domingo, 28 de agosto de 2016

"Procesos autónomos" de Manuel Fernández

Pese a las varias reseñas y comentarios que se le han hecho al presente poemario, me sorprende que no se mencione que Manuel Fernández, en este último libro en particular, se apoya en la obra de Antonio Cisneros. Ni en la presentación en la última feria internacional del libro, a la cual tuve el gusto de asistir, hubo palabra alguna por parte de los presentadores al respecto. El autor de La marcha del polen bebe principalmente de geniales poemarios como Comentarios reales y Canto ceremonial contra un oso hormiguero, en tanto la ironía recorre el libro con la ferocidad de una espada entre rendidos. Esto último aparece tan solo al leer la introducción, donde primero el autor confiesa que Procesos autónomos es un intento por acercarse a la rigurosidad de la investigación académica y en el párrafo siguiente manifiesta exactamente lo contrario: que más bien busca alejarse de lo académico. Me parece, aunque suene contradictorio, que el poemario intenta hacer las dos cosas a la vez: acercarse para burlarse de, algo así como dominar aquello de lo que se hará mofa para realizarlo a cabalidad.
El libro está dividido en tres secciones, cada una de las cuales podría constituir un apartado diferente. En la primera parte es donde más claro se hace ese zigzagueo entre lo académico y la ironía. Así, el soporte o estructura de estos primeros versos no es inocua, no es simplemente una plataforma que los contiene. Tal sección se presenta como un examen y la voz poética se enfrenta a tres rigurosas preguntas. Qué mayor ironía que responder con poesía, es decir, con arte y subjetividad, aquello que debería ser sumamente objetivo, desprenderse del canon y tener un estilo formal-investigativo. Lo que es más, la voz poética pone en evidencia el fracaso de lo académico en las provincias de ultramar, como una forma de recordar que la conquista no solo fue sobre los nuevos territorios descubiertos, sino sobre todo una gesta cultural. Las interrogantes señalan muy bien que nos encontramos ante un poemario con trazos históricos: “1. ¿Qué se puede decir de la tarea de realizar una zonificación dialectal para el español de América? (10 p)/ 2. ¿Cuál era la situación del pronombre “vos” en la época de la conquista? (5 p)/ 3. ¿Cuáles son los alcances y limitaciones del modelo clásico de koinización del español de América? (5 p)”. Es decir, como ya se había visto en Comentarios reales —donde el título tiene un sentido literal, con lo que Cisneros busca contar la verdadera historia, la real, discrepando del discurso oficial—, Fernández, de igual forma, con la respuesta a estas preguntas discrepa con lo académico y pone de manifiesto que este todavía no ha podido interpretar lo que ocurrió durante la conquista, por ejemplo. Así, en respuesta a la primera pregunta algunos versos señalan: “Pero todavía hay esperanzas/ y cultivos de plátanos/ a cada paso/ y entre la belleza de lodazales/ algunos se adormecen/ y pierden facultades/ al tiempo que otros exigen/ el fortalecimiento de las instituciones”. Es decir, aún no hay una unidad clara en los nuevos territorios, una lengua consolidada que pueda, a través de ella, erigir una nación. Una respuesta así en un examen, obviamente, hubiera sido dinamitar lo académico. Lo mismo encontramos en la respuesta a la pregunta número dos: “Y mientras se pinta las uñas de una mano/ ensaya/ una respuesta/ un corpus nuevo/ que explique/ todos estos cambios/ y regímenes preposicionales/ pero sobre esto no hay ninguna explicación/ ni lingüística posible”. En este caso, solo la sensibilidad del poeta, su acercamiento al mundo, su contemplación de este, germen del quehacer creativo, puede dar una respuesta clara a ese fenómeno lingüístico, lo que no puede ser explicado con teorías formales, como se lee al final del verso citado. Por lo mismo, como no hay un país consolidado, el comienzo de la respuesta a la tercera pregunta dice: “Todo lo anterior evidencia un agotamiento comprensivo del modelo/ y demás limitaciones graves/ por tanto/ buscamos/ razones más simples y luminosas/ explicaciones que lo expliquen todo/ desde la racionalidad misma/ de/ los mecanismos del despojo/ —y la relación capital /salario/ es decir/ “(desde) la matriz colonial/ la subalternización lingüística/ y epistémica del mundo”/ (Zavala 2007: 6)/ pero que no explica nada…”. Nuevamente, al final de la cita, la voz poética denuncia la incapacidad de lo académico. Por todo lo anterior, el poema final de la primera parte, “Ciudad”, tiene una visión deslucida de la urbe limeña, donde se menciona la fragmentación de la capital (el centro y los conos), los contrastes entre ricos y pobres y la soledad que aqueja al poeta ante ello. Quizá todo eso pueda resumirse en el siguiente verso: “¿Una identidad?