebunda comedia hollywoodense

 Viajaba a Trujillo de noche, no tenía sueño y, por la oscuridad, no podía ponerme a soñar con el paisaje en mi ventana, por lo que inevitablemente tuve que ver Just Go With It, una horrenda comedia en la que participan Adan Samdler, Jennifer Anniston, Nicole Kidman y un largo etcétera, empezando por el director y el guionista, que merece ser olvidado. Lo peor es que a diferencia de lo que sucede cuando uno lee un libro malo, ante una película uno no puede aprender absolutamente nada. En el primer caso, al menos se refuerzan los conocimientos de gramática, se amplía el vocabulario y si el tema fue interesante, pero el tratamiento terrible, aquello podría ser ensayado en un propio trabajo. Pero cuando uno está obligado a ver una mala película termina sintiéndose torturado igual que Axel, el personaje de A Clock Work Orange cuando es obligado a ver escenas atroces con fondo de música clásica, su preferida.
¿Pero por qué escribo estas líneas con bilis entre las manos? Para empezar, Adan Samdler interpreta a un próspero cirujano plástico, cuyo secreto para ligar mujeres es hacerse pasar por un hombre casado. Así, visita bares y discotecas y su tema de conversación, cuando la fémina de turno ya ha sido seleccionada, es echar pestes de una esposa imaginada y frotarse con la otra mano un desteñido anillo de casado en el dedo anular. Todo bien, hasta que conoce a una chica que va más allá que todas sus ocasionales acompañantes: le encanta los hombres casados y con hijos. Como no podía ser de otra manera, aquella chica es rubia, hermosa y tonta. Samdler, entonces, le pide a Jennifer Aniston, su asistente en el quirófano, que se haga pasar por su esposa y que los hijos que ella tiene sean, por lo que dure la farsa, también suyos.
El clímax de la película es un viaje de placeres a Hawái, los cinco más un actor medio calvo y panzudo —no vale la pena buscar su nombre en google—, quien tenía que hacerse pasar por la pareja de Jennifer Aniston, incluido en la trama con el poder con que un moco puede pegar ladrillos. A todas luces, aquel personaje salido de la nada es la pizca de humor —humor según los parámetros de Hollywood— que hacía falta a la película: es un completo tonto, se hace al chistoso, todo lo toma con extrema literalidad y, a la vez, es como un maestro de ceremonias, pues aparece en la mayoría de escenas para hacer que los encuentros fluyan.
Lo más desconcertante —y tal como el título de la película puede hacer pensar (traducido sería algo así como Sigue la corriente)— es que no hay conflicto alguno, pues todos los personajes dicen sí a las más extrañas situaciones que se les pongan por delante. Por ejemplo, a la salida de su cita de a tres, Aniston contesta una llamada de sus hijos y entonces la rubia cree que el falso matrimonio se ha reproducido. Samdler tartamudea, Aniston empalidece y es la chica tonta la única que da movimiento a la escena y pregunta cuántos años tienen, cómo se llaman y a qué colegio asisten. Al final, siguen con la farsa. Otra escena estúpida es la que aparece Nicole Kidman acompañada de, se supone, su galán. Al encontrarse con la pareja Samdler-Aniston asume que están casados, a lo que ellos le siguen el juego y cuando a ella le preguntan por su acompañante, creyendo que es un próspero empresario, ella también sigue el juego y les dice que es socio de Apple, el gigante de computadoras y celulares.
Además de las escenas inverosímiles, donde los diálogos se sienten vacíos, lo mismo que las actuaciones, estereotipadas y sin una verdadera encarnación de los actores, lo trágico es que el film está plagado de banalidades, quizá el espíritu de la época, a juzgar por este éxito de comedias. Como ya se puede colegir, todos los personajes son superficiales. Empezando por Samdler, quien es millonario gracias a las cirugías plásticas que realiza a diestra y siniestra (él mismo se operó, pues al comienzo de la película era feo, o más feo). Las mujeres con las que se acuesta se sienten atraídas por su dinero y porque echa pestes de una esposa que no existe. Es decir, se entiende que Samdler es exitoso porque engaña a su mujer y porque habla mal de ella a sus espaldas y frente a otras, fórmula para acostarse con más hembras. Tampoco se salvan de esta característica de culto a lo mundano los hijos de Aniston, quien en el papel vendría a ser la madre soltera bonita y con algo de sesos, quien justamente por eso está sola. Los niños le pidieron al jefe de su madre, por la farsa que jugaron, dinero, juguetes y viajes a países turísticos. Es más, la idea de viajar a Hawái todos en “familia” surgió de ellos y fue el primero de sus pagos. Lo mismo podemos decir de la rubia con la que Samdler quiere casarse: es tonta y bonita y, superando al gran montón, se siente atraída por el hecho de que su hombre tenga hijos y haya estado con varias mujeres. De esto no escapa Nicole Kidman y su acompañante, quienes juegan su propia farsa al no estar casados y no ser millonarios, sino ser infelices y gozar de una discreta economía.
En resumen, y repasando rápidamente la lista de títulos que han protagonizado, ver los nombres de Adan Samdler, Jennifer Aniston y Nicole Kidman resulta una advertencia al espectador. Advertencia de que se está por ver una película fofa, acartonada, plagada de clichés y estereotipos con las que nadie se puede sentir identificado (cualidad indispensable para que haya consumidores de arte). Es como si los directivos de las empresas de transporte en Perú —o quizá ya en el mundo entero— quisieran hacer el viaje de sus clientes más largo y agobiante.

