domingo, 31 de julio de 2016

"La palabra insoportable", cuarta novela de Giovanni Anticona

Giovanni Anticona (Lima, 1984) a la fecha ha publicado cuatro novelas en un espacio promedio de dos años entre cada una, todo un acontecimiento prolífico si recordamos que Mario Vargas Llosa, nuestro Nobel de Literatura y también precoz escritor, a los treinta años de edad tenía tres libros de ficción (dos novelas y uno de relatos). A ello hay que sumarle que la temática de sus cuatro obras apunta a un mismo espacio: las limas periféricas, aquellos otros territorios que no terminan de asimilarse a la gran urbe de un millón de cabezas (recordando el célebre cuento de Eduardo Congrains) pese a su óptimo crecimiento económico, por lo que la Lima “oficial”, la colonial y muy afecta a influencias foráneas, vierte contra ellas su abominable racismo y clasismo.
Estamos, entonces, ante una temática interesante e incluso inédita, pues su objetivo es llenar cierto vacío en la literatura peruana contemporánea, más aún si tenemos en cuenta que este último trabajo apuesta por tener un personaje femenino como protagonista. Así, La palabra insoportable cuenta cómo una familia del Cono Norte, que vivía en Independencia, por los buenos vientos que corrían en el negocio que el padre había montado, un día adquiere un departamento en Surco y empieza una nueva vida. Pero a la protagonista de la novela, Shirley, no le va bien, mientras sus padres y su hermano, aunque con sus altibajos respectivos, se adaptan a la vida en un distrito pudiente de Lima, ella sufre el haber estudiado en un colegio de Comas, que el color de su piel sea trigo o arena (como la voz narradora lo califica), el tener una abuela que motosea el quechua, el ser hija de provincianos sin garbo alguno y con unos pobres hábitos de aseo. El contraste más abrupto se da cuando ella ingresa a una de las universidades más exclusivas del Perú y se topa con otros jóvenes adinerados y, sobre todo, de rasgos europeos.
Hasta aquí no tendría observación alguna, estas comienzan en cómo se desarrolla aquella interesante trama. Para empezar, el texto se siente un tanto desordenado, sin una dirección precisa, por lo que se cuentan espacios y situaciones que no ayudan al desenlace total. Es decir, se cae en algunos innecesarios tiempos muertos que muy bien pudieron obviarse al pasar por encima sucesos que el lector ya daba por entendido. Un ejemplo de esa falta de adhesión general es la aparición de un personaje llamado Paolo, un asistente de docencia que tiene un romance con la profesora principal del curso que asiste. Su presencia se entiende en tanto él también sufrió discriminación por el color de su piel cuando estaba en el colegio, pero estas descripciones apéndices quedan como flotando y no pueden conectar a cabalidad con el total, como ya se había señalado.
Por otro lado, las páginas principales —donde está el hueso de la historia— se sienten construidas a partir de una observación de las calles y lectura de los periódicos sobre el Cono Norte, escenario principal de La palabra insoportable. Podemos suponer que muchas novelas fueron narradas tras ese leve contacto, pero la magia de la literatura, la manera acertada con que se cuenta una historia, hace creer al lector que, efectivamente, el escritor estuvo ahí y hasta fue protagonista de los hechos. Así por ejemplo, en la fiesta semáforo con que se inicia el relato —y a la que acude Shirley para perder su virginidad— al aliento descriptivo le faltan algunos datos precisos que engañen al lector y hagan pensar que, verdaderamente, la voz narradora está un paso más allá y sabe y domina, construye e inventa, lo que está contando y juega a ser otro. Al final del libro, cuando Shirley vive una aventura con un tipo de clase alta y pudiente, quien pronuncia la palabra insoportable al calificarla de “chola”, nos enteramos de que sus propias amigas, en aquella fiesta semáforo, la vendieron a un hombre que quería acostarse con una virgen. Este hecho, oculto hasta el final, hubiera sido mucho más interesante si se lo trataba con el artificio, o procedimiento literario, del dato escondido, aquel que consiste en impregnar las páginas de un misterio y tensión por la ausencia adrede de cierta información, lo que obliga al lector a devorar el relato, buscando saber de qué se trata y qué hay al terminar la historia. Aquí es un hecho que busca sorprender a los lectores al acabarse el libro, pero que no genera del todo ese especial misterio. Un ejemplo de cómo este procedimiento está muy bien construido es La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa: en torno a la figura de Urania, por su carácter esquivo con los hombres y su forma de vida hermética en general, se erige una incertidumbre, la que es resuelta al final de la novela, pues solo ahí sabemos que se debe a que su propio padre la entregó al dictador Trujillo.