/ una mujer alta que se mira las piernas contra una pared descascarada/ pero rodeada de niños miserables”. Así, la imagen apunta a un cartel de publicidad enorme, seguramente puesto entre calles y avenidas principales, síntoma del auge económico de los últimos años, pero que a la vez está rodeado de pobreza, representado en “niños miserables”.
En la segunda parte, “La construcción de un nuevo lugar de enunciación y sus límites”, ahora esa ironía está dirigida contra las subjetividades. En poemas como “Fuentes para el estudio de la lírica popular limeña”, “De Cajamarca al sitio de Jr. Cusco”, “La batalla de Chupas” y “Cosas de indios / final”, por mencionar algunos, la voz poética afila su espada contra las singularidades, contra las poses. Así, algunos temas del cancionero criollo —lo cual es cierto, pero evidentemente no lo es todo, pues es suficiente recordar valses de Manuel Acosta Ojeda o del propio Felipe Pinglo— son cantos a los placeres mundanos teñidos de segregación, ya que lo criollo, en los valses que cita Fernández, se oponen a la sierra y a la selva, reforzando la separación irreconciliable en la que se encuentra el Perú. Lo mismo ocurre con ciertos manifestantes que en las movilizaciones se toman fotos protestando, lanzando piedras o cargado pancartas, lo que, horas después, acabarían en celebraciones, motivo principal de haber asistido a las marchas. Vemos entonces, lo que marca una diferencia con el comienzo del poemario, que Fernández continúa instalándose en los procesos sociales que componen la historia de nuestro país, pero ya no se concentra en contar la verdadera historia, sino principalmente en desenmascarar a los impostores.
Los tres finales poemas, los que están dentro de la última sección llamada como el libro, “Procesos autónomos”, son como un ascenso de los cambios sociales, su caída, el acomodamiento de la izquierda al sistema y, por ende, su último fracaso para entender al pueblo y hacer un gobierno verdaderamente social. El poema “El discurso como interacción social” desarrolla —como una crónica— uno de los acontecimientos más significativos en tanto modificó tangiblemente el orden de la sociedad: la Reforma agraria. Y el siguiente poema aborda el cansancio de las luchas y el posterior acomodamiento al sistema. Podemos leer: “Y conseguimos financiamiento/ estrechamos lazos/ con la cooperación internacional/ y nos enamoramos del vino blanco/ los hoteles caros/ sus mujeres/ acariciamos en la cama la fama que no nos dio nunca la/ lucha armada/ después de las bombas vinieron los técnicos/ y su explicación fue de lejos la más sencilla (…)/ y ya no hubo necesidad/ de recomponer el discurso”. La consecuencia lógica es que la izquierda, en tanto perteneciente a la sociedad que se ha acomodad al sistema, fracase cuando llegue el poder, lo que se ejemplifica muy bien en el último poema, “Del triángulo sin base a la desaparición del vértice”. Nuevamente, con el estilo de una crónica, se cuenta el desalojo de la parada, otro intento fallido por mejorar Lima y la sociedad peruana en general.
Por lo señalado, se puede afirmar que Fernández, como en Octubre y en La marcha del polén, desarrolla el espacio contemporáneo con la ironía que muy desarrolló Antonio Cisneros, por citar a uno de los autores más celebrados en aquel estilo. Obviamente, su trabajo toma como fuente el acontecer nacional y el empaparse de ello lo hace escribir poesía. Lo suyo no está en los besos perdidos, en las golondrinas que se van, sino en los devenires sociales que modifican la ciudad, sus calles mismas, así como el inexorable destino de sus habitants.