domingo, 18 de junio de 2017

El cuentista Sandro Bossio

Será siempre un placer comentar el libro de un estupendo narrador, sobre todo si uno siente que comparte lecturas. En la prosa de Sandro Bossio asoma Gabriel García Márquez, Julio Ramón Ribeyro, Jorge Luis Borges, el mejor Julio Cortázar, aquel que solía sorprender al lector con la propuesta lúdica de algunos de sus relatos. Bossio no es un imitador ni continuador de tales estilos o temáticas, sino que ha logrado procesar tales influencias de modo que su pluma tiene ya una identidad propia. Además, con este conjunto de cuentos el escritor huancaíno rinde homenaje a una de las novelas cumbres escritas en lengua española: El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Por ello, ya un creador de la talla de Manuel Scorza decía que uno de los dulces pesares para quienes escriben en español es tener siempre por encima a Miguel de Cervantes Saavedra.
El libro empieza con el cuento “El hombre que habló con la muerte”, cuya identidad es compartida con “El hambre de Anabela”, “Tatuaje” y “Entidades insidiosas”, pues los cuatro son fantásticos, hecho que lo singulariza ya de antemano: por lo general, la tradición cuentística peruana ha sido netamente realista. Así, en “El hombre que habló con la muerte” don Jonás, el viejo guardián de un faro, una noche de invierno recibe la visita de la propia Muerte en su vieja cabaña junto al mar. El cuento, más allá de ofrecer un diálogo conmovedor y una sabrosa prosa que nos recuerda a García Márquez, tiene un final sorpresivo que lo vuelve doblemente fantástico. “El hambre de Anabela” es una historia particular que me gustaría comentar. Genaro, el protagonista, es un típico personaje sacado de la fauna ribeyriana. Burócrata de mediana edad, su vida transcurre sin mayores aspiraciones entre lo gris y lo repetitivo. Un día, paseando por Miraflores, descubre al borde de un barranco a Anabela. Luego de disuadirle de suicidarse, comienzan a salir hasta que Genaro le propone que vivan juntos. Pero como en toda fábula ribeyriana, la felicidad se ve truncada justo cuando su protagonista menos lo tiene imaginado. Como era de esperarse, todo gira en revelar la verdadera identidad de Anabela, hecho que diferencia a Bossio del autor de Los gallinazos sin plumas, pues la resolución de este enigma tiene ribetes fantásticos que evidentemente trasciende lo realista. Lo mismo en “Tatuaje”: la breve historia de un joven que manosea a una mujer, aprovechando que esta última le está haciendo un tatuaje. Una vez más, el desenlace del cuento, que no es otra cosa que la venganza, le da un giro fantástico. El más ambicioso, por su temática, me parece que es “Entidades insidiosas”: en un pueblo alejado de la capital se ha desatado una epidemia de antropofagia que amenaza con expandirse a otras comarcas y declarar el acabose a nivel nacional. El cuento de alguna manera hace recordar a “Los caynas o el paso regresivo” de César Vallejo. De igual forma, en una comunidad, aunque aquella vez de la sierra, hay un paso involutivo que enajena a la población y dispersa a los sobrevivientes. Podríamos decir que el segundo cuento del libro, “Sedas de medianoche”, es también fantástico, pero la identidad de esta historia es más la sorpresa escondida en la última línea, signo que comparte con “El hombre que habló con la muerte” y que nos revela que fuimos testigos de una conversación animal.
“En busca del Paititi”, “La ventana” y “El largo tren del olvido” son cuentos realistas con mucho humor. En el primero, el narrador sin nombre de la historia conoce a un alemán altruista que se empecina en encontrar el tesoro perdido del Paititi para así salvar del hambre a la humanidad. Es imposible dejar de relacionar esta increíble historia con “Mister Taylor” de Augusto Monterroso, pues en ambos una tribu reduccionistas de cabezas, finalmente, se roba el protagonismo de ambas historias. El segundo cuento, “La ventana”, es un mini relato que, pese a su brevedad, nos hace recordar a La fauna de la noche, novela policíaca que hemos comentado anteriormente en este blog y que recomiendo leer. Nuevamente, el protagonista de la historia, un estudiante de medicina, está involucrado con asesinatos sanguinarios que estremecen a la ciudad. “El largo tren del olvido” explora el tiempo de la violencia y el terrorismo que vivió el Perú durante los ochentas y noventas; la pregunta que se desprende tras la lectura es ¿qué pasaría si dos hermanos, siendo enemigos, se encuentran en un tren, uno por abrazar el terrorismo y el otro por defender al Estado? “Kassandra”, título que le da nombre al título, también desarrolla una temática política: el último encuentro carnal de un preso político esperanzado de volver a ver a su familia.

Líneas aparte merece el cuento “El capítulo de los obsesos”. Como hiciera Jorge Luis Borges con sus mejores piezas, Bossio se inventan un personaje y un texto apócrifo sobre El Quijote, una aventura alucinante en el que el Caballero de la Triste Figura, espada desenvainada, penetra en una mina creyendo que son las entrañas de un poderoso dragón. Más allá de inventar una peripecia para su personaje, Bossio ha logrado recrear la prosa de Cervantes, es decir, de un escritor de hace más de cuatrocientos años y casi del Siglo de Oro español. Solo por esto, el cuento ya merecería elogios. Así pues, Kassandra constituye un estupendo libro de cuentos publicados en los últimos años en el Perú. Como anotaba líneas arriba, Bossio nos ofrece a sus lectores cuatro cuentos fantásticos, hecho no muy usual en la narrativa peruana; también violencia política, humor y un texto apócrifo, todo ello en un libro de diez cuentos. Sin duda, el escritor huancaíno es uno de nuestros valores a quien hay que leer.

