domingo, 17 de noviembre de 2019

Parasite de Bong Joon Ho


Quizá desde el neorrealismo italiano no veía una película tragicómica tan lograda. Recuerdo, por ejemplo, Feos, sucios y malos (1976) de Ettore Scola, rodada en una Roma de los años setentas, cuando la ciudad, en su crecimiento, empujaba a los pobres hacia las periferias y los obligaba a convivir sórdidamente en guetos. Lo extraordinario de aquella cinta es que sitúa lo jocoso y triste de los seres humanos como las caras opuestas de una única, e indivisible, moneda, ejemplo de cuánto puede denigrar la miseria y la ignorancia al ser humano. Igual que Scola, el director coreano Bong Joon Ho nos presenta una familia pobre —padre, madre, hijo e hija— del gran Seúl, desempleados y sin mayores herramientas para salir adelante en una sociedad sumamente competitiva, solo que los desenlaces son aún más desgarradores, pues exhiben, con sangre y aullidos, las contradicciones del sistema en que vivimos, es decir, las contradicciones de los pobres y los ricos.
En apariencia asistimos a un film cómico: el hijo de la familia, Kim Ki-woo —interpretado por Woo-sik Choi, quien también participara en otra estupenda película coreana: Train to Busan (2016)— se hace pasar por un alumno universitario para darle clases particulares de inglés a la hija de un matrimonio adinerado. Pronto, convence a la madre que contrate a una tutora para su hijo menor y esa tutora —quien, falsamente, tiene estudios de arte en una universidad de Chicago, Illinois— no es otra que Kim-ki Jung (interpretada por So-dam Park), su hermana. Así los hijos del matrimonio pobre, con engaños, son contratados por el matrimonio rico. Pero ahí no termina todo, de ahí lo cómico: pronto se las arreglan para hacer despedir al chofer y a la empleada y, en su remplazo, obviamente, se contrata a sus padres en tales oficios: su mamá como empleada y su papá —interpretado por un gran Kang-ho Song— como chofer. Y aquí es cuando la cinta da un giro tenebroso, que, también, la vuelve de suspenso y de terror.
Una noche en que la familia adinerada se va de viaje a un campamento, los Kim, dueños y señores de la casa, reciben a media noche la visita de la antigua empleada. El por qué regresa a la casa constituye la resolución del enigma del nombre de la película. Y también determina el fin de la comedia y la transformación hacia lo trágico. El tercer género, puente entre cómico y trágico, resulta el terror y la película cierra con un thriller de acción, nada más y nada menos que cuatro géneros muy bien articulados en una sola película. Al final, los Kim, más allá de ser unos bribones —de allí que haga recordar a Feos, sucios y malos, donde el padre de aquella extensa familia vive de una pensión del gobierno, es adúltero y detesta a sus hijos—, en realidad es una familia que nació pobre y morirá pobre. Sin las oportunidades necesarias para asegurarse un futuro mejor, lo único que le queda es sacar provecho no solo de los ricos, sino de lo que puedan encontrar en su camino. La escena inicial de la película es reveladora: el papá Kim ordena que se dejen abiertas las ventanas del sótano donde viven, para que los gases de la fumigación municipal entren y maten sus propios insectos.
Finalmente, la diferencia, aquel contraste, se da ante un desastre natural: la lluvia cae sobre Seúl y, como siempre, los más afectados son los pobres. Aún en esas condiciones, sabiendo que son damnificados y que han perdido todos sus bienes, los Kim han de seguir jugando la farsa de que no han sido afectados y, por tanto, servir a sus patrones. Es decir, dos veces cae lo ominoso sobre ellos: primero por la naturaleza y segundo por la clase social a la que sirven y son humillados. Sintomático es que el papá Kim, hacinados con otros pobres en un gimnasio, le diga a su hijo que es mejor no hacer planes en la vida. Si uno no hace planes, nada puede salir mal (with no plan, nathing can go wrong) Es decir, si uno no trata de organizarse, no hay con qué contrastar los resultados que se obtuvieron al final de la jornada, lo que denota el conformismo y determinismo al que están compelidos los pobres.
En síntesis, Parasite es otra estupenda película coreana, cine que desde hace mucho tiempo ha adquirido una identidad en sus diversos directores: siempre hay sangre, sucesos inesperados y una crítica feroz al sistema capitalista en que todos nosotros vivimos. Otras películas coreanas muy recomendables son The Chaser (2008), Train to Busan (2016) y I Saw the Evil (2013).

