domingo, 21 de enero de 2018

La utopía de la condición humana en "La posibilidad de una isla"

No sorprende que Michel Houellebecq experimentara con la forma al escribir La posibilidad de una isla. En sus entregas anteriores —las mismas que he comentado en esta modesta tribuna— la historia se cuenta en una sola voz y con un desarrollo lineal, de principio a fin, sin digresiones o focalizaciones que nos transporten a otro escenario y tiempo. Es, finalmente, con esta cuarta novela que el escritor francés apuesta por ampliar su poética y, así, intercala la narración de Daniel1 con la de Daniel24 y, posteriormente, Daniel25. El efecto buscado, y logrado hasta cierto punto, es el siguiente: el contraste de una raza ya extinta, la humana, con una mejorada, la neohumana. Serían los danieles vigésimos los seres superiores: sus voces son lúcidas, analíticas y dueñas de un conocimiento profundo sobre el espíritu humano, pues gracias a los avances de la ciencia han roto sus ataduras mundanas y, por fin, suprimido sentimientos como el de la soledad, la muerte y, en especial, la angustia por el sexo. De esta manera, el autor de Sumisión desarrolla el cabo suelto que dejó en Las partículas elementales: hacia el final nos enteramos que la novela es una prueba fehaciente del sufrimiento humano, sufrimiento que es contado por una raza superior. Lo mismo ocurre en esta entrega, solo que las voces son intercaladas, se pone más énfasis en la ciencia y se presenta a los lectores un posible escenario futurista.
Asistimos a la historia de Daniel, el ancestro de los neohumanos y comediante que se volvió millonario al escribir guiones de cine políticamente incorrectos y provocadores, donde, por ejemplo, se burlaba de los musulmanes, coqueteaba con el racismo y banalizaba la vida en general. Sus cintas —pues también incursionó en el cine— y números más exitosos eran los que destrozaban cráneos de bebés recién nacidos y desviaciones como el incesto y la pedofilia se recibían bien en un país ficticio. Su éxito se basaba en la crueldad contra el otro, lo que el mismo personaje admite. Así, solo le daba al público lo que realmente quería. Lo que llamaba más su atención era que sus alucinantes proyectos de películas sean celebrados por el público en Francia y en algunos países de Asia. Pero el meollo del asunto no está en su trabajo, sino en su relación que tiene con las mujeres que marcaron su vida: su exesposa Isabelle y su amante Esther. Es por ello que los episodios sobre su oficio no conectan del todo con la historia en general. Lo más relevante, al respecto, es que es millonario y que a raíz de ello tiene tiempo para pensar y observar lentamente el paso de la vida. La mirada fría, y nihilista, que tiene Houellebecq sobre las personas se repite aquí: ideas sobre la decadencia física, el dolor de estar solo y la lucidez de advertir todo ello reaparecen a la luz de la religión y la tecnología, esta vez.
Respecto a los personajes femeninos, Isabelle se muestra un tanto acartonado en lugar de tener naturalidad. Por ejemplo, es muy consciente de la decadencia de su cuerpo, contrario a lo que se podría esperar del accionar de algunas mujeres. Es decir, simplemente renuncia a luchar contra el tiempo y, cuando se sabe vieja, se aparte definitivamente de Daniel. Ni siquiera el don de la compañía, dejando atrás el sexo, logra mantenerlos unidos y al final la relación se rompe. Es ahí cuando Daniel conoce a Esther y pierde la razón por ella. El hombre, advierte el narrador, jamás renuncia al deseo con los años y se sigue sintiendo lozano. Es por ello que la belleza se ata siempre a la juventud, es por eso que su matrimonio se terminó y es por eso que, condenado al dolor, el idilio con Esther es efímero y condenado a un doloroso fracaso, pues su vejez y el egoísmo del amor no son compatibles con una mujer de veintidós años y libre de aquellos sentimientos de dependencia —quizá por su juventud.
Pero lo que sí está muy bien construido es lo referente a los elohomitas, justamente el tema de la religión. Daniel, en su casa de verano en España, conoce a unos vecinos que lo introducen a la secta elohomita. Y creo que esto es lo más resaltante de la novela, ese acercamiento a la fe producto de la desesperación de los seres humanos, desesperación originada por la brevedad de la existencia. Los elohomitas, a diferencia de todas las demás religiones, amparan su creencia en la ciencia humana, es decir, en algo concreto, palpable y posible. La vida eterna no es ofrecida en otro reino, sino aquí mismo, en el planeta Tierra. Pero a diferencia de alguna otra utopía, los elohimitas no buscan erradicar las iniquidades de los órdenes sociales. Houellebecq, fiel a Schopenhauer, propone que el sufrimiento humano viene del mismo ser humano y no podrá ser superado por ninguna justicia social. La desesperanza es inherente y concomitante a la raza humana y tiene su fuente en lo que señalaba líneas arriba: la angustia del sexo, el miedo a la soledad, el no soportarse a sí mismo y el deterioro de la juventud. Es por ello que los elohimitas, mediante la creación de neohumanos, proponen el mejoramiento o superación de la raza humana. Y esto solo se logra gracias al avance de la tecnología. Es así que la conciencia, huésped del cuerpo, existirá para siempre, pues se clonará infinitamente al primer ancestro, en este caso a Daniel1. No obstante, aquel cuerpo o soporte físico es superado: ya no se doblega ante los placeres carnales, solo se alimenta de cápsulas minerales y, como es inmortal, no tiene miedo a la muerte.
No obstante ello, el mensaje final es de desolación. Pese a que los neohumanos han conseguido vivir en armonía, la raza humana ha perecido y, ahora, los restos de su civilización es habitada por los salvajes, donde el placer y la supervivencia son sus cavernícolas móviles. Los neohumanos, aislados del mundo, han visto la decadencia de los humanos. Su tranquilidad, y aquí viene el mensaje de desolación, se ha convertido en sufrimiento: aburridos de sí mismos, atrapados en sus conciencias, sus vidas transcurren con la trascendencia de un mosquito. Es por ello que al final de la novela uno de los descendientes de Daniel1 abandona su refugio y sale a conquistar el mundo, sale a vivir: recorre ciudades destruidas y se topa con especímenes hembras de los salvajes, sin entender a ciencia cierta qué es lo que debía de hacer ante un ofrecimiento de sexo.