domingo, 16 de abril de 2017

"El hombre duplicado" de un José Saramago fantástico

Casi se podría decir, sin temor a equivocarse, que la obra narrativa de José Saramago oscila entre lo fantástico y un realismo mágico heredado de Franz Kafka. Recordemos que lo último es posible dentro de un marco real, aunque extraño y poco probable que impregna de un matiz distinto (mágico) las páginas del relato. Citando al maestro, aquello se da en novelas como El proceso y El castillo, donde sucesos ubicados en los márgenes de lo real nos lleva a preguntarnos si de verdad puede ser posible. La imposibilidad casi absurda de saber qué delito se ha cometido y de llegar al interior del castillo, respectivamente, desafían lo realista. En lo fantástico, en cambio, la vulneración de las leyes físicas es evidente y no sería posible bajo ninguna óptica real. Un ejemplo archiconocido: La metamorfosis.
Así, Ensayo sobre la ceguera (1995), uno de los libros más leídos de José Saramago, sería inscribible dentro del realismo mágico, pues podría suceder que una epidemia de ceguera blanca ataque al mundo entero; de igual forma Todos los nombres (1997), novela que narra la vida de un solitario burócrata que se enamora de una mujer que no conoce; también podría serlo Ensayo sobre la lucidez (2004), donde una ciudad entera, en época de elecciones, vota en blanco y expulsa de esta manera a sus cuestionadas autoridades. Pero tendríamos que calificar de fantásticas novelas como La balsa de piedra (1986), donde de pronto la península Ibérica, integrada por España y Portugal, se desprende de Europa y vaga por el océano buscando un nuevo destino; El evangelio según Jesucristo (1991) —otro de sus libros más traducidos y censurado inicialmente en Portugal, lo que provocó que el Nobel de Literatura se mudara a Lanzarote (España)—: los vacíos o huecos sobre la historia oficial del mesías son completados por Saramago de una forma muy original (y fantástica); Las intermitencias de la muerte (2006): de repente en un país desconocido las personas dejan de morir; y El hombre duplicado (2002), novela en la quiero profundizar y que ya ha sido llevada al cine en el 2013 por Denis Villeneuve, protagonizada por Jake Gyllenhaal y Mélanie Laurent.
Tertuliano Máximo Afonso, profesor de historia de colegio, atravesaba un cansancio anímico para el que no encontraba paliativo. Un colega suyo le recomienda una película de bajo presupuesto, Quien no se amaña, no se apaña —que bien podría ser una de esas tantas comedias que la industria hollywoodense produce en grandes cantidades—. Le advierte desde un primer momento que no es una obra de arte, pero que al menos le servirá para matar el tiempo y superar aquel marasmo. No obstante, la película solo agudiza su depresión. Todo esto no hubiera tenido mayor importancia si no fuera porque Tertuliano se da cuenta de que un actor extra, con una presencia de veinte segundos en todo el filme, es idéntico a él.
La novela, de esta manera, desarrolla la angustia de identidad del ser humano al darse el increíble caso de que haya dos personas exactamente iguales sin ninguna relación consanguínea. Como en todas las novelas de Saramago, este hecho no ocurre de manera arbitraria, sino que responde a un patrón constante en el trabajo del escritor portugués: la crítica a la sociedad. Tertuliano consume aquella cinta para matar el tiempo. Este hecho encuentra eco en su propia existencia: es un profesor de historia que no investiga, no continúa estudiando ni superándose, es decir, no aspira a mayores logros en la vida más que a tener un departamento y un carro, lo que ya posee desde hace mucho; se acostumbró a una rutina de pequeño burgués que, sin embargo, lo va afectando: de pronto se siente deprimido y hastiado de sí mismo. Aquella situación de inoperancia y conformismo se deja ver también en la relación que tiene con su enamorada: pese a que ella lo ama, es joven y atractiva él no se decide a formalizar y solo responde a sus exigencias de manera mecánica y para no disgustarla. Lo mismo sucede con Antonio Claro, el actor copia fiel de Tertuliano. Claro trabaja como actor extra en una productora de cine de bajo presupuesto —podríamos calificarla de serie B— sin mayores perspectivas. Es decir, también se ha acomodado al orden monótono de las cosas y no moverá un dedo para alterarlo, pues a pesar de no lograr ningún ascenso dentro de su carrera, ha acumulado dinero y eso le basta para sentirse satisfecho.
Pese a todo, y esto es lo que saca al personaje de su laguna, Tertuliano sale a buscar a Antonio Claro para saber quién es el original y quién la copia. Resulta —aunque este dato es cuestionable, pues es la palabra de Antonio Claro— que Tertuliano nació horas después que Claro, por lo que tendría que ser la copia. A pesar de esto, Máximo Afonso comienza a cambiar: formaliza con su novia y asume una postura crítica ante la vida, tomando un camino que lo llevará a alcanzar su identidad propia. Hasta acá el planteamiento de los hechos filosóficos de la novela. A continuación, el lector se sumerge en el desenlace de que en el mundo existan dos personas iguales que hayan cruzado sus caminos. Lo más representativo de esto es que ambos seducen a las mujeres de los otros, llegando al inesperado desenlace final que podría calificar la novela, además de fantástica, de policíaca, y donde Tertuliano y Antonio intercambian roles para siempre.

En esta novela, al igual que en la Todos los nombres o La caverna (2000), se explora la insignificancia, la nimiedad del sujeto frente a los grandes ordenamientos y producción en masa, de igual corte, que las sociedades impregnan a nuestras vidas. Además, apoyado siempre de sus parábolas sobre la cotidianidad, Saramago desvela las ilusiones y creencias sin base de las personas. Por ejemplo, cuando Tertuliano entra al despacho del director del colegio donde trabaja, tiene la viva sensación de haber estado antes ahí. Este hecho conocido como déjà vu, tiene su explicación únicamente en esta vida: no recuerda que leyó una novela donde la descripción de una oficina era muy parecida al despacho del director. Pese a este ánimo de desengaño, casi la totalidad de la obra narrativa de José Saramago se desprende de hechos mágicos realistas y fantásticos.