domingo, 21 de agosto de 2016

Una obra maestra: "La montaña mágica"

Me tomó un mes leer por completo La montaña mágica, obra monumental de Thomas Mann en la que, como ya ocurriría en La muerte en Venecia, los lectores asistimos alelados a la descomposición del espíritu burgués. A mitad de camino, por otras lecturas acumuladas que debía atender, tuve que interrumpir la historia de Hans Castorp justo cuando se interna de forma indefinida en el sanatorio de Berghof. Subsanada aquella interrupción, no solté el libro hasta terminarlo. Mi primera impresión es que cualquier herramienta literaria, cualquier ingenio al que se pueda apelar para capturar la imaginación del lector, aquí, pierde por knockout. Y es que ya en las primeras páginas se advierte el aliento de una novela ambiciosa, profunda y analítica. Su lectura no es fácil, pero aun así uno queda enganchado. Las hondas meditaciones a las que asistimos, densas y que puedan llegar a constituir extensas digresiones, no obstante, envuelven al lector, pues reinventan algo tan inmediato como nuestra cotidianidad, de tal manera que se tiene una nueva visión del mundo. Y esto es el milagro de la buena literatura. Solo para empezar, la novela ofrece un tratado sobre el paso del tiempo, por qué el ser humano, bajo determinadas circunstancias, siente que las estaciones del año pasan con una extraordinaria lentitud y por qué en otras ocasiones un solo día se hace prácticamente infinito. Thomas Mann despliega una lectura total sobre ello, de tal manera que, pese a lo denso que pueden ser esas páginas, uno termina por aferrarse a esa explicación que siempre habíamos estado esperando.
Pero ¿de qué trata La montaña mágica? Como decía al principio, la novela cuenta la historia de Hans Castorp en un lapso de siete años, un joven burgués que un día llega al sanatorio de Bergof solo por tres semanas, pues quería descansar y ganar fuerzas para una empresa que pronto estaría por realizar. Huérfano de padre y madre a una temprana edad, creció bajo el cuidado de su abuelo y luego, al morir este, al amparo de su tío. Y allá, en la montaña mágica, se encuentra con Joachim, militar y primo suyo que se recuperaba de una dolencia para volver con fuerza a la vida castrense. Hasta aquí las aguas tranquilas y masas en la novela. Pero en cuanto la voz narradora —una voz colosal y omnisciente, capaz de mirarse a sí misma y reconocer que lo que leemos es, efectivamente, una historia de ficción, capaz de emitir sus propios juicios valorativos sobre hechos presentados en la novela y sobre sucesos generales exterior a esta, sin que esto resulte un tropiezo mortal que ensucie el trabajo (otros monumentos como Los miserables y El Quijote lo han logrado)— intercala tales hechos con la apreciación del tiempo se activa un mecanismo complejo de narración, donde cada segundo es una historia con poderosa injerencia. Así, de repente Hans Castorp se siente mal y en vez de pasar tres semanas en el sanatorio permanece seis meses, los que, a medida que nos internamos más y más en la obra, se convierte en siete años. Y ese periodo de tiempo, y la manera en que se alarga, sirve de soporte al análisis y decadencia del espíritu burgués.
En primer lugar, Hans Castorp tiene un espíritu sensible pero a la vez altivo y lo ofende, aunque lo oculta muy bien, el contacto con otras personas que no guardan las costumbres de su alcurnia. Aquello queda muy bien ilustrado cuando Castorp con su primo Joachin, en un acto atípico a las convenciones sociales del sanatorio, visitan a los enfermos moribundos cuyos días de existencia están contados. Lo hacían con una joven, a la que llevaron flores, cuando de repente la madre se acerca a agradecer el gesto a Castorp. Era una mujer de modestos recursos económicos, lo que se manifestaba en su vestimenta y en su manera de comportarse, hecho que irritó al joven. La escena, además, describe muy bien la contemplación