domingo, 17 de diciembre de 2017

Toque de tambores por Manuel Scorza

A diferencia de José María Arguedas y Ciro Alegría —el primero, más cerca de la poesía y el segundo a la incorporación de relatos dentro del relato—, Manuel Scorza estaría a medio camino entre la poesía y la narrativa gracias a su estilo. A ello se suma el apelar a un elemento poco cultivado en la literatura peruana: lo fantástico. En Alegría no hay vestigios que escapen de lo real ni, mucho menos, lleguen a ser fantásticos, aunque sí una correspondencia en base a la fe, recordando la escena en que Rosendo Maqui no puede matar a una serpiente y, a raíz de ello, empieza la diáspora de la comunidad Rumi en El mundo es ancho y ajeno. Sí podríamos calificar de real maravilloso, en cambio, Los ríos profundos de Arguedas, en aquel comienzo de la novela cuando las piedras de una casona del Cusco parecen moverse ante los ojos sorprendidos del niño Ernesto. En Scorza hay sucesos asombrosos y extraordinarios que se apoyan en la cosmovisión andina de hablar con los muertos, por ejemplo, lo que vuelve su trabajo fantástico y real maravilloso a la vez. Otra muestra sería el vaticinio de los sueños del Abigeo o el dialogar con los equinos del Ladrón de Caballos.
Pero más allá de repetir lo que la crítica ya ha señalado al respecto, me gustaría resaltar algunas técnicas narrativas de la primera entrega de La guerra Silenciosa, aquellas historias de resistencia, rebelión y fracaso que protagonizaron comuneros de la sierra central durante los años sesentas contra la Cerro de Pasco Corporation y los latifundistas. Así, en Redoble por Rancas hay una conciencia colectiva que muy bien queda ejemplificada en el primer capítulo: “Donde el zahorí lector oirá hablar de cierta celebérrima moneda”. La comunidad de Rancas, toda ella, tiene temor de perturbar en lo más mínimo al doctor Montenegro en su apacible paseo vespertino. Es por ello que, respondiendo a ese afán, como si la colectividad fuera una sola persona, lo que va desde niños hasta ancianos, nadie se atreve a tocar la moneda que el doctor dejó caer sin darse cuenta. Fue así que los pobladores empalidecieron ante la posibilidad de que alguien la reclame suya. Pero aquella diligencia es desmontada con cierta ironía —ironía que recorre varias páginas, como aquel episodio donde mueren quince comuneros por reclamar y por un infarto colectivo— cuando el mismo Montenegro, después de un año de mantener en vilo a la comunidad, recoge su propio metal diciéndose que tuvo suerte de encontrarse un sol.
A ello hay que añadir cómo la voz narradora en tercera persona se mezcla, a lo largo del texto, con una concebida en primera. Aquello da la impresión de que es un testigo o un integrante de la comunidad el que cuenta los hechos. Es decir, el efecto que crea es de una colectividad, pues no sabemos si aquel que cuenta en primera persona es el mismo personaje que se repite constantemente; bien podría ser otro que anda merodeando los alrededores o se indigna de las injusticias, siempre con cierta sorna, del doctor Montenegro y demás autoridades. En otras palabras, el efecto último es sentir que la propia comunidad está contando los hechos, gracias a esa fluctuación que recorre los registros de la tercera y primera persona. Basta un párrafo al azar del capítulo mencionado para comprobar aquello: “Sosegada la agitación de las primeras semanas, la provincia se acostumbró a convivir con la moneda. Los comerciantes de la plaza, responsables de primera línea, vigilaban con tentaculares miradas a los curiosos. Precaución inútil: el último lameculos de la provincia sabía que apoderarse de esa moneda, teóricamente equivalente a cinco galletas de soda o a un puñado de duraznos, significaría algo peor que un carcelazo. La moneda llegó a ser una atracción. El pueblo se acostumbró a salir de paseo para mirarla. Los enamorados se citaban alrededor de sus fulguraciones”. La primera oración posee un registro de tercera persona, en la segunda ocurre aquella fluctuación mencionada y en la tercera, sin darnos cuenta, ya estamos en una primera.
Otro elemento a resaltar es la forma de despersonalizar, de deshumanizar, que aquella conciencia colectiva tiene al referirse a ciertos personajes. Por ejemplo, el doctor Montenegro es calificado muchas veces de “traje negro”, sin agregar mayores descripciones físicas —tono de piel, color de cabellos, gestos o ademanes que nos arrojen una imagen real—; por el contrario, se insiste en resaltar lo inanimado: la cadena de su longines de oro y los botones de su traje negro. Contrario a esto último, el voraz cerco que deja sin tierras a la comunidad adquiere una identidad humana al decir por ejemplo que “cumplió quince kilómetros de edad” o que engulló tierras y siguió su camino tal como lo haría una criatura o un ser gigantesco.
Pero me gustaría profundizar un poco más en las conciencia de Héctor Chacón (otro ejemplo, sería el de Fortunato al lograr que su verdugo sueñe con él), uno de los primeros en oponerse a las injusticias y a esa conciencia colectiva que, recordando el primer capítulo de la moneda extraviada, trató de ser condescendiente con el doctor Montenegro. Sintomático es que respecto al Nictálope la focalización, o modo de narrar, sea concebido en primera persona y marque distancia de ese tono que oscilaba con la tercera. Aquí es claro e incluso la narración está en cursivas, como para llamar la atención y marcar la diferencia. Asistimos, entonces, a un claro soliloquio del personaje, puesto que nos muestra sus pensamientos respecto a ciertas injusticias, lo que, además, nos ayudará a entender su futuro accionar. Pero hay algo más con respecto, al menos, a Héctor Chacón. El lenguaje en Redoble por Rancas tiene un vuelo poético que lo hace muy particular (empezando solamente por la sonoridad del nombre), tal como señalamos al comienzo de estas líneas. El estilo usado en la composición de la novela es fundamental y, en mi opinión, resalta por sobre la estructura. Así, pues, el soliloquio del Nictálope, de nuevo gracias a la textura del lenguaje, pareciera que fuera a convertirse en monólogo interior con frases como “me fui loco de lágrimas o “el mes de junio entró con la bulla”. Ello sin perder ese hilo racional que muy bien lo guía y que, en realidad, direcciona la novela. No en vano Scorza, antes de componer historias, fue un muy buen poeta.

Finalmente, la obra de Scorza fue calificada por los estudiosos de “cronivelas”, por ese afán de retratar fielmente lo que ocurrió durante aquel conflicto. Este deliberado hecho, lo diferencia de los autores del Boom, por ejemplo, afines a crear cartografías ficticias, lo que muy bien se aprendió del maestro William Faulkner. Es así que en la poética del autor de Los desengaños del mago los escenarios y personajes protagonista existieron y existen de verdad, tales como Héctor Chacón, Alfonso Rivera y Genaro Ledesma Izquieta, mi querido abuelo, quien por aquellos años ejercía el cargo de alcalde de Cerro de Pasco y, al darle la razón a los comuneros, se vio envuelto en el conflicto y terminó en la temible prisión de Huánuco, el Sepa. Sus hazañas quedarían inmortalizadas para siempre en La tumba del relámpago, donde Ledesma Izquieta es el protagonista. Van estas palabras en recuerdo de Manuel Scorza, un autor un tanto olvidado y que en vida, lo que sucede con todo aquel de renombre y de prestigio, fue odiado y amado por muchos a la vez.