domingo, 26 de marzo de 2017

Michel Houellebecq, oráculo de nuestro tiempo

 Michel, un burócrata del Ministerio de Cultura, un día recibe la noticia de que su padre ha muerto. Aquello no lo inmuta en lo más mínimo, ni si quiera cuando la policía, avanzando en las investigaciones, le comunica que en realidad ha sido asesinado. Asiste a la reconstrucción de los hechos solamente porque es imperativo y porque tiene que empezar a ordenar los papeles de la herencia. A diferencia de Michel, su padre se aferraba a la vida: iba al gimnasio, tenía amigos, viajaba seguido y, a cambio de dinero, recibía favores sexuales de su empleada doméstica. En cambio, su hijo vive como si vegetara, como un proyectil movido por un impulso que se acabará cuando, finalmente, le llegue la muerte.
Esta cuarta novela de Michel Houellebecq (la tercera es Lanzarote, cuya versión definitiva es precisamente Plataforma) está narrada en primera persona con una frialdad y distancia de los hechos que permite al lector apreciar, sin el empañamiento de los sentimientos, la conducta de los seres humanos. Nuevamente, el escritor francés demuestra que es discípulo del gran filósofo alemán Arthur Schopenhauer, lector de libros como El mundo como voluntad y representación y Aforismos sobre la sabiduría de la vida. Y es que su personaje principal (quien curiosamente se llama como él) no intenta sumergirse en los placeres de la vida, aunque tampoco ha renunciado a ellos. Simplemente sabe, como profesa Schopenhauer en especial en el segundo título, que el mundo no tiene nada que ofrecerle: las amistades, los pasatiempos, los vicios y las mujeres no significan nada porque nada son. De allí que transcurra su vida con la calma de un lago y espere la muerte aun cuando esté joven (acaba de cumplir cuarenta años).  
Pero sucede que con el asesinato de su padre se vuelve millonario. Tras heredar lo que tenía en el banco y tras vender su casa, se da con un enorme excedente. Entonces, siempre sin esperar nada de la vida, decide darse un viaje. Contrata los servicios turísticos de una reconocida empresa francesa, pide vacaciones en el ministerio y, buen día, se ve volando todo Europa rumbo a Tailandia, uno de los principales destinos turísticos sexuales. Aquel escenario le sirve a Houellebecq para poner en práctica las ideas de Schopenhauer en un territorio que, por su identidad, le pertenece en exclusiva al hombre del siglo xx y xxi. Por ejemplo, una de las principales lecciones de Aforismos sobre la sabiduría de la vida es que el hombre con riqueza espiritual no necesita proyectar su voluntad sobre el mundo, evidentemente en contraposición a lo que la mayoría de personas realizan. Esto último engendra arrogancia, ánimo competitivo y pone de evidencia la futilidad de la vida. En cambio, el hombre con riqueza espiritual no tiene aquella necesidad, por lo que volcaría su energía sobre sí mismo. Gracias a la soledad advierte que el contacto directo con su persona no lo aburre, sino todo lo contrario, a diferencia de las mayorías, las que, al no aguantarse a ellas mismas, buscan lo que no tienen en los demás. Michel no es un personaje perfecto, porque su prosa rezuma cierto desapego por la vida y, por momentos, deja entrever un aburrimiento en su propia soledad. No obstante, es una superación respecto al narrador sin nombre de Ampliación del campo de batalla y de Bruno (dominado por las ilusiones del mundo) en Las partículas elementales. Así, Plataforma parece sugerir que, el aburrimiento y vacuidad de las personas, más precisamente, del hombre del siglo xx y xxi, ha generado que el sector turístico —como decía, un rubro inherente a nuestros tiempos y modernidad— sea una industria en auge que va conquistando nuevos territorios. Aquello es plausible si tenemos en cuenta que el turismo a escala planetaria demuestra que uno ostenta dinero, que viaja para divertirse y escapar de la rutina, que no es otra cosa que tratar de escapar de sí mismo.
Pues bien, Michel en aquel viaje conoce a Valèrie, una parisina que trabajaba para la empresa de turismo con la que él se daba aquel paseo. Su presencia en Tailandia se justifica en tanto ella quiere mejorar el servicio que brindan, por lo que decide viajar y comprobar en persona qué tan buenos son. Como la propia voz del protagonista dice, Michele pensó que no volvería a tener sexo en su vida hasta que la conoció. Y es que, a diferencia de las mayorías, ella es capaz de sentir placer dando placer. Los hombres y mujeres, cada vez más confundidos en su yo, solo se preocupan por el goce sin importar que en aquel ejercicio su contraparte, su pareja, también pueda sentirlo. Pronto, Valèrie y Michele deciden vivir juntos, pues se dan cuenta que son el uno para el otro. Este hecho, el que un personaje de Houellebecq escape del marasmo de la existencia gracias al amor, marca un contrapunto con sus anteriores novelas, pues en ellas todo era un espejismo, una ilusión que hacía sufrir, tanto por no buscarlo como por renunciar a él, a sus personajes.
En este punto vale preguntarnos ¿por qué Tailandia es un éxito como turismo sexual? Porque las tailandesas, como sugiera la voz narradora, saben dar placer sin el egoísmo de por medio que los occidentales tienen; lo que significa que las prostitutas ejercen su oficio entregándose sin tapujos, es decir, disfrutándolo al máximo. Para ellas, su felicidad radica en dar placer a los hombres y, al casarse, en ser una mujer hogareña. De ahí que, concluye Michel, haya tantos casos de europeos y norteamericanos que se casan con prostitutas tailandesas, pues son todo lo que ellos quieren: mujeres que los atiendan diligentemente cuando regresen del trabajo; es decir, una respuesta sencilla para la vida sencilla que llevan, lejos de reacciones oscas como el feminismo y las extravagancias sexuales. Y gracias a las ideas frías y distantes que tiene Michele sobre el ser humano contemporáneo, es decir, gracias a la dolorosa lucidez que tiene sobre sus coetáneos, le sugiere a Valèrie, como la mejor forma de repotenciar la industria del turismo, que los viajes de los clientes tengan en exclusivo un carácter sexual. Como era de esperarse, el éxito no tuvo parangones y la empresa se fue hacia arriba. Todo iba bien, todos eran felices, Michel y Valèrie, sus socios y en especial los clientes. Hasta que unos terroristas musulmanes, lo que representaría la intolerancia y el fanatismo, atacan las instalaciones turísticas en Tailandia y todo vuelve a fojas cero.
Personalmente, me resultó escalofriante comprobar que Houellebecq con esta novela publicada en 2001 (el mismo año del Once de Setiembre, por ejemplo) vaticinaba ya todos los actos terroristas que, lamentablemente, cada cierto tiempo ocurren en Europa. Lo que es más, el día que salió a la luz su último trabajo, Sumisión, se dio el atentado contra la revista Charlie en Francia. De esta manera, Michel Houllebecq se perfila como el oráculo y cronista de nuestra época. Como sus personajes, su poder de observación radica en la distancia que mantiene con su sociedad y con el mundo contemporáneo en general. Aquello significa que la entiende y que puede construir, en consecuencia, espejos donde sus lectores se reconozcan.