que hace Castorp a la moribunda, la manera en que se abstrae ante aquel cuadro. La timidez mórbida y reserva es otro elemento característico del espíritu burgués, al menos dentro de lo que nos plantea Mann. Un buen día, Castorp se enamora de una señorita rusa, a quien se la consideraba dentro de los rusos “de bien”. Pero aquel amor no se basa en una relación directa, sino que su poderoso y determinante antecedente es el recuerdo de un compañero de colegio. Al parecer, por las descripciones que nos ofrecen a nosotros los lectores, este compañero era muy apreciado por Castorp, y la afinidad y simpatía que tenía por él rebasaba cierto límite. Y esta señorita rusa, Claudia Chauchat, tenía el rostro y la expresión de aquel antiguo condiscípulo. Lo que fue más, las circunstancias en que se dirigieron la palabra fueron similares en ambas situaciones. Castorp, entonces y ahora, pidió prestado un lápiz. Y aquí me detengo, porque qué mejor acercamiento que leer directamente la novela y dejarnos llevar por aquellas largas oraciones, densos párrafos y apreciaciones metafísicas que definen, con una gran profundidad que no deja ningún cabo suelto ni ningún nudo sin desenredar, el enamoramiento del joven burgués. Solo apuntaré, al respecto, que Castorp es incapaz de reclamar de forma contundente su amor por aquella mujer y finalmente lo hace, aprovechando aquel día de carnaval en que se rompieron las formas sociales, de una manera deslucida. No puedo dejar de mencionar a Settembrini y a Naphta, ambos personajes secundarios que, sin embargo, le servirían a Thomas Mann para verter ingentes cantidades de tinta. En las voces de ellos asistimos a tratados del pensamiento humano, el primero un apasionado y fervoroso humanista, amante de la literatura y del conocimiento en general; el segundo, un desencantado de la vida, un ilustre terrorista religioso que cree que el renacimiento y el humanismo no fueron la divina panacea para la sociedad. Sus disputas fueron tan acaloradas que ambos se retan a un duelo de pistolas al final de la novela. Tampoco se puede obviar al viejo holandés Peeperkorn, con quien Claudia Chauchat vuelve al sanatorio. Aquel personaje encarnaría lo dionisíaco, pues entiende la vida a partir del efecto del alcohol, a partir de esa embriaguez que excita los sentidos.
El espíritu burgués encarna su rostro más decadente en la persona de Hans Castorp, pese a que hay otros personajes que también comparten aquel estatus. Por la comodidad que el sanatorio le ofrecía, echó por la borda sus planes de convertirse en ingeniero y su vida, en adelante, estuvo al garete en aquella montaña. Preso en Bergorf, su espíritu débil no pudo romper aquellas dulces redes que lo mantenían enfermo. Recordemos que sus calenturas tenían un origen espiritual, o anímico, y no físico. Por ejemplo, cuando recordó a aquel antiguo compañero de colegio de paseo por los parajes alrededor, y cuando más tarde se daría cuenta de que estaba enamorado de Claudia Chauchat por las similitudes físicas y contextuales que señalé líneas arriba, tuvo fiebre, sangró de la nariz y experimentó mareos. Y cada vez que Claudia estaba cerca de él empalidecía y si habían tenido una entrevista, del resultado de esta, dependía su temperatura. Lo mismo pasaba cuando sufría un incidente que vulnerara su tan delicado espíritu, como lo fue la presencia dominante de Peeperkorn y las charlas acaloradas que tenían Settembrini con Naphta. Los personajes más cercanos a él, como su primo Joachim y su tío Castorp, quien un día llegó de repente para darle una visita y ver su progreso, escaparán de aquella red blanda con la desesperación que una fuga implica. Así, Mann nos acerca con suma maestría a la vida del burgués, a sus debilidades y carencias, como toda buena literatura nos ayuda a entender aquel estado, a comprender por qué su personaje desperdició los mejores años de su existencia en aquella cárcel de oro.