domingo, 6 de octubre de 2019

Joker: entre el plagio y la creación

Iba rumbo al Guitar Center cuando de pronto, cruzando un puente que llevaba a otro vecindario, entre unos edificios mohosos y letreros parpadeantes, apareció una ciudad en miniatura, igual que el conocido artefacto de la caja china. El bus siguió su marcha, acercándose, y entonces distinguí que era el diseño de un cine antiguo, con una arquitectura que simulaba otra ciudad, como si el arte transportara a un lugar completamente diferente. De inmediato recordé que se estaba estrenando Joker (2019), así que sin pensarlo dos veces, dejándome llevar por un impulso, halé el cordón del bus y en el siguiente paradero eché a andar.
Pittsburgh está interconectado por puentes y puentes, pues brazos de mar cortan la ciudad igual que tijeras a una hoja de papel. El clima a comienzos de octubre es el mejor para caminar: todo lo necesario es una casaca ligera y no esos pesados abrigos que se usan durante los meses de diciembre y enero. Y a diferencia de Lima, esta ciudad en Pensilvania ha sabido mantener sus viejas construcciones y combinarlas con cierto toque de modernidad (en especial en las periferias, con los grandes supermercados), de modo que Pittsburgh mantiene sus cines antiguos en funcionamiento y no han sido degradados, como en nuestra capital, a la calidad de iglesias evangélicas o sórdidas discotecas.
Ah, qué placer el penetrar un cine vacío, sin colas en la boletería y sin nadie en los pasillos, continuar por las escaleras con el ánimo intacto, sin la sensación de que algún imbécil podrá arruinarte la película, feliz de poder buscar, las veces que quise, el lugar indicado y ahí quedarme. Los asientos vacíos hacían imaginar que uno llegaba tarde a una cita y que esa tardanza liberaba de una responsabilidad jamás buscada. Eran las tres de la tarde cuando la publicidad y el adelanto de otras películas cesaron y entonces comenzó Joker.
El personaje es ultra conocido y no necesita mayor presentación. Digamos, simplemente, que estamos asistiendo a uno de los tantos orígenes que el Joker ha tenido. Esta vez se lo presenta como alguien gris, pálido, miserable, sin los delirios de grandeza y paradigmas filosóficos que en otras películas ha tenido —como por ejemplo en la muy recordada The Dark Knight con Heath Ledger interpretando al Joker—, un pobre diablo con problemas mentales que cuida a una madre enferma y que se gana la vida como mal comediante. Es tan malo que trabaja en las calles para una agencia que, a su vez, contrata a otros payasos o jokers. Los problemas, como no se podía esperar más, comienzan cuando pierde su trabajo, lo que es el acta de nacimiento del villano. A su vez, sus crisis psiquiátricas se salen de control al cerrarse la oficina de apoyo social —donde su psiquiatra le daba altas dosis de calmantes— y entonces el Joker comienza a violar la ley. Pero en autodefensa al comienzo, pues los ataques que recibió, y que luego devolvió, fueron por su estatus de payaso y su condición de débil.
La película goza de un gran elenco. En primer lugar, el protagonista, encarnado por un veterano Joaquín Phoenix, un actor en su rol de apoyo como Robert de Niro y también Shea Whigham. No obstante, su punto de débil, muy débil diría, son las evidentes referencias a Taxi Driver (1976) y The King of Comedy (1982) sobre todo a la segunda película. Evidentemente, un guionista y director han de tener, como todo artista, sus influencies, sus creadores que a él, o ella, lo movieron a ser un creador también. El problema surge cuando, en vez de que sea una inspiración, las influencias de Martin Scorsese y Paul Zimmerman se vuelven repeticiones sin mayores aportes o cambios que nos hagan pensar que se procesó lo aprendido por aquellos maestros y no simplemente se reprodujo técnicas y lenguaje cinematográfico. Lo que, lamentablemente, sucede con Joker.