domingo, 12 de marzo de 2017

Algunos apuntes sobre "Robocop" de Paul Verhoeven

La primera vez que vi Robocop fue gracias a la televisión local de Lima. Por aquel entonces era un niño y mis únicos recuerdos, además del pésimo doblaje al español y de las largas pautas de comerciales, eran las escenas de acción. Pasó el tiempo y nunca le di una segunda oportunidad a la película, hasta que un día, presa de un insomnio de verano, decidí verla de principio a fin, en su idioma y sintiéndome un espectador con un bagaje respetable. Mientras me preparaba para verla, y seguramente a la luz de mi primer recuerdo, pensé que sería una americanada más, una producción destinada a acumular taquillas a punta de escenas explícitas de sexo y de violencia sin una historia concisa. Pero conforme se desarrollaba el carrete de la película o, mejor dicho, conforme la barra espaciadora de mi reproductor avanzaba, me di cuenta, con grato asombro, que era todo lo contrario.
Y es que el film aborda problemas actuales de sociedades mundiales: corrupción en altos funcionarios y privatización de los servicios públicos con brotes violentos de delincuencia. En esta ciudad ficticia del futuro donde Robocop patrulla, la policía no le pertenece más al Estado, pues ha sido privatizada y su funcionamiento depende de la OCP, corporación que planea reconstruir la ciudad, dado que la vieja urbe ha sido tomada por la delincuencia y la policía no puede garantizar la seguridad pública. El número dos de la OCP, Dick Jones, interpretado por un lúcido Ronny Cox, planea vender armamento bélico «inteligente» al área de seguridad pública de la nueva ciudad. En una reunión de altos funcionarios, su producto, un enorme robot equipado de ametralladoras y lanzacohetes, acaba con la vida de un directivo con lo que su proyecto queda trunco. Entonces aparece en escena Bob Morton (Miguel Ferrer), el creador de Robocop. Su plan era apropiarse de la inteligencia humana de un policía caído en servicio. Esto ocurre cuando el nuevo e idealista oficial Alex Murphy (Peter Weller) es abatido por una pandilla de asaltabancos lideraba por Clarence Boddicker (Kurtwood Smith), quien trabaja en secreto para Dick Jones. La fama como eficaz policía de Robocop logra que su creador sea ascendido rápidamente, pisándole los talones a Dick en la gerencia. Pero en este punto comienzan los problemas. La consciencia de Robocop despierta al atrapar a un miembro de la banda de asaltabancos que lo asesinó. El sujeto lo reconoce y le espeta que ellos ya lo habían eliminado. A esto se suma que su primera compañera de trabajo, la oficial Anne Lewis, lo reconoce y lo llama por su nombre: Murphy. Entonces, asaltado por ataques de pánico y de pesadillas, Robocop accede a una base de datos, investiga el pasado delictivo de sus victimarios y da con que el oficial Alex Murphy es ya un occiso. De esta manera, la película explora el conflicto de identidad que podría tener un ciborg —concepto inventado por el maestro del terror: Edgar Allan Poe—, un ser máquina-humano creado o complementado por piezas robóticas no solo físicamente, sino también psicológicamente.
Mientras tanto, Dick Jones, por intermedio de Clarence, asesina a Bob, con lo cual busca borrar del mapa a Robocop para así vender su armamento, sin importar que aquel sea eficiente. Más adelante, Murphy pasaría a la clandestinidad al intentar detener a Dick Jones: había recolectado la información necesaria para involucrarlo con las fechorías de Clarence. Así, el ciborg tiene decisión propia, libre albedrío que emana de su conciencia humana, de padre diligente y esposo abnegado, hombre idealista que, en oposición a la sociedad que debía cuidar, no se deja llevar por los aspectos materiales de la vida. El único bueno es él, dado que su creador no buscaba el bien, sino simplemente vender su proyecto a la nueva ciudad que se iría a erigir: también formaba parte del directorio que adrede había debilitado a la policía, provocando su entrada a la huelga. Buscaban reemplazar a los oficiales con robots o cyborgs que no necesitaran sueldos ni fueran vulnerables y pudieran aplastar, sin más, a los delincuentes. En otras palabras, el sueño de toda empresa o negocio.
El gran logro de los guionistas y del director holandés Paul Verhoeven, es que humanizan al personaje sin despojarlo de esa nueva identidad ganada al ser máquina. Es decir, creación auténtica, pues Robocop o Murphy tiene tanto de máquina como de ser humano: responde a órdenes específicas y no siente dolor físico, pero sueña, cuestiona y tiene un sentido del deber hacia la bondad, rezago de su conciencia humana que le produce, en ciertas ocasiones, un agudo dolor sentimental. Me queda en la mente aquella frase estremecedora dicha por él sobre su familia, cuando pasara a la clandestinidad y se escondiera de los hombres de Jones en una vieja fábrica: «I can feel them, but I cannot remember them».

El éxito de esta película, es decir, el impacto que tuvo en los espectadores, quedó demostrado con las sucesivas secuelas que de ella se hicieron: Robocop 2 y Robocop 3 y una serie que pasó sin pena ni gloria por la televisión. De más está decir que estas entregas son un fiasco que no le hacen justicia a la primera, pues en ellas se explota únicamente la acción con efectos especiales, dejando de lado lo más importante: la crítica social y los conflictos que el ciborg pueda tener; así, todo se resume a buenos contra malos, sin matices. Otra prueba fehaciente de éxito es el remake que en el 2014 se hizo, con actores consagrados como Michale Keaton, Gary Oldman y Samuel Jackson. La película no es un rotundo fracaso, como la mayoría de remakes en Hollywood (quizá el único caso que supera al original sea Cape fear de Martin Scorsese y Robert De Niro); no obstante, por ser un remake el tema pierde frescura y en su lucha por desarrollar más espacios que el original se diluye su esencia. Prueba de esto es que Robocop del 2014 aborda el tema familiar antes solo esbozado. Esto último sugería una profundidad que abría interrogantes y posibilidades distintas en la mente del espectador: ¿cómo sería la vida de un ciborg en el hogar? ¿cuál sería la reacción de su esposa y de su hijo? ¿tendrían las mismas metas que antes? Todas estas interrogantes que, como anoto, quedaban flotando en la interrogante del espectador, son respondidas en este remake de una manera, en mi opinión, poco convincente y esteriotipada. Además, la actuación de Welles y la dirección de Verhoeven son infinitamente superiores, lo que catapultaría a ambos a la fama.