Como puntos en contra a la novela podría decirse que quizá haya demasiadas digresiones, como aquella en que describe única y exclusivamente el funcionamiento celular del cuerpo. Pero cada extensión, cada capítulo añadido, está retratado con tanta maestría que, a sabiendas que solo dilata la historia, no podemos hacer otra cosa que entregarnos al ritmo de la prosa y a los sucesos extraordinarios, como aquel capítulo donde se desarrolla una sesión espiritista con la asistencia de una médium. Además, La montaña mágica es una novela pensada para ser leída con pausas, de la forma en que uno vería una serie en contraposición a una película, la que se puede consumir de un tirón. Me convence el hecho de que cada capítulo esté titulado. La novela acaba con la liberación de Hans Castorp, no obstante. Una liberación teñida de sangre, de muerte y de apertura a los tiempos modernos: la Primera Guerra Mundial. Y no obstante sus setecientas páginas, no se siente la fatiga que asalta a la mayoría de escritores al final de la novela. El vigor creativo, la disciplina, brilla como la hoja de una espada de principio a fin.

domingo, 14 de agosto de 2016

"La fauna de la noche" de Sandro Bossio

Antes de leer La fauna de la noche del escritor huancaíno Sandro Bossio, había leído Buen salvaje, una recopilación de artículos periodísticos que apareció en el diario Correo de Huancayo. Aunque discrepé con algunos de ellos, en especial el que se llamaba “Siete errores en los Siete ensayos”, tras la lectura me quedó la certidumbre de que estaba ante un escritor con un amplio bagaje cultural y artístico, que no se limitaba a leer solo literatura, sino que sabía que el oficio de narrador requiere acercarse a otras disciplinas, como lo son la historia, la filosofía, la antropología; además de estar ante un creador con dominio de sus recursos literarios. Todo ello se confirmó cuando devoré en un par de horas el libro de cuentos Kassandra. Al terminar la lectura, una tarde en mi habitación, quedé repesando los pasajes y cuentos que más me gustaron y, finalmente, cerré el libro. Me dije “Un auténtico heredero de Gabriel García Márquez”. Finalmente, en el Centro de Lima compré la novela que hoy comento.
Desde sus primeras páginas la narración me atrapó, pues empieza con mucha desenvoltura en la España del siglo xvi y luego se abre paso hacia la Lima contemporánea. La historia cuenta la vida del aspirante a médico Eduardo y de Gustavo, hábil y talentoso periodista. Ambos, en complicidad, resuelven el extraño caso que se les presenta: la muerta del decano de la facultad de medicina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, situación aún más rara cuando el cuerpo, al ser encontrado, tenía una capucha negra en la cabeza y había sufrido la ablución de lengua y vaciado de ojos.
Debo decir que, más allá de cómo el texto se fue abriendo paso hacia la captura del personaje, hacia la develación de todos los cabos sueltos y misterios que se enredaban en la escena del crimen, en realidad, lo que me atrajo de la novela fue la exploración que la pluma hacía de los personajes principales. Por ejemplo, Eduardo durante el día asistía a clases, estudiaba y volvía a la casa de su abuelo, donde vivía. Pero de noche tenía que mudar de oficio y atender otros asuntos: se dedicaba a la prostitución y tenía que acostarse con mujeres mayores y desahuciadas, y con reprimidos y ungidos homosexuales que ocultaban su verdadera identidad. De esta manera conoció a Gustavo: antes que ser su amigo íntimo, muy íntimo, primero fue su cliente. Así, Bossio logra explotar en el personaje y nos lo presenta —con acertados flashbacks que revolotean en su pasado, desde sus inicios en Cajamarca, su oposición al destino que sus padres le tenían reservado, su viaje a Lima y sus pinitos como prostituto— en toda su dimensión, lo que ya nos vislumbra el futuro que iría a tener. Del mismo modo escarba en Gustavo y en Valeria, Sonia y Rolando, personajes más. Esto es muy acertado, pues todos ellos, atrapados en una claustrofóbica y caótica Lima, ganan profundidad y develan el misterio de los seres humanos, mérito que solo en la buena literatura podemos encontrar. Por otro lado, la estructura de la novela es muy afín a la de La ciudad y los perros, ya que hay una acción fija y determinada en un espacio y tiempo que sigue hacia adelante, pero alrededor de ella, como los electrones de un átomo, giran las historias y los cambios de focalización que han de enriquecerla. Si en la obra de Mario Vargas Llosa se busca al asesino del Esclavo, acá, también, se busca al asesino del decano. Mientras aquella acción transcurre emergen, gracias a técnicas literarias como los vasos comunicantes y la caja china, el pasado de los personajes, sus propias voces y diversos hechos que los marcaron para siempre; aquello nos explica su modo de actuar en el presente, donde transcurre la línea de acción.
Así, Sandro Bossio está en deuda con Vargas Llosa. No solo se apoyó en la novela mencionada para escribir su propio trabajo, sino que se valió, también, de las técnicas narrativas: los vasos comunicantes y la caja china. Y la mira telescópica o salto cualitativo. Las dos primeras técnicas o artefactos literarios quizá no estén muy logrados, pues el contexto narrativo no fue muy prolífico. Solo una vez aparecen los vasos comunicantes, cuando Eduardo contesta su teléfono en una clase y la voz del profesor se intercala con su conversación. Y la caja china se da cuando, de repente y por única vez en la novela, un personaje habla en primera persona, Pico. Como ya señalaba, estas apariciones son breves y no enriquecen tanto la historia, como sí lo hacen los flashbacks o saltos al pasado. No obstante, donde está el principal aporte de Bossio es en la mira telescópica o salto cualitativo. Si Vargas Llosa la aprendió de Faulkner y la amplificó, Bossio le dio un giro novedoso que evita el aburrimiento del lector al pasar inevitablemente por momentos muertos. Nuestro Nobel, a lo largo de su obra, la ha usado en la conversación de personajes, diálogos, donde entonces aparece un zigzagueo entre dos escenarios, un segundo provocado por la conversación, donde la voz narrativa y la descripción aparecen en tercera persona. En Bossio los diálogos saltan y cambian, sin advertirlo, de personajes, avanzan en una línea de tiempo que compromete a otros. Así, cuando Gustavo investiga casos de personas que perdieron las córneas, les extirparon un riñón o las células de la médula, aquellos diálogos avanzan y las víctimas, en apariencia, se ubican en un solo escenario. Pero no es así y es como si el autor quisiera ahorrarnos la entrada y salida de ellos y pasáramos directamente a los diálogos, meollo del asunto.