De Taxi Driver han tomado ese New York caótico y violento, donde usar armas y asesinar personas se mezcla con lo cotidiano de viajar en el subway, cenar en un restaurante o andar por las calles. Es imposible no encontrar referencia en la escena donde Joker juega con una pistola y apunta a las paredes, al suelo, al techo y, a la vez, está con el dorso desnudo, justo como en Taxi Driver, en la ultra famosa escena en que Travis Bickle prueba sus pistolas ante el espejo e improvisa “Are you talking to me?” Podemos decir que tales elementos sí han sido procesados y se creó algo original. En cambio, en lo que respecta a The King of Comedy, no. Aquí la copia es evidente: al igual que Rupert Pupkin con Jerry Langford, Arthur Fleck (Joker) admira a Murray Frankin (Robert De Niro); al igual que Pupkin, Arthur es un donnadie que sueña con aparecer en el programa de Frankin; al igual que Pupkin, Fleck tiene una novia negra y una madre enferma; al igual que Pupkin, Arthur hace sufre el rechazo de su héroe… y así podríamos seguir enumerando las repeticiones que aparecen en Joker. Incluso, lo que constituye ese grave punto débil líneas arriba señalado, los recursos cinematográficos son los mismos: se presenta al espectador la fantasía del personaje como si estuviera en el marco de la realidad. E igual que en The King of Comedy el aspirante a comediante en Joker consigue sus quince minutos de fama al presentarse en el programa estelar de su ídolo. Y así, todos los patrones de aspirante-ídolo o de alumno-maestro se repiten de manera no análoga, sino igual, lo mismo con el lenguaje cinematográfico: las fantasías que tiene Arthur en su casa con conocer a Murray —los diálogos que memoriza y las impresiones que cree causar en la audiencia—, se reproducen con los mismos recursos cinematográficos que Scorsese usó para Rupert Pupkins.
Pese a esta gran debilidad —si se me permite el uso del oxímoron—, la película logra sostenerse por la extraordinaria actuación de Joaquín Phoenix y por lo mejor: la sana influencia de Taxi Driver. Decíamos que ese New York caótico ha sido procesado y ampliado, pues en Joker la ciudad está a punto de sublevarse: las personas están hartas de que los políticos no solucionen los problemas cotidianos, de que roben y sean millonarios sin ningún desparpajo. Finalmente, este Joker se presenta como una víctima de la sociedad, alguien que sufrió los propios vejámenes de su madre y que nadie protege ni brinda cobijo, justo como Travis Bickle, un excombatiente de Vietnam que, de vuelta a la sociedad que protegió, no encuentra su lugar y vive enajenado. De ese personaje han tomado el aislamiento y la insanía que aquello genera en todo ser humano. Los pensamientos malignos que acosan a Travis se reproducen en Arthur (o Joker) de una manera irreprimible. Y al final, tras consumar sus crímenes, ambos reciben el apoyo de la ciudadanía, de un New York y ciudad Gotham tomado por drogadictos, malhechores, chulos, dealers, prostitutas y gobernantes corruptos —recordemos que en Taxi Driver se están dando elecciones y en Joker pesa la figura de los políticos, en especial de Thomas Wayne, padre de Bruce Wayne. Si el Joker de Heath Ledgar lo volvió más real, sin tanto maquillaje y con una filosofía que justificaba su villanía, el Joker de Joaquín Phoenix es finalmente humano: solo una víctima que, al ponerse nervioso, no puede parar de reír y que por fin cobra venganza de sus agresores.
En resumen, Joker de Tod Phillips es un tributo al cine de un gran creador y al trabajo de un gran actor: Martin Scorsese y Robert De Niro, respectivamente. Por lo señalado antes, era imposible que De Niro no estuviera en la cinta: su papel, aunque referencial, es la evolución de Rupert Pupkins, pues el viejo Murray Franklin (incluso, la sonoridad de la pronunciación es similar) es ese joven Pupkins que, finalmente, logró la fama y el éxito y desterró a su maestro, Jerry Langford. Lo mismo sucede aquí: Joker mata a su maestro, sí, pero con esto sus caminos se vuelven divergentes respecto a sus referentes, lo que constituye el pequeño aporte de Phillips: si Pupkins se acomodó al sistema y pasó a ser Franklin, Joker no busca el acomodo, sino la insurrección y el derrocamiento. En ese sentido, y en fidelidad con el cómic, Batman sería el villano, pues protege una ciudad corrupta y tomada por el mal, sin saber, quizá, que su padre precisamente fue un agente de ello. Phillips en una entrevista (disponible en la página web imdb.com) menciona una seria de películas que influenciaron su producción. Olvidó mencionar After Hours (1985), ambientada en un New York laberíntico que termina engullendo a sus personajes, película cuya autoría es, evidentemente, también de Scorsese.