domingo, 19 de febrero de 2017

"Relatos salvajes" o el homo sapiens sapiens del siglo xxi

Es la tercera vez que veo aquel film y mi entusiasmo, a diferencia de lo que podría suceder con la relectura de algunas novelas o el consumo de otras películas, continúa fortaleciéndose. En Argentina el trabajo de Damián Szifron, quien antes solo había escrito y dirigido cortos y series de televisión, ha causado un alto revuelo. Y no es para menos. Son seis historias sublevantes nacidas de la modernidad en el que el mundo entero vive. La primera reúne a un montón de conocidos, amantes y antiguos amigos de un tal Pasternac en un vuelo de avión. Cuando se descubre que todos los tripulantes conocen al piloto, justamente el tal Pasternac, el avión comienza a sufrir turbulencias sin que nadie pueda entrar a la cabina principal. Finalmente, el avión se estrella en la casa de dos ancianos cuando el que fue su siquiatra golpea la puerta y le insiste que en que ellos son inocentes; los verdaderos culpables son sus padres, precisamente tales ancianos. Rápidamente, nos enteremos de que fue atormentado por sus compañeros en el colegio, padeció la incomprensión de los profesores y, más adelante, sería apabullado por el juicio atroz de un crítico contra su trabajo como músico; por último, hasta su prometida terminó engañándolo con su mejor amigo.
Pero si solo nos centráramos en esa historia, no habría elementos que nos lleven a pensar que el film es sublevante y diríamos que aquel personaje sería, solamente, un desafortunado de la vida. No obstante, la segunda de ellas ya nos da las primeras pistas para colegir que, en realidad, el problema es la sociedad. Una antigua autoridad de un pueblo llega a un restaurante perdido en una carretera. De pronto, la mesera lo reconoce. A pesar del tiempo transcurrido, tiene grabado en la memoria su rostro y, en especial, su accionar: por su culpa su papá se suicidó, al ahorcar financieramente a su familia, e intentó seducir a su mamá a tal punto que tuvieron que abandonar su ciudad. Y lo que es peor, ahora el tipo quiere ser alcalde de un condado más grande. Todo esto la mesera le cuenta a la cocinera, una mujer madura, quien le propone envenenarlo y así colaborar con la limpieza del mundo. La mujer ya había estado en la cárcel y confiesa que ese aislamiento era mejor que estar de vuelta a la sociedad. Nuevamente, una historia que nos remite a aquella gran interrogante que Fedor Dostoiésvki propusiera en Crimen y castigo: ¿es válido pasar por encima de lo ético, de lo normativo, y asesinar a un ser hostil y miserable, cuya presencia solo contamina el entorno donde se desarrolla?
No obstante, es el tercer relato donde el infierno burocrático y las diferencias de clase desatan una mortal pelea. El dueño de un Audi manejaba plácidamente por la carretera cuando, en una curva, intenta pasar a un carro viejo y lerdo. El chofer de este último no lo deja avanzar y, adrede, le cierra el paso. Al dejarlo atrás, el dueño del Audi lo insulta y le muestra el dedo medio. Pero más adelante se le pincha una llanta y, mientras espera a que lo asista la grúa a la que llamó, lo alcanza el segundo chofer. La devolución al insulto es abruptamente desproporcional: el tipo le arranca una pluma del parabrisas, se lo raja a palos y finalmente lo mea. Vemos, en esta gran historia, que el inconformismo del pobre y la repentina posibilidad de desahogarse es brutal, lo mismo que la posterior respuesta del rico: ambas clases se miran de lejos y con odio (lo demuestra el insulto desde su carro, a sabiendas de que no podría alcanzarlo), y entonces el más mínimo roce se resuelve con encendidas agresiones y un desenlace mortal, totalmente atroz.
Los dos relatos que continúan son contundentes: el llamado “Bombita” y el del hijo de un ricachón que atropella a una mujer embarazada. En el primero, el protagonista de la historia es el muy talentoso actor Ricardo Darín, quien interpreta a Bombita, un ingeniero químico especializado en explosivos y demoliciones. El día del cumpleaños de su hija compra una torta, pero al volver al auto se da con la sorpresa de que la grúa municipal se la llevó al depósito. Convencido de que había sido un error (lo que efectivamente era cierto), exige las disculpas del caso y una respectiva indemnización por el dinero y el tiempo (esto último irreparable, pues se perdió el cumpleaños de su hija y su esposa, en un efecto dominó, acabaría pidiéndole el divorcio). Pronto, Bombita ha de caer en un infierno burocrático que le hace perder los estribos: ataca con un extinguidor la ventanilla donde lo atendía un burócrata. Es como si K. (el recordado héroe de El proceso y El castillo) y Karl Rossman perdieran los estribos y reaccionasen con furia ante el hilo infinito de los laberintos a los que se vieron compelidos. Al final, pese a que fue acusado de terrorista, Bombita termina siendo considerado un héroe por los ciudadanos: con su furibundo reclamo y desahogo las personas se sienten identificadas, pues no hay quien no haya sido víctima de la pilla burocrática. Y en la siguiente historia, la corrupción es el protagonista total. Un hijo de ricachón atropella y mata a una mujer embarazada, y echa a la fuga. Pero como era de dinero, y a sabiendas de que nadie lo había visto, sus padres le ofrecen al jardinero que asuma la responsabilidad y que diga que él manejó el carro, borracho. Le prometen medio millón de dólares, oferta que el hombre acepta. Llaman al abogado de la familia para que dirija el caso, pero cuando llega el fiscal algo sale mal: este se da cuenta de la celada y entonces tienen que negociar. Y es aquí donde la ambición y la corrupción se exhiben como dos ardientes soles. Al final los actores se revelan, en palabras del propio padre, como una “manga de buitres” y todos, desde el humilde jardinero, pasando por el fiscal y el opulento abogado, lo único que quieren es una tajada gorda.