Para terminar, pese a lo señalado líneas arriba, la fresca temática de la novela queda en pie y, lo que es más importante, Anticona abre camino y sienta un precedente sobre la otra Lima, aquella que continúa creciendo e, incluso, ya supera en cifras económicas y demográficas a la Lima “oficial”. No obstante, la influencia de esta última es determinante como única identidad y esto se ve encarnado muy bien en la protagonista de la historia, Shirley, pues no es un personaje de resistencia, de rebeldía u oposición, sino que busca adaptarse, a como dé lugar, a ese discurso y modelo sin importar que ello destruya su propia identidad.

domingo, 24 de julio de 2016

"La cuarentena" de Jean-Marie Le Clézio

Conocí a Jean-Marie Le Clézio en El Paso, durante una conferencia magistral que el escritor francés iba a dar con motivo de los cien años de Utep (The University of Texas at El Paso). Desde la entrada al anfiteatro lo vi venir: era alto, rojo como un tomate e iba del brazo de su esposa en un parsimonioso andar. Contrario a lo que imaginé, venían solos, sin los simpatizantes que la figura de un Nobel puede aglutinar en torno a sí. Le agradecí la dedicatoria que había escrito en uno de sus libros y me preguntó de qué país era. Le comenté que, justo por esos días, había empezado a leer La Cuarentena. Sonriendo me confesó que esa novela, en parte, era la historia de su vida, pues su abuelo había conocido a Arthur Rimbaud y su padre fue médico de profesión. Finalmente, luego de estrechar su mano y de agregar que México era su patria adoptiva —sus varios títulos dedicados a tal país así lo demuestran—, despareció entre las butacas rumbo al podio donde daría inicio a su lectura.
La primera impresión que me queda dando vueltas en la cabeza tras leer La cuarentena es que es una novela de búsqueda y de identidad. León, un médico francés, viaja a las islas de Gabriel y Plate para indagar sobre la desaparición de uno de los hermanos de su padre, también llamado León. El peso del nombre que lleva y el desconocimiento del paradero de aquel tío suyo parecieran carcomer, como fierros ante la humedad limeña, su identidad. Es así que emprende un viaje hacia aquellas islas paradisíacas, donde, corriendo el tiempo, la industria del turismo es uno de sus más fuertes bastiones. La novela se inicia con Arthur Rimbaud en escena, pues los parientes de León, en su viaje por aquellas islas, se topan con el gran poeta francés del siglo xix. Aquella digresión no distrae ni erra en su rumbo, pues el género de la novela permite esas extensiones.
¿Pero quién es León, el tío, y cómo fue que se perdió en aquellas islas? León es el hermano menor de Jaques Archamboau, padre del León que busca y que cuenta la historia en primera persona. Durante el viaje a otra isla, a Mauricio, se reporta un caso de cólera y los pasajeros se ven obligados a permanecer en cuarentena en Plate. Pronto, el joven León de aquel entonces, pese al clima hostil de verse privado de las más básicas comodidades que la vida burguesa puede ofrecer, se siente en aquel paraje natural como pez en el agua y, lo que es más, afina su espíritu crítico contra la sinarquía de su familia: grupos de poder que dictaban el destino de aquellas islas. Me parece prolífico el redescubrimiento de su propia identidad, a tal punto que reniega de ella y decide apartarse para siempre de su apellido. Esto es reforzado por enamorarse perdidamente de Suryavati, la hija de una india campesina que habita la isla Plate, cuyo estilo de vida, evidentemente, difiere con el de la civilización de la época. Entonces, podemos decir que uno de los argumentos de la novela es la pugna entre civilización y (no usaré el término barbarie porque refiere a un concepto de prehistoria que no es el adecuado) y civilización alternativa, por decirlo de algún modo. Sintomático es que Suryavati tenga un conocimiento profundo de las plantas y animales de la isla, y que su presencia en la novela sea casi una aparición, como una repentina tormenta. Este hecho puede causar cierta incomodidad en algún lector, pues el personaje no es constante y está entrando y saliendo de la narración. Peor aun cuando desaparece de una forma inverisímil: nadando en una tempestad, escalando empinadas rocas o como un desvanecimiento, en un descuido de León, quien sufre su partida.
Donde sí sentí que la novela no está tan redonda es en cuanto a la velocidad con que transcurren los hechos. Todos sabemos que una historia debe de tener acciones, desenlaces, acontecimientos que desenrollen el hilo de lo que se va a contar. En ese sentido, la descripción de los personajes o de la geografía donde tenga lugar una novela constituye un tiempo estático, como el movimiento de una perinola. Abusar de este recurso puede llegar a cansar al lector, pues la historia no avanza. Y es lo que se siente en algunos momentos de La cuarentena, lo que nos lleva a pensar que le sobran páginas, problema común en muchas novelas. De esta manera, la voz narrativa invierte párrafos de párrafos en describir, una y tantas veces, la isla Plate, el color del cielo, el rastro de los peces en el agua, la espuma del mar, la cara de Jacques, la de su esposa Suzanne y los demás sobrevivientes de la isla Plate sin llevar la tensión hacia el destino incierto de los que desembarcaron en tal isla. Y vaya que el contexto, un estado de cuarentena en un remoto archipiélago, puede ofrecer desenlaces y acciones que le den más dinamismo, y así no solo apoyarse en metáforas o descripciones que, por muy magistrales que sean, pueden llegar a cansar. Los ejemplos abundan y basta con recordar novelas como La peste o Ensayo sobre la ceguera. Otro momento un tanto inconexo es la prácticamente invulnerabilidad de León: mientras todos enfermaban él permanece sano y nada le impide seguir con sus actividades. Una de ellas, de suprema importancia, es encontrar a Suryavati cada vez que se va.