domingo, 15 de septiembre de 2019

Vestigios de Babel en Derrota de mar de Marco Antonio Murillo


El mito bíblico de la Torre de Babel, aquel que cuenta por qué los hombres se dividieron en distintas lenguas, está presente en la última entrega del poeta mexicano Marco Antonio Murillo. Como lector, no se puede dejar señalar aquella característica que recorrerá, de principio a fin, Derrota de mar con una diferencia, elemento añadido de la propia cosecha del autor.
Aquella proto lengua, perdida en el tiempo como un sueño olvidado, sería la poesía, el lenguaje único y arcaico que la ira de dios arrebató a la humanidad. Citemos algunos versos del primer poema (“Umbral”) que abre el libro y, con ello, le da su dirección: “Eso amarillo/ que era el lenguaje de todos los hombres/ y que al intentar hablarlo congelaba mi lengua./ Soñé con la poesía, /me dijeron que hablar de ella es quemarse las raíces /de la lengua”. Justamente, líneas arriba, señalábamos que aquel lenguaje original de todos los hombres es como un sueño olvidado y el verbo ‘soñar’ aparece en la cita. “Soñé con la poesía”, que no es otra cosa que soñar con ese lenguaje olvidado, pues buscarla es “quemarse las raíces de la lengua”. En otras palabras el sueño romántico, hasta platónico, de ver a la poesía, de finalmente tenerla, es tan esquivo como rastrear los orígenes y encontrar aquel lenguaje perdido, entendible a todos los hombres. Sintomático es que el poema que abre el libro se llame “Umbral”, como un asomo desde una puerta.
Ese espíritu inaprensible de la poesía, que es otra manera de formularse la pregunta qué es la poesía o dónde está la poesía, se ve materializada en la figura de la salamandra en el primer verso de “Umbral”: “Soñé con la poesía,/ la soñé pequeña y temblorosa como una salamandra”. Reflexionando en la figura de la salamandra, su principal rasgo es que aquel reptil es ágil, veloz, escurridizo y pequeño, es decir, de difícil contemplación y aun más difícil de capturar. Su presencia se la puede atisbar con el rabillo del ojo cuando pasa raudo. Del mismo modo la poesía: se la puede intuir, mas no capturar, ese je ne sais quoi de mystérieux en palabras de Baudelaire.
Pero no solo la salamandra representa la poesía. También están los pájaros. Recurrente es que se emplee la figura del pájaro en la poesía lírica. No obstante, Murillo le da, nuevamente, un giro de tuerca a aquel símbolo. Avanzando en el libro, podemos leer el siguiente poema en prosa: “Algún día preguntarás por cualquier ave y sabrás que nunca dijiste lo que en tu lenguaje querías nombrar. Pero lo escuchaste todo: los pájaros usan los oídos del hombre para comunicarse entre sí en un lenguaje transparente y sin palabras”. Así, la figura del pájaro, en lugar de aparecer como un elemento romántico, aquí se muestra como el heraldo de ese lenguaje fidedigno a todo hombre: en vez de incrustarlo o tenerlo cual representante de la naturaleza que enajena de poesía a la voz poética, el canto del pájaro sería ese lenguaje perdido.
De esta forma, sintomático es que el siguiente poema en prosa comience así: “el cuerpo de un pájaro es su propio canto”. Hay que reparar, no obstante, en que el canto del ave es el significante poético. Sencillo sería decir que el canto del pájaro, el sonido mismo, es la poesía. Aquello no sería más que resaltar la otredad o lo llamativo del otro, lo que podría equipararse a simplemente oír una lengua que desconocemos y dejarnos llevar por el ritmo del sonido. El canto del pájaro, nuevamente, es un significante poético, un referente o variable x que significa poesía: “los pájaros usan los oídos del hombre para comunicarse”. Si queremos más indicios de lo referencial —y hasta cierto punto anti romántico y anti lírico de la figura del pájaro— tenemos que pasar al siguiente poema en prosa: “pájaros. Los he visto extender las alas anchurosas. Los he visto ampliarse más que el canto del gallo que despierta al pueblo, o las aves migratorias, ligeros pilotos que miran en cada ciudad iluminada la guía de sus propias constelaciones. Pájaros. Abren sus alas y son más anchas y pesan más que mi canto”. Entonces, al mencionar a las aves en general, el pájaro se convierte en una metáfora, en un elemento que ya no lo hace literal ni decorativo, sino completamente referencial. Más aún, cuando la voz poética señala que su canto es más pesado que su propio canto. Y aquello no es otra cosa que el lenguaje perfecto del proto idioma.
Derrota de mar es otro muy buen libro de poesía de Marco Antonio Murillo, por esos giros a las imágenes decimonónicas que reinventan su significado, tal cual es el caso del pájaro, por citar un ejemplo. Del mismo modo, traza un paralelo entre la poesía y aquel lenguaje perdido para siempre que debió ser el proto idioma. Cabe resaltar que aquella temática no es el único hilo conductor del poemario: las secciones “Mar en junio” y “Homenajes y naufragios”, donde precisamente está el poema “Derrota de mar” que da título al libro, tienen como setting el mar, sus profundidades y sus costas, sobre todo su potencia e infinitud y esa sensación de libertad que se tiene al acercarse a sus orillas y contemplarlo, así como el imaginar los misterios que encierran sus vastas y oscuras profundidades, versos que dejan ver la influencia de Saint John Perse.

domingo, 18 de agosto de 2019

Perú tampoco da muchas oportunidades, una lectura de Japón no da dos oportunidades de Augusto Higa