De esta manera, el gran aporte de Bossio está en ello, en cómo le dio un giro o vuelco a la técnica de la mira telescópica o salto cualitativo. Solo me queda decir que los protagonistas de la historia, al fin de esta, no ascienden en el mundo, sino que encuentran la libertad en su rebeldía, sin importar que esta no les depare un futuro mejor. 

domingo, 7 de agosto de 2016

"Leche derramada", opera prima de July Solís

Siempre será interesante acercase a la ópera prima de un autor, pues allí se revela un nuevo imaginario y los elementos que lo desarrollan. En este sentido, July Solís aborda el tema del hogar en las cuatro secciones en que está dividido su libro. Pero, contrario a lo que podría pensarse, lo hace con tono de reproche, amargura y melancolía. Prueba de ello es que el primer poema se titule “Arcadia”. Recordemos que el concepto de la arcadia implica un lugar idílico, utópico, libre de pesares, donde los seres humanos viven en perfecta armonía con la naturaleza y con ellos mismos. Aquello ronda la literatura desde sus inicios y se ha convertido en un tópico que aparece y desaparece constantemente. Quizá una de las últimas novelas contemporáneas que al respecto vuelve a la carga tan claramente es Cien años de soledad, donde basta recordar el aire fundacional de Macondo y el nombre de su primer habitante: José Arcadio Buendía. Así, en Leche derramada esa arcadia perdida para siempre es el útero materno. Dicen los primeros versos: “Allá es donde quiero estar/ Allá es tu tibia imagen/ calentando mis pies/ luego de haberte perseguido por el hilo rojo/ y mi ombligo ciego/ Allá donde el tiempo muere con mi forma de batracio”. Es claro, entonces, que la voz poética apunta hacia cierta nostalgia por un estado al que ya no podrá volver. El poema concluye admitiendo que el útero es también un lugar: “Allá/ soy tu primer habitante/ hasta que Dios me expulse”. Podemos afirmar que Dios, las personas y el tiempo son los causantes de aquella saudade que se expresan en los versos. Esta primera sección desarrolla la faceta inicial del ser humano: la infancia. Basta leer el poema “Raíz” para así confirmarlo: “Otoño en tus senos descocidos/ ya nada me alimenta”. Y más adelante: “me voy hundiendo/ entre la corteza agujereada/ como un feto herido”. La imagen es la de una mujer dando de lactar a su bebé, pero este bebé, pese a recibir la fresca leche materna, no siente abrigo. Por ello, se hunde en una “corteza agujereada”. Recordemos que entre los senos y los brazos que sostienen al bebé lactante se forma un agujero.
En la segunda sección del libro el tiempo ha pasado y ahora se nos presentan escenas de hogar en la que la voz poética ya puede formar parte, de una forma activa, de las acciones. El primer poema, llamado “Aprendizaje”, dice: “Lo aprendí tarde/ mientras lavabas con ahínco el cuello de mi blusa/ y la casa entera olía a limón”, “de pronto/ te acordabas de llorar a las ocho/ y prendías el televisor/ yo te miraba secretamente/ ambas llorábamos/ cuando llegaba el final/ y rabiosa afrontabas/ el aceite quemado adherido a la sartén”. En los versos finales aparece de nuevo una alusión a ese tiempo utópico de la primera parte: “Junto con tus manos resecas/ y mi ombligo vacío”. El poema “Mercado” de esa misma sección es un recorrido por las tiendas a la búsqueda de alimento (carne) para la casa. En la tercera estrofa queda mejor expresado ese reproche y amargura que recorren las páginas del libro: “Todos los animales gritando en tu monedero/ y ese sol cincuenta que regresa a casa/ se avergüenza en sus dos caras de tu huida”. Basta leer el título de los otros dos poemas para saber que seguimos en el hogar: “Cena” y “Última cena”.
