Decía
Frederick Engels, el gran filósofo inglés, que sumergiéndose en la obra de Honoré
de Balzac aprendió más sobre el impacto de la Revolución Francesa en la Francia
de aquel entonces que leyendo libros de historia, más sobre el nuevo burgués y
con, ello, la transformación de la sociedad del siglo XIX. Y es que la
literatura, a diferencia de cualquier disciplina científica, tiene la capacidad
de recrear y entender desde una ubicación privilegiada cualquier devenir que se
quiera narrar: desde la solitaria vida de un individuo contemporáneo hasta la
era arcaica grecolatina, por ejemplo, tanto en poesía y narrativa. Reflexionando
sobre la historia, esta tiene que mantener cierta distancia con los hechos que
analiza, para así sostener un tono objetivo sobre lo que va contando. En
cambio, en la literatura uno puede romper esa línea de la fantasía con lo real
y crear, en el amplio sentido de la palabra, un mundo que no obedece a ninguna
regla, sino todo lo contrario.
Sin duda, esto
sucede en Muerte de Catulo (2009)
primer libro del poeta yucateco Marco Antonio Murillo, con el que ganó el
premio Rosario Castellanos y actualmente becario para la fundación de las
Letras Mexicanas. Por lo general, uno empieza a escribir sobre su tiempo y en ello
desfilan los recuerdos de infancia, de adolescencia, primeros amores y la
partida de algún ser querido, como puntos de quiebre o heridas sobre las cuales
la escritura busca ser cicatriz. Murillo también toma este inicio, pero de una
manera diferente: aquellos sentimientos o situaciones mencionadas aparecen a
través del personaje Catulo, uno de los poetas más importantes de la época de
oro romana. Por ejemplo, enfoquémonos en el siguiente poema: “A fin de cuentas,
las palabras escritas en los muros/ terminan borrándose/ por el sol y nuestros
ojos; ya sólo queda/ devolver en ruinas/ todas aquellas cosas que nombramos./ Al
amarte, yo mismo me he nombrado”. Sin mencionarla, Lesbia está presente en
estos versos, aquella amante que le causara tantos dolores a Catulo. Así, el
tema del amor aparece, más claramente, en “al amarte, yo mismo me he nombrado”.
Siguiendo la ilación de las líneas precedentes, el poeta al entregarse al amor,
a ese terrible amor, se destruye, pues todo lo nombrado —como una manera
nostálgica de tratar de evocar, sino ya revivir, lo que el tiempo ha
arrebatado— por las palabras se ha perdido. El antiguo imperio, sus peristilos
y pilastras dóricas, sus atrios y salones, son ahora escombros que el ejercicio
de la poesía trata de dar vida nuevamente. Lo mismo ocurre con Catulo: al
nombrarse es porque, igual que su antigua ciudad, es escombros.
Los siguientes
versos toman la posta de la cita previa: “Pero ¿a quién engañar? Lesbia lo
sabe./ Ella ha leído en periódicos y muros,/ e incluso de la boca de otros
amantes,/ cada una de esas líneas,/ y no le importa quién las escribió”. Quien
escribe esas líneas es, indudablemente, Catulo. Pese a ello, pese a que la inspiración
ha venido de Lesbia, a ella no le importa. La autoproclamación de ser ruina
ahora está ejemplificada en esta nueva cita y refleja muy bien lo que el poeta
debió sentir ante la indiferencia de su amada, además de ser una ventana que
nos deja vislumbrar ese sentimiento tormentoso al leer “de la boca de otros
amantes”. Notemos que todo el poema está escrito en primera persona, lo que es
una manera de darle voz al poeta latino y acercarse más a su dolor y a ese
mundo de desventuras.
Pero no solo aquel
amor autodestructivo desfila por los versos de Murillo. Una colosal nostalgia
se puede leer en la siguiente cita: “Cuánto me entristece ver que esta mañana
en la ciudad derrumban/ las últimas estatuas para levantar rascacielos, árboles
que no/ darán fruto sino sombra”. La voz de Catulo, gracias a la poesía, puede
proyectarse en el tiempo y contemplar los cambios que hay en torno, y sobre, su
antigua ciudad, cuyas crónicas “hoy son el único documento que ha/ quedado”.
Una vez más, la escritura, como una forma de mencionar o cantar lo perdido es
lo único que ha podido dejar testimonio y recordar la antigüedad. Aquel pasado,
en contraste con la modernidad está muy bien expresada en la siguiente estrofa:
“Cuánto me entristece ver que el amor, el odio, y otros grandes/ sentimientos y
palabras son sólo envolturas, colillas que se/ amontonan en las acequias”.
Quizá el amor y el odio hayan sido los motores de las grandes historias épicas,
como núcleos de los cuales se desprendían otros. Solo la Ilíada tiene de eje central el rapto de Helena, una historia de
amor que oscila entre el odio y en la que se desprenden otros sentimientos,
como el honor, muy importante entonces. Pero parecería que la actualidad
(“envolturas, colillas que se/ amontonan en las acequias”) supone una pasividad
y frustración que ya no concibe grandes epopeyas. Será por eso que ante ese
pasado perdido, el oficio de la escritura cae como un reproche: “En contra del
presagio de los profetas, ves arder tu casa, sus cenizas/ también se perderán
en la noche de los siglos./ Cuánto me entristece verte escribir con un dedo al
aire creyendo/ que al final podrás salvarte del fuego”. Aquellos últimos
versos, están escritos en segunda persona, lo que constituye un llamado de
atención de Catulo a sí mismo, una forma de preguntarse, pesimistamente, si
valió la pena haber cantado.
Pero el poema que
condensa mejor la temática de Muerte de
Catulo, podría decir, es el siguiente: “Lo escribo no/ para que me admiren/
las generaciones/ que vendrán./ Tampoco para amarte/ cuando ya me haya ido./ Sino
para que el tiempo/ el tiempo/ que logré derrotar/ después de treinta y tres
años,/ se detenga, y los días/ que sigan a éste, siempre/ sean el día de hoy”. La
escritura se erige como una lucha contra el tiempo, una lucha por sobrevivir a
él y construir un gran artefacto incólume al paso de los años. Si el imperio,
como la cuna de la civilización por aquel entonces, y el amor, como la fuerza
pasional que hace feliz o infelices a las personas, han sucumbido al tiempo, la
escritura parece resistir. Si pensamos en que Catulo sigue siendo un clásico,
por ende, un referente mundial, tenemos que darle la razón. Aquello parece
confirmar, recordando a Kafka y a Pessoa, por ejemplo, que la literatura es un
oficio póstumo. Murillo con Muerte de
Catulo ha podido completar esa vida —con un notable juego de voces que
mezcla la primera, segunda y hasta tercera persona— de treintaitrés años que
dejó un legado que sobrevive.
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