Sorprende, al concluir la lectura, la poca recepción que ha tenido Japón no da dos oportunidades de Augusto Higa. Sorprende, digo, porque resulta uno de los libros más importantes que aparecieron en los noventas, pues explica aquel periodo. Doblemente vital, además, por la temática que expone: primero, Higa es descendiente de inmigrantes japoneses, lo que lo vuelve diferente tanto en Perú como en Japón; segundo, es un retrato fidedigno de las urgencias que el pueblo peruano padeció durante los años posteriores al gobierno de Alan García y en la dictadura de Alberto Fujimori, de tal modo que, a mi humilde entender, debería ser un libro de obligatoria lectura: ha sido concebido en el vientre de una nuestras más significativas crisis políticas y sociales.
Antes de seguir señalando algunas de sus cualidades, repasemos rápidamente su contenido. Augusto Higa, ante la crisis que se vivía en Perú, decide buscar suerte en el país de sus ascendientes: Japón. En sentido inverso, él vuelve al país del sol naciente con el fin de mejorar su calidad de vida. Atrás, en el Perú azotado por la pobre economía, las pandemias (recordemos la enfermedad del cólera) y los atentados terroristas de Sendero Luminoso y mrta, quedan su esposa y sus hijos. El sueldo de un profesor universitario, y de literatura, no es suficiente para sostener a una familia durante aquellos años de descomposición. Incapaz de salvar la barrera del idioma y de adaptarse, además, a la cultura de un país tan distinto como el Japón, al escritor Augusto Higa no le queda más que empleare de operario en las distintas fábricas que existen en un lugar altamente industrializado: como operario lo único que necesita es su fuerza de trabajo que vende, no al mejor precio, sino a las pocas, y desventajosas, opciones que le quedan. Se da, entonces, la enajenación del trabajo, pues aquello que construye no es suyo y pertenece a los dueños de las factorías.
Pero la operación no es tan simple como tomar un avión y arribar a Japón. Claro que no. Higa y un grupo más de “niseis” peruanos son llevados por la Shin Nihon, una agencia de trabajo que contrata mano de obra del Perú. El único requisito es ser descendiente de japoneses y aceptar los puestos que la agencia le pueda encontrar en las distintas fábricas. Y he aquí que comienza a darse la explotación del hombre por el hombre. La Shin Nihon costea los pasajes de avión Lima-Tokyo. Es decir, el trabajador apenas llega al Japón carga a cuestas una deuda que supera los dos mil dólares. La deuda adquiere caracteres kafkianos cuando el sueldo sufre una serie de descuentos por parte de la Shin Nihon: seguros contra accidentes elevados, pago por alojamiento (además de servicios de luz, agua y calefacción), arbitrios del Estado japonés y otros tantos inverosímiles como el impuesto al trabajo, por el simple hecho de trabajar. Todos estos descuentos alargan la deuda que tienen con la agencia al máximo, de tal forma que el empleado es irremediablemente explotado. Imposible entrar en razones con el dueño de la agencia o de apelar a la justicia japonesa: el idioma y el desconocimiento del lugar vuelve aquello imposible.
Por otro lado, el testimonio de Higa no solo es un recorrido por las fábricas y sus tareas del industrializado Japón. También, un manifiesto de lo insoportable que puede ser el ser humano cuando se lo tiene cerca y el egoísmo de nuestra especie en momentos difíciles. Aquello, inequívocamente, nos hace recordar a Jean Paul Sartre en su célebre obra teatral A puerta cerrada. En aquella pieza, el filósofo francés propone que el verdadero infierno no es el dolor del fuego infinito del infierno, sino la presencia humana, el convivir de unas cuantas personas en un reducido espacio. Lo que le sucede, en carne propia, a Higa. Nuevamente la agencia, para abaratar costos, instala en una casa a trece personas, lo que obliga a compartir espacios íntimos tales como los dormitorios y los baños. Y a fin de cuentas, aquel hecho de hacinamiento y convivencia forzosa, constituye el principal motivo por el cual Higa decide emprender la vuelta al Perú. Es decir, no fue la explotación ni el áspero clima de Japón, la nostalgia por la patria y los seres queridos, sino la convivencia con el otro.
Y aunque no estén desarrollados, como dijimos anteriormente, la crisis socioeconómica y política y el terrorismo son los que, a fin de cuentas, provocan la aventura de Higa en la tierra de sus ancestros. Y esto último es un elemento más que diferencia a la crónica de las historias de ficción: los temas o hilos conductores son ciertos y reales en la crónica, pues es cierto que Higa viajó a Japón y sufrió aquella experiencia, viaje que no necesariamente tendría que cumplirse en una novela.
Finalmente, Japón no da dos oportunidades es otro estupendo de libro de Augusto Higa que continúa dando en el centro de su poética: la enajenación. Extranjero en Perú por su apariencia física y apellidos, es decir, por su origen, al llegar a Japón sigue siendo el extranjero de siempre: no conoce el japonés ni su cultura, no tiene parientes ni mucho menos amigos. El tema de la enajenación está presente en La iluminación de Katzuo Nakamatsu y en Gaijin, dos de sus obras más celebradas. Lo mismo ocurre en Japón no da dos oportunidades, esta vez desde la crónica, lo que lo convierte en testimonio fidedigno de una de nuestras crisis más graves como nación, cuyas consecuencias las vivimos hasta ahora y seguirán presentes, infelizmente, por muchos años más.