El último relato —el de la pareja de recién casados—, sin embargo, lo encuentro sin muchos méritos y me parece que es porque se aleja de la temática que muy bien exhibió en las otras historias. Sin lugar a dudas, las mejores piezas son “Bombita”, “El más fuerte” y la historia del atropello. Se puede entender que la película parte de que el ordenamiento hace agua desde lugares, o situaciones, que deberían ser sus puntos más fuertes: el orden y celeridad en los procesos burocráticos. En lugar de restructurar y mitigar de base aquello, solo se oculta la superficie en un acto que se asemeja al de un perro persiguiendo su propia cola. Así, hay una relación lógica muy eficaz en cada historia: la sociedad, que “es una mierda” en palabras de la cocinera que envenenó al antiguo alcalde, concibe seres atormentados hasta la náusea por flagelos tales como la burocracia, la corrupción y las diferentes escalas. Relatos salvajes es, sin duda, un aporte vital que nos ayuda a entender al homo sapiens sapiens del siglo XXI y que teje un espejo de nosotros mismos a tal punto que, como aquel bárbaro ante la piel de un lago, terminamos espantados de nuestra propia imagen.

domingo, 12 de febrero de 2017

"Humillados y ofendidos" de Fedor Dostoievski

Tal parece que en esta genial novela de Dostoieveski, pero no tan comentada como Crimen y castigo o Los hermano Karamázov, no existen culpables. El príncipe, personaje ruin, volcán argumentativo que alimenta toda la historia, por propia iniciativa no genera el mal, sino que, como se lo confesara al joven escritor Vania, protagonista y narrador, en una entrevista, es simplemente honesto consigo mismo, con su carácter inalienable de ser humano. Él no cree en idealismos, en inspiraciones ni es afecto a nada espiritual. Y no cree porque no siente. Materialmente el amor, la bondad, la comprensión por el otro no toca el más duro de sus nervios, por lo que se entrega sin remordimientos a las más bajas pasiones que todo ser humano puede albergar.
De ahí que el príncipe se burle de la unión de su hijo Alíosha y Natasha. Materialmente, es una unión que no conviene. Ella es hija de administradores de tierras y él heredero de un príncipe. Su amor es absurdo, pues su unión no lleva a nada. Al final Alíosha es persuadido por su padre de la mejor manera: conociéndolo y, por ende, manipulándolo. Sabía que su hijo era bueno, pero no tenía voluntad, sus resoluciones son castillos de arena que la más leve resaca desmorona. Así, bastó que le presentara a Katia, la hija de la condesa, para que el lujo y confort de aquella vida desviaran el amor que sentía por Natasha, a quien nunca dejó de amar. Katia es buena y lo aprecia, pero Natasha comprende realmente su modo de ser, sus debilidades, y lo admite tal cual; es decir, ama hasta sus defectos. En cambio, Katia está atraída por su físico, por la buena posición que tiene su padre el Príncipe.
En este punto, conviene recordar cómo es que el príncipe se hizo de una gran fortuna si su ascendencia no formó parte de la realeza opulenta. Pues adquirió tierras, mejor dicho, las usurpó al viejo Smith, abuelo de Nelly —otro personaje humillado y ofendido—, al raptar a su hija, personaje que sí creía en el amor, en ideales. En aquellos tiempos de la Rusia zarista, el propietario de la tierra también era propietario de las almas que vivían en ella. Es decir, era dueño de los campesinos y su anterior ascendencia y posterior descendencia, trabajando para el señor a perpetuidad. Esto también aparecería en la obra de Tolstoi, tanto en Anna Karenina como en una de las mejores novelas escritas alguna vez La guerra y la paz, guerra por los intereses bélicos de los humanos y paz por sus nobles sentimientos que alcanzan protagonismo.

Pero, me parece, Dostoievski se muestra más ambicioso por momentos que Tolstoi, dada su capacidad para retratar con claridad la psiquis de sus personajes. Esto último es lo que perdurará en el tiempo y no el retrato congelado de Rusia antes de la Revolución Rusa. La geografía y nombre de personajes cambiará, pero los sentimientos humanos seguirán ahí, latentes, esperando que vuelvan a ser retratados. De pronto aparecerá el Príncipe, un ser calculador y frío. Actualmente existen muchos príncipes en el poder, en la política, personas que no creen en ideales ni en sentimientos. De pronto aparecerá Vania, un noble y joven escritor que no tolera las injusticias, que quiere vivir de un oficio que, en la mayoría de los casos, solo puede dar satisfacciones personales. De pronto aparecerá Nelly, una víctima del escarnio de la vida, inocente en el más amplio término de la palabra, su autodestructivo comportamiento se entiende a partir del aciago destino que el mundo le tenía deparado. De pronto aparecerá Natasha, una joven que, al igual que Vania, lo deja todo por el amor, se enamora perdidamente sin importar de quien; prueba de esto es que ame al hijo del Príncipe, sin importar que aquello lastime a sus seres queridos: sus padre. De pronto, vagando por las calles, alrededor de pequeños negocios, uno se puede encontrar con el viejo medio loco (escena con la que se abre el libro), la mirada perdida, taciturno y en harapos, con un perro a sus pies. También con el viejo Smith en una ciudad tan diferente a San Petersburgo, donde se habla un idioma tan distinto como el español, donde la gente tiene otras características físicas y donde ya han pasado más de doscientos años desde que Dostoievski publicara Humillados y ofendidos.