Definitivamente, La posibilidad de una isla constituye la propuesta más arriesgada de Michel Houellebecq. Pese a sus logros no la recomendaría a algún lector que quiera iniciarse en el universo del escritor francés: por momentos se apoya demasiado en un conocimiento científico y la angustia de su personaje, Daniel1, se presta para aplicar la fórmula “pobre rico”, pues la opulencia lo ha despojado de un móvil supremo en los seres humanos: la necesidad de subsistencia. Es el tedio, entonces, que devora a su protagonista y lo obliga a vagabundear. En ese sentido, sus entregas anteriores son más contundentes: sus personajes, además de batallar por su subsistencia, deben afrontar la angustia del sexo, el miedo a la soledad y desamparo a la muerte, temas que siempre aparecen en Houellebecq y que le sirve muy bien para describir no solo la sociedad francesa, sino el mundo entero. Para terminar, quizá podamos encontrar puntos en común con el existencialismo sartreano y con el de Camus, pues sus personajes, como los del autor de Ampliación del campo de batalla, no encuentran un lugar en el mundo y perecen por una absurda inercia. Pero mientras Sartre y Camus escribieron La náusea y El extranjero, respectivamente, como una lección suprema de qué es lo que pasaría si perdemos el norte y no asumimos por completo la responsabilidad de nuestra libertad, bien supremo del hombre, en Houellebecq no hay lección alguna: este es pesimista, nihilista y lo que describe no podrá ser atenuado ni mucho menos superado por ninguna ideología. No hay escapatoria ni para los neohumanos, quienes al final de la novela, e imitando el error de los humanos, salen a recorrer al mundo como si este tuviera algo que ofrecerles. 