domingo, 9 de junio de 2019

El mundo con Xóchitl


Miguel Gutiérrez, en su séptima novela, revive aquella Piura casi virreinal de inicios del siglo xx sepultada por la arena del desierto. Y del tiempo. Para ello cuenta la historia de amor de dos hermanos, Xóchitl y Wenceslao, hijos ambos de don Elías y Constanza, aquel un opulento señor de la tierra que le debe su dinero a su primera esposa, Mathilde, ya muerta cuando contrajo nupcias por segunda vez. Así, los hilos conductores de la novela son la relación incestuosa de los hermanos y el acenso económico de don Elías, también llamado el papá-abuelo, dado que siendo un anciano concibió a sus hijos en su último matrimonio.

Sostengo que la novela trata, principalmente, sobre el rescate de aquella Piura olvidada, pues es lo más logrado que se nos presenta a nosotros los lectores, pese a que propone otros temas siempre peliagudos, pero ambiciosos, en la literatura. Así, y para empezar, el prólogo del propio autor demuestra ello, pues Gutiérrez confiesa que siempre tuvo una deuda con el tema del incesto: “Esta historia de amor me rondó por muchos años sin que me atreviera a escribirla, no por autocensuras morales sino por inhibiciones artísticas”. Quizá no haya sido acertado colocar el prólogo al inicio de la novela, y menos aún confesar que hubo un temor respecto al desarrollo de la temática, temor que, con el correr de las páginas, parece justificarse.
¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura? De contar una historia, sería la respuesta colectiva en el caso de la narrativa. Pero aquello es insuficiente si no se toma en cuenta que la buena literatura nos rebela un mundo oculto a nuestra propia realidad, la que que nos acerca a los seres humanos y nos ayuda a entenderlos. Pensemos, por ejemplo, en una mundialmente famosa novela como Lolita de Vladimir Nabokov. Al igual que el incesto, la pedofilia es otro gran tótem abordado por la literatura. En ambos casos el romance, la historia de amor prohibida se diferencia de las demás precisamente por su carácter contra natura; es decir, el tratamiento ha de ser distinto, de otro modo, no estaríamos hablando de incesto o pedofilia. Gabriel García Márquez, por ejemplo, era consciente de ello y construyó, en Cien años de soledad, una historia irrepetible.
Me parece que, en este sentido, El mundo sin Xóchitl no acierta completamente al tratar de singularizar el amor de Xóchitl y Wenceslao. La prueba es que, si eliminamos el hecho de que sean hermanos, la relación se siente convencional, de hombre a mujer sin aquella prohibición que modificaría el romance. El mejor intento, en ese sentido, es el hermano menor, Papilio, quien por su defecto de nacimiento se proyecta como el fruto incestuoso. Esta falencia podría enlazarse con el odio que la pareja de hermanos sienten contra su propio padre: no se lo comprende, o justifica, del todo. ¿Solo por tratar de separarlos es el odio visceral que sentían contra el papá-abuelo? Si ellos sabían que su relación era prohibida, ¿entonces por qué odiarlo? ¿Se justifica que odien al hombre que les dio la vida y permitió que ambos existieran y se amaran?, son algunas de las preguntas que quedan flotando en memoria al no entender del todo la tirria insana que los adolescentes sentían contra su progenitor. Se entendería, pienso, si ambos hubieran amado a su madre y se hubieran indignado por cómo un anciano, gracias a su dinero, pudo casarse con una casi adolecente. Pero la pareja, nuevamente, tampoco siente amor por su madre. Es más, Xóchitl parece sentir celos por Constanza.
Lo que sí está muy bien retratado, en mi opinión, es la atmósfera, ya desaparecida, de la Piura de los años cuarenta: casonas, avenidas, teatros y cines que han sido derribados para dar paso a la Piura contemporánea que nada conserva de aquellos años señoriales. Otro logro son los personajes que habitaban tales escenarios, empezando por el propio Elías, Mathilde y los demás caballeros, tales como el señor Dumbar, el médico y el padrino de los adolescentes enamorados.
Sería mezquino no señalar las bondades que tiene la novela: el poder de conversión y escenificación de Gutiérrez al narrar. Es decir, en este sentido se siente un registro particular del personaje, de tal modo que convence al lector que quien escribe la historia, o sus memorias, es Wenceslao. En este punto, cabe señalar que se percibe a alguien joven y no al señor maduro de casi sesenta años que recuerda aquellos felices momentos. Lo mismo la escenificación, toda esa descripción de las casonas piuranas combinadas con las artes, con la ópera en especial, pues hay una cita profusa de cantantes de ópera a lo largo de la novela. Aquello no es meramente decorativo, pues logra insertarse en la esencia de la historia, de tal modo que impregna de un matiz particular y, en algunas cosas, es la batuta de ciertos acontecimientos.
En resumen, El mundo sin Xóchitl se presenta como una novela un tanto irregular, por los defectos y virtudes señaladas que conviven a la vez en el texto. Al final, el motivo de la novela es el ascenso social de don Elías a costa de Mathilde, su primera esposa. Gracias a ello, en el umbral de su vida, pudo casarse con la joven Constanza, madre de los enamorados incestuosos. Es decir, el gran villano de la historia es el papá-abuelo, pues finalmente se lo presenta como aquel joven, talentoso y culto, que poco a poco se hizo un espacio en la aristocracia piurana. A tal punto, robó el corazón de muchas mujeres y finalmente se casó con la más opulenta, de quien heredó toda su fortuna. Podría decirse que, esta mala decisión, es el leit motiv en sí: cómo un farsante logra su ascenso económico, social y cómo el cumplimiento de su capricho —casarse con la joven Constanza, alguien que, por sus juegos infantiles siendo adulta, no parecía mentalmente equilibrada— engendra tres inocentes que vivirán su suerte sin alguien que los cuide realmente. Fruto de ese azar e irresponsabilidad, es que se da el incesto y el último hijo, Papilio, nace con una deformidad. Esa intención sufre el matiz del arte, de lo señorial y de la técnica narrativa de presentarnos las memorias de Wenceslao como si realmente otra persona, ajena al autor, las contara. Por último, la novela quizá debió titularse “El mundo con Xóchitl”, pues son pocas las páginas en que no aparece. 