Para terminar, debo decir que el estilo de Le Clezio está más cerca del de Marcel Proust que el de Hemingway, por ejemplo. Tomo como referentes a tales autores porque el primero es reflexivo, recordemos que en el tomo inicial de En busca del tiempo perdido todo transcurre mientras el protagonista está en su cama, y en los cuentos de Hemingway las acciones de los personajes llevan la batuta de la historia, como golpes incesantes de boxeo. Así, el estilo de Le Clezio está más cerca de una prosa proustiana por lo señalado, por sus parábolas, reflexiones y descripciones que escapan el tiempo real en el que transcurren los hechos de esta historia. 

domingo, 17 de julio de 2016

"El Hombre Elefante y otros poemas" (Premio José Watanabe 2015), de Miguel Ildefonso

El Hombre Elefante y otros poemas, último libro de poesía del escritor Miguel Ildefonso, ganador de la última edición del concurso José Watanabe Varas, nos ofrece a los lectores una estética diferente que apunta hacia la reivindicación de lo grotesco. Aquello se confirma solamente al leer los primeros poemas de la primera parte (“Los monstruos”), cuyos títulos son “El Hombre Elefante”, “El insecto K”, “El niño de madera”, “El Joven Manos de Tijera”, “Freddie”, entre otros. En sus versos, Ildefonso nos acerca al mundo horrible de aquellos seres desde una perspectiva distinta y original, donde el orden natural de las cosas (el concepto ordinario y conocido de belleza) se invierte y, así, aquella estética de lo grotesco emerge como lo más natural del mundo, como una forma de embellecer, gracias a la poesía, lo feo. La buena literatura tiene mucho de romper moldes y acercar al lector, mediante un mundo propio, a la realidad distinta o novedosa que la ficción nos va proponiendo.
Es suficiente analizar rápidamente el primer poema, justamente el que da título al libro, “El Hombre Elefante”, para tener aquella certeza. Así, estamos ante la historia de Joseph Merrick, aquel hombre con deformidades en todo el cuerpo que vivó en la Inglaterra de fines del siglo xix, cuya vida fue llevada a la pantalla grande en 1980 por el cineasta David Lynch. Aquel orden subversivo, que dinamita los ordinarios conceptos de amor y belleza, por ejemplo, asoman al leer algunos pasajes del poema, tales como “los niños no se asustaban de ti: tú te asustabas de ellos”. Es decir, el horrible y deforme no era él, sino los niños que llegaban a la escuela sin protuberancias en los rostros, con piernas y brazos de semejante simetría. Lo mismo podemos advertir al leer “la belleza es la materialización/ de la bondad/ pero yo soy el crimen/ soy el asesino y el asesinado”. Esto último aparece como un contrapunto entre el orden convencional de lo estético y lo subversivo de lo grotesco representado en la figura de Joseph Merrick. Aquel mensaje es más claro cuando el Hombre Elefante escapa de su cautiverio y se pierde en las calles de Inglaterra. La voz poética describe la ciudad, aquello que rodea a Merrick, como “carros de lata”, “las estrellas son de plástico”, “charcos de leche alimentan a los pocos árboles sin hojas”. Y estas descripciones rematan con la interrogante “¿de qué está hecha la belleza?”. Entonces, como lo venimos señalando, el ordinario concepto de belleza se ve trastocado por estas descripciones que apuntan a una estética de lo grotesco. El amor, culpable de haber derramado ríos de tinta en la poesía, acá también sufre una distorsión que le da un carácter inédito y novedoso: “y el amor nunca supo que había sido solo una metáfora/ en noches como esta y con naves menos avanzadas”, para finalmente decir: “el amor está hecho de desechos cósmicos”. El amor, para que exista, debe de tener un destinatario, un estar enamorado de. Pero aquí esto último está ausente y no aparece directamente una figura, en este caso, femenina.