domingo, 29 de enero de 2017

"Muerte de Catulo", primer poemario de Marco Antonio Murillo

Decía Frederick Engels, el gran filósofo inglés, que sumergiéndose en la obra de Honoré de Balzac aprendió más sobre el impacto de la Revolución Francesa en la Francia de aquel entonces que leyendo libros de historia, más sobre el nuevo burgués y con, ello, la transformación de la sociedad del siglo XIX. Y es que la literatura, a diferencia de cualquier disciplina científica, tiene la capacidad de recrear y entender desde una ubicación privilegiada cualquier devenir que se quiera narrar: desde la solitaria vida de un individuo contemporáneo hasta la era arcaica grecolatina, por ejemplo, tanto en poesía y narrativa. Reflexionando sobre la historia, esta tiene que mantener cierta distancia con los hechos que analiza, para así sostener un tono objetivo sobre lo que va contando. En cambio, en la literatura uno puede romper esa línea de la fantasía con lo real y crear, en el amplio sentido de la palabra, un mundo que no obedece a ninguna regla, sino todo lo contrario.
Sin duda, esto sucede en Muerte de Catulo (2009) primer libro del poeta yucateco Marco Antonio Murillo, con el que ganó el premio Rosario Castellanos y actualmente becario para la fundación de las Letras Mexicanas. Por lo general, uno empieza a escribir sobre su tiempo y en ello desfilan los recuerdos de infancia, de adolescencia, primeros amores y la partida de algún ser querido, como puntos de quiebre o heridas sobre las cuales la escritura busca ser cicatriz. Murillo también toma este inicio, pero de una manera diferente: aquellos sentimientos o situaciones mencionadas aparecen a través del personaje Catulo, uno de los poetas más importantes de la época de oro romana. Por ejemplo, enfoquémonos en el siguiente poema: “A fin de cuentas, las palabras escritas en los muros/ terminan borrándose/ por el sol y nuestros ojos; ya sólo queda/ devolver en ruinas/ todas aquellas cosas que nombramos./ Al amarte, yo mismo me he nombrado”. Sin mencionarla, Lesbia está presente en estos versos, aquella amante que le causara tantos dolores a Catulo. Así, el tema del amor aparece, más claramente, en “al amarte, yo mismo me he nombrado”. Siguiendo la ilación de las líneas precedentes, el poeta al entregarse al amor, a ese terrible amor, se destruye, pues todo lo nombrado —como una manera nostálgica de tratar de evocar, sino ya revivir, lo que el tiempo ha arrebatado— por las palabras se ha perdido. El antiguo imperio, sus peristilos y pilastras dóricas, sus atrios y salones, son ahora escombros que el ejercicio de la poesía trata de dar vida nuevamente. Lo mismo ocurre con Catulo: al nombrarse es porque, igual que su antigua ciudad, es escombros.
Los siguientes versos toman la posta de la cita previa: “Pero ¿a quién engañar? Lesbia lo sabe./ Ella ha leído en periódicos y muros,/ e incluso de la boca de otros amantes,/ cada una de esas líneas,/ y no le importa quién las escribió”. Quien escribe esas líneas es, indudablemente, Catulo. Pese a ello, pese a que la inspiración ha venido de Lesbia, a ella no le importa. La autoproclamación de ser ruina ahora está ejemplificada en esta nueva cita y refleja muy bien lo que el poeta debió sentir ante la indiferencia de su amada, además de ser una ventana que nos deja vislumbrar ese sentimiento tormentoso al leer “de la boca de otros amantes”. Notemos que todo el poema está escrito en primera persona, lo que es una manera de darle voz al poeta latino y acercarse más a su dolor y a ese mundo de desventuras.
Pero no solo aquel amor autodestructivo desfila por los versos de Murillo. Una colosal nostalgia se puede leer en la siguiente cita: “Cuánto me entristece ver que esta mañana en la ciudad derrumban/ las últimas estatuas para levantar rascacielos, árboles que no/ darán fruto sino sombra”. La voz de Catulo, gracias a la poesía, puede proyectarse en el tiempo y contemplar los cambios que hay en torno, y sobre, su antigua ciudad, cuyas crónicas “hoy son el único documento que ha/ quedado”. Una vez más, la escritura, como una forma de mencionar o cantar lo perdido es lo único que ha podido dejar testimonio y recordar la antigüedad. Aquel pasado, en contraste con la modernidad está muy bien expresada en la siguiente estrofa: “Cuánto me entristece ver que el amor, el odio, y otros grandes/ sentimientos y palabras son sólo envolturas, colillas que se/ amontonan en las acequias”. Quizá el amor y el odio hayan sido los motores de las grandes historias épicas, como núcleos de los cuales se desprendían otros. Solo la Ilíada tiene de eje central el rapto de Helena, una historia de amor que oscila entre el odio y en la que se desprenden otros sentimientos, como el honor, muy importante entonces. Pero parecería que la actualidad (“envolturas, colillas que se/ amontonan en las acequias”) supone una pasividad y frustración que ya no concibe grandes epopeyas. Será por eso que ante ese pasado perdido, el oficio de la escritura cae como un reproche: “En contra del presagio de los profetas, ves arder tu casa, sus cenizas/ también se perderán en la noche de los siglos./ Cuánto me entristece verte escribir con un dedo al aire creyendo/ que al final podrás salvarte del fuego”. Aquellos últimos versos, están escritos en segunda persona, lo que constituye un llamado de atención de Catulo a sí mismo, una forma de preguntarse, pesimistamente, si valió la pena haber cantado.

Pero el poema que condensa mejor la temática de Muerte de Catulo, podría decir, es el siguiente: “Lo escribo no/ para que me admiren/ las generaciones/ que vendrán./ Tampoco para amarte/ cuando ya me haya ido./ Sino para que el tiempo/ el tiempo/ que logré derrotar/ después de treinta y tres años,/ se detenga, y los días/ que sigan a éste, siempre/ sean el día de hoy”. La escritura se erige como una lucha contra el tiempo, una lucha por sobrevivir a él y construir un gran artefacto incólume al paso de los años. Si el imperio, como la cuna de la civilización por aquel entonces, y el amor, como la fuerza pasional que hace feliz o infelices a las personas, han sucumbido al tiempo, la escritura parece resistir. Si pensamos en que Catulo sigue siendo un clásico, por ende, un referente mundial, tenemos que darle la razón. Aquello parece confirmar, recordando a Kafka y a Pessoa, por ejemplo, que la literatura es un oficio póstumo. Murillo con Muerte de Catulo ha podido completar esa vida —con un notable juego de voces que mezcla la primera, segunda y hasta tercera persona— de treintaitrés años que dejó un legado que sobrevive.