domingo, 3 de febrero de 2019

En el nombre de la rosa o en el nombre del conocimiento



La historia, así como el autor Umberto Eco, es archiconocida. Estamos ante una obra maestra de la literatura universal traducida, seguramente, a todos los idiomas del mundo. En una abadía, sito Italia del siglo xv después de Cristo, los monjes copistas, encargados de la reproducción de los libros, empiezan a morir uno a uno. Abone, el abad jefe, le encarga la resolución del misterio, es decir, dar con el asesino y el móvil de sus crímenes, a Guillermo, un antiguo censurador de la Santa Inquisición, quien felizmente ya está retirado de ese oficio. Aquel clérigo, de la orden franciscana, es conocido por su erudición y sus acertadas deducciones. En ese sentido, muy logrado es el primer capítulo del libro, cuando Guillermo, llegando a la abadía con su discípulo Adso, quien es el que cuenta la historia en primera persona y, obviamente, desde su punto de vista, le dice a unos monjes que buscaban un caballo perdido por dónde se había ido y hasta cómo se llamaba. Todo ello, gracias a sus perspicaces y rápidas deducciones.
Pero el abad no solo mandó a llamar a Guillermo para dar con el asesino. Más allá de eso, pronto iría a celebrarse una reunión en aquella abadía —tomada como terreno neutral— entre franciscanos y dominicos. Por aquellos años, la Iglesia, básicamente, se había dividido en esas dos facciones: franciscanos y dominicos. Para los primeros, la interpretación de los textos sagrados decía que Dios, por medio de Jesús, enseñaba que había que llevar una vida austera, donde la pobreza material sea inversamente proporcional a la riqueza espiritual; mientras que para los dominicos era lo contrario: no había problema en acumular riquezas. El papa Juan xxii era de esta postura y, así, ambos bandos se acusaban de herejes. Evidentemente, quienes llevaban la desventaja eran los franciscanos, pues los dominicos contaban con el aparato de la Santa Inquisición, es decir, eran ellos los que oficialmente dictaminaban quiénes eran herejes y, con ello, mandarlos a la hoguera, como sucedería hace el final de la novela.
Personajes que son vitales para el desarrollo de la historia, además de evidentemente Guillermo y Adso: Jorge, el monje ciego; Salvatore, el feo que hablaba todos los idiomas y ninguno, el cillerero, quien fungía de bisagra entre la abadía y la comarca que la rodeaba y Bernardo de Gui, el inquisidor. Es Jorge quien, en una alegoría a un personaje borgiano ciego de tanto leer, custodia el conocimiento. Pese a que es invidente, tiene influencia en el bibliotecario y su ayudante, es decir, controla el acceso a los libros. Son apasionantes las páginas de En nombre de la rosa donde Guillermo y Adson logran acceder al laberinto de la biblioteca, pues las muertes en serie de los monjes estaba relacionada con un extraño libro. Además, todas las víctimas tenían una marca en común: los dedos índices y pulgares negros, al igual que la lengua.
Poco a poco se descubre que en esa abadía se ocultaba la única copia sobreviviente del libro sobre la risa de Aristóteles. Jorge había decidido ocultarlo para que, así, la fe y la religión no sean destruidas. Al parecer, aquel libro enseñaría a reírnos, a parodiar hasta de la muerte y de Dios, como un arma de defensa del oprimido contra los poderosos. Es decir, ya no habría temor hacia lo divino y entonces el hombre se vería liberado de aquello. La novela apunta a que el conocimiento es un don supremo que puede liberar a la humanidad. Recordemos, solamente, cómo estuvo plagada de supersticiones e ignorancias la Edad Media. Por ese entonces, el oscurantismo de la Iglesia era tal que todo aquel que se oponía a sus preceptos con descubrimientos científicos podía ser condenado a la hoguera. Mientras tanto, aún sin la existencia de la imprenta, el conocimiento era transmitido por los monjes copistas de las abadías. En otras palabras, el saber que podía transmitirse tenía que pasar, primero, la censura de la Iglesia y, además, serle útil. Recordemos que para ello se creó la escolástica. Entonces, solo si un saber no era contraproducente a la religión podía ofrecérselo al mundo. Es decir, dárselo a quienes sabían leer latín, griego y árabe: aún con su difícil aprobación, el mundo seguía en tinieblas, pues solo unos cuantos sabían leer y escribir.