En las dos últimas secciones hay un alejamiento de esa temática del hogar. El niño, o la niña, ha crecido lo suficiente como para poder salir por su propia cuenta de casa. No obstante, la nostalgia continúa presente y se expresa de una manera distinta. El primer poema de la tercera parte, llamado “Reciclaje”, dice “Urgencia de buscar/ los barcos de papel/ los dientes de leche/ e izar la memoria/ como una bandera acrayolada/ para saber que lo perdido/ deambula (versalitas en el original)/ en algún cuaderno reciclado”. La alusión a la infancia es clara al mencionar uno de los juegos preferidos en aquel entonces, los barcos de papel, y al recordar aquello que mudamos a la misma edad, los dientes de leche. La memoria es una “bandera acrayolada”, el acto de pintar como un juego, pues la voz poética está recordando la infancia. Nuevamente, el tema de lo perdido regresa a escena, doblemente perdido ahora, debido a que esos primeros pasos —quizá el aprendizaje de la escritura e iniciales dibujos— han quedado registrados en cuadernos que ahora están reciclados, como una imposibilidad de recordar el recuerdo de esa alborea etapa. Lo mismo podemos señalar de los poemas “Extravío”, donde la voz poética contempla a un hombre que ha perdido sus hábitos de infancia y, como el título, extraviado se enfrenta al trabajo y al acto de afeitarse. Lo mismo sucede en “Fragilidad”, donde la niñez está representada en un frágil globo de aire que acaba de reventarse y una voz, al final del mismo se pregunta: “¿acaso es posible zurcirnos como media rota? (cursivas en el original)”. De la sección cuarta quisiera comentar dos poemas que contienen toda esa amargura y desazón señaladas desde el comienzo. Estos son “Oficio” y “Principio”. El primero se presenta como un arte poética, pues en sí nos habla de qué trata el acto de escribir: “Cojo un papel/ y empiezo a rebanar la carne/ soy yo quien bifurca los dedos/ escogiendo gramo a gramo/ una célula madre   una célula hija/ arteria hinchada para un solo golpe”. Y más adelante: “Es necesario/ que todo salga de las tripas/ ya que este oficio demanda/ mucha sangre/ sí, mucha sangre”. Para terminar con “Mañana/ ¿quién llenará esta hambrienta hoja?”. Entonces, el oficio de escribir es un desgarro, una manera de fragmentar, con dolor, la composición del ser, y esa descomposición arroja las escenas que hemos visto, las fobias repetitivas a lo largo del poemario. Así, el último poema del libro, el mencionado “Principio” retoma el tema de “Arcadia”, el primero: “Trepo por tus entrañas/ tengo miedo/ se abre   mi carne   tu carne/ como un tobogán/ que me arroja/ trepo por tus entrañas/ tengo miedo”. Asistimos al acto de alumbrar, de nacer, el momento fatal en que el feto deja de ser feto y se convierte en un ser humano. Es necesario citar el final para redondear la idea: “trepo por tus entrañas/ tengo miedo/ ¿por qué mi casa en arcadas me arroja?/ me caigo/ me caigo/ me caigo”. Es claro, entonces, que el alumbramiento, contrario a lo que es, en este caso significa la muerte, el final inexorable de ese paraíso terrenal que fue el vientre. Y aquel “trepo por tus entrañas” no significa un ascenso, sino la resistencia a nacer, acto que se asemeja a caer por un tobogán y ser arrojado en arcadas. Más claramente, el feto es expulsado a la vida como en un acto de defecar.

De esta manera la amargura y nostalgia recorren las páginas de Leche derramada. Podemos pensar que los títulos —casi todos de una sola palabra— no le hacen justicia a los poemas, pues los resumen y los podría anclar hacia un solo punto. No obstante, son como el ojo en la cerradura de la puerta que permite vislumbrar, y acercarnos más, a lo que encierran los versos. Estamos ante un libro que, en oposición con lo que suele suceder con los primeros trabajos, evita lugares comunes. Por ejemplo, ningún poema está dedicado al amor o las cuitas que se puedan desprender de ellos, tampoco al deterioro o envejecimiento del cuerpo femenino; en cambio, se entrega al dolor de crecer y alejarse cada vez más del nacimiento, lo que ya denota originalidad.