La segunda parte del libro (“Otros monstruos”) nos ofrece una perspectiva diferente. Si antes la voz poética fluía desde una exterioridad próxima a los monstruos, ahora se instala en los intestinos mismos de ellos. Sintomático es que un gran poema como “Noviembre” esté escrito en primera persona y tenga conexión con el primer poema de la primera parte, “El Hombre Elefante”. Es así que “Noviembre” se inicia con una descripción de la ciudad que rodea al poeta. Pero no es una descripción objetiva, sino que está cargada de cierta enajenación y melancolía: “no sé adónde va la Tierra/ y su nave la Vía Láctea/ y su cuarto el Universo/ y el cosmos entero/ que se encoge y se expande/ como mi aturdido corazón/ esta tarde de noviembre”. Hay como un paso extraviado, como un automatismo, que enajena al poeta y se expresa en su “aturdido corazón”. Y esta apertura sombría desemboca en una interrogante, como una evocación hacia la musa que pueda salvarlo: “¿en qué dirección vive Scarlett Johansson?/ ¿adónde se va a peinar?/ ¿dónde compra el pan en tardes como esta?”. Como en los poemas de Baudelaire, la musa aparece ya no encarnada en la mitología clásica, sino en una actriz hermosa de la industria hollywoodense. En otras palabras, Ildefonso retoma aquella tradición —existente desde los inicios de la poesía— pero de manera novedosa, lo que le tiñe sus versos de originalidad. Avanzando en “Noviembre”, la voz del poeta vuelve a describir aquella ciudad insulsa que lo va cercando, siempre aterrizando en la modernidad: “divisé en la azotea/ los cerros las casas lejanas/ las vidas allí diseñadas/ por las grandes constructoras”. Y este clima hostil, esa producción masiva sin identidad, lo extravía y lo hace decir, nuevamente: “no sé definitivamente/ y nunca sabré/ adónde va este viento de noviembre/ no tengo nombre/ no tengo cuerpo ni espíritu/ soy esta tinta manchada que fluye/ desde el filo de estos papeles”. Es decir, su propia identidad está en juego y no se encuentra en un mundo como el que ahora habitamos. Solo la poesía constituye un refugio. Por ello, el poema concluye evocando nuevamente a la musa: “Scarlett”.

En definitiva, las dos partes del libro nos ofrecen perspectivas diferentes. La primera, la voz poética está en tercera persona y nos acerca, siempre con esa distancia concomitante que tiene el uso de la tercera persona, al mundo de los monstruos. Es como un ojo que pende muy cerca de ellos, por lo mismo que logra invertir el orden común de la belleza. En la segunda parte del libro, en cambio, ahora los monstruos expresan directamente sus pesares. Sintomático es que en una parte del poema “El Hombre Elefante”, Merrick converse con una actriz de Hollywood y en “Noviembre” el poeta enajenado evoque a esa musa, precisamente una superestrella de la industria del cine, Scarlett Johansson. Así, El Hombre Elefante y otros poemas constituye otro excelente libro de Miguel Ildefonso, de la misma estirpe de Las ciudades fantasmas (Premio Copé de Oro de Poesía 2001) y Escrito desde los afluentes (Premio Iberoamericano de Poesía Juegos Florales de Tegucigalpa 2013), por mencionar solo algunos de sus trabajos en poesía.