Es por ello que el personaje de Guillermo es el que más virtudes tiene: enamorado del conocimiento y adicto al placer de pensar y razonar, es el más libre y de grandes aspiraciones espirituales e intelectuales. Es por ello que renunció a ser un inquisidor y es por ello que pudo dar con el asesino de los monjes: Jorge, aquel que se oponía a hacer público el conocimiento, quien había envenenado las páginas del libro de Aristóteles sobre la risa; así, todo aquel que osara a leerlo moriría a los pocos minutos de haber tenido contacto con él.
Pero el conocimiento y su importancia no es el único hilo conductor que recorre la novela, sino la imposición de la verdad. Por ejemplo, Salvatore y el cillerero, ambos en sus juventudes, habían pertenecido a los Dolcinos, podría decirse una versión violenta de los franciscanos. Para ellos, igual que estos últimos, los cristianos debían de ser pobres y, por ello, comenzaron a asesinar a los ricos y declararon hereje al papa. Es decir, se convirtieron en aquello que combatían: los dominicos. Es así que Bernardo de Gui, el inquisidor, representa la imposición de la verdad que viene de la Iglesia y es por imponer esa verdad que Jorge termina destruyendo el libro de la risa de Aristóteles. Así, la novela muestra que cada facción religiosa tenía una verdad —su propia verdad— que buscaba imponer sobre la humanidad entera, a costo de muertes y hogueras. Accionar muy parecido a cuando los griegos calificaban de bárbaro a todo aquel que no hablara su idioma y proviniera de otra cultura. Por culpa de esa verdad que cada bando creía absoluta, la humanidad vivió cientos de años de miseria y oscurantismo, fomentado en especial por la Iglesia, quien tenía el mayor poder. Me pregunto cuántos libros, incluida la posibilidad del de la risa de Aristóteles, hubieran llegado hasta nuestros días sin el criterio obtuso de la escolástica, por ejemplo. Al mismo tiempo, qué lejos se encuentra nuestra sociedad de la búsqueda de conocimiento, de que un libro sea determinante para romper sus amarras. Parece ser que estamos distraídos, pues la información, a diferencia del siglo xiv, está más accesible gracias al Internet.
Para terminar, la película Name of the Rose (1986), con Sean Connery como Guillermo y Christian Slater como Adso, rescata en parte la esencia del libro, en especial en lo que refiere al laberinto de la biblioteca, tan difícil de construir en imágenes. Donde sí considero pudo estar mejor es lo que pasa con Bernardo Gui. En la película es asesinado por los aldeanos y en el libro se retira de la abadía llevándose a Salvatore, el cillerero y a la aldeana que se acostaba por comida precisamente con aquel par de exdulcinos. Es poco verosímil que el pueblo, muerto de miedo por la Santa Inquisición, se atreva a tocar a un presentante de la Iglesia. Las demás variaciones, producto de transformar el lenguaje de la literatura al lenguaje del cine, me parecen acertadas y, sobre todo, verosímiles. Palabras aparte merecen las actuaciones de Feodor Chaliapin como Jorge, Abraham Murray como Bernardo de Gui y Ron Perlman como Salvatore. Personalmente, tal cual imaginé a Salvatore en el libro, así fue interpretado en la película por un genial Perlman.