domingo, 7 de enero de 2018

Manuel Scorza, el Visible

Desde esta modesta tribuna ya había señalado algunas de las bondades de Redoble por Rancas, la opera prima en narrativa de Manuel Scorza: el canto coral en la prosa que logra representar la conciencia de la comunidad y el elemento añadido que deshumaniza (por ejemplo, el juez Montenegro) y vuelve animados objetos inanimados (por ejemplo, el crecimiento del Cerco). Ahora, en Historia de Garabombo el invisible, Scorza apela a otras herramientas narrativas para no repetirse y, más bien, amplía su poética. Estas líneas son otro granito de arena por recordar a ciertos autores olvidados, cuyas obras, décadas atrás, se editaron en grandes cantidades. Incluso, el autor de La tumba del relámpago fue entrevistado por la televisión nacional española en los sententas, programa al que también asistieron escritores de la talla de Juan Rulfo, Ernesto Sábato y Miguel Ángel Asturias. 
Seguimos en el mismo escenario y línea de tiempo, Cerro de Pasco a inicios de los sesentas, pero ahora en la comunidad de Chinche. El protagonista es Garabombo, el Invisible, o Fermín Espinoza, quien reclama la tierra no para los hacendados, sino para los comuneros: finalmente, han encontrado los títulos de propiedad que el entonces virrey de 1711 le otorgó a la comunidad. El conflicto se desata cuando los poderosos desconocen aquello y argumentan, a su favor, que el presidente Augusto B. Leguía derogó todo título anterior a 1924, año en que se emitió los que tendrían en adelante vigencia. La comunidad, liderada por Garabombo, está harta de los abusos y los hacendados de que su status quo sea amenazado. El conflicto es inminente. Pues bien, para contar esta segunda historia de resistencia, rebelión y fracaso Scorza apela a la metamorfosis de dos personajes, uno principal y otro secundario.
El principal, evidentemente, opera sobre Garabombo: de repente se volvió invisible y puede pasearse frente a las guardias de asalto sin ser detenido ni, mucho menos, capturado. Lo que es más, su invisibilidad también sucede frente a los hacendados y sus caporales, y aún en Lima adonde viajara para denunciar los abusos de la hacienda Chinche. El mecanismo es el siguiente: sus justos reclamos no son oídos por los poderosos, por ende es invisible, transparente, no perceptible. Y esto es tomado literalmente en el universo que nos presenta la novela, además de combinarse con el vaticinio de los sueños y el poder hablar con los caballos, habilidades de algunos personajes. Aquello da licencia para hacer invisible al Invisible. Lo mismo ocurre con el niño Remigio, personaje secundario muy bien aprovechado en la historia. De pronto los poderosos, entre ellos el juez Montenegro, deciden jugarle una broma: una mañana lo saludan y lo incluyen en su círculo social. A raíz de tal hecho, el niño Remigio sufre una metamorfosis que lo embellece: antes feo, ahora las mujeres se pelean por bailar con él y la comunidad, en general, quiere estar cerca y colmarlo de presentes.
Pero aquellos estados desaparecen cuando llega el momento de la batalla. Garabombo deja de ser invisible al constituirse en una amenaza palpable para los hacendados y, con su intención de tomar las tierras para la comunidad, también para el Estado y sus presentantes (el juez Montenegro y sus secuaces). Lo mismo ocurre con el niño Remigio: descubierta la celada que le tendieron para entretenimiento de los poderosos, abandona la comunidad. Convertido en el hazmerreír de todos, el día de su supuesta boda con la niña consuelo nadie asiste, ni siquiera la novia: los prestigiosos invitados y las altas autoridades brillan por su ausencia y, de pronto, ese buen renombre que tenía al haberse acercado al poder se esfuma. Es así que vuelve a ser el Feo Remigio.
Otra diferencia con Redoble por Rancas es que Scorza incluye diferentes textos que dan cierto toque inédito a la historia, como las cartas que el niño Remigio escribe, los comunicados oficiales del Gobierno, los comunicados oficiales de la hacienda, las notas de prensa sobre el inminente conflicto y, previo al largo capítulo de la batalla, una breve recopilación de los mitos andinos en Dioses y hombres de Huarochirí. Es decir, Scorza juega con la información objetiva, incluyéndola como apéndice de la ficción, de modo que atrapa la atención del lector al convencernos de que estamos ante una historia que sucedió de verdad en la vida real.

En resumidas cuentas, la segunda novela de la saga La guerra silenciosa, sumando y restando, es otro buen libro, aunque no a la altura de Redoble por Rancas. Por momentos le pasa lo mismo que a muchas novelas: acumula varias páginas que circundan la historia principal en vez de atravesarla por su centro y desarrollarla. Por otro lado, aparecen personajes de la primera entrega, como el Abigeo y el Ladrón de Caballos. Precisamente, este último convence a los equinos de sumarse a la rebelión de los campesinos, y al primero lo asaltan imágenes de sangre en sus sueños, como una premonición. Finalmente, por sobre la transformación de los personajes —que constituye un cráter argumentativo: a partir de tales fenómenos el autor engrosa el libro, no obstante, resulta un tanto previsible aquel dispositivo— y ese estilo que rezuma un tono en primera persona, como una crónica de alguien que, evidentemente, no es de Chinche, está el muy logrado uso del lenguaje. Hay un ritmo, una sonoridad y una creación de símiles y metáforas que se convierten en lo más atractivo de la novela, además de las escenas de fantasía que constituyen respiros frente a lo real. Así, a la búsqueda de esas sentencias y oraciones rebosantes de poesía es que uno termina de leer las trescientas páginas del libro.