domingo, 9 de agosto de 2020

28 de Julio: ¿algo que celebrar?

 

El siguiente 28 de julio el Perú cumplirá doscientos años de vida republicana, justo cuando Martín Vizcarra le ceda el cargo al nuevo presidente. Vayamos al grano: ¿realmente hay algo que celebrar? Antes del covid-19 nuestro país era congratulado internacionalmente por las supuestas cifras azules de su economía en la región, casi como Chile, donde las apariencias se vinieron abajo, incluso, antes de la pandemia por las protestas contra el sistema. Seguramente por ello recibimos a un gran número de inmigrantes ante la crisis de Venezuela, producto de intereses, cómo no, de grandes potencias y de un caudillo testarudo. Sin embargo, en los últimos meses el covid-19 se ha encargo de pinchar esas burbujas de seudo bonanza. Inequívoco es que Perú, después de Estados Unidos y Brasil, tenga más víctimas fatales: 49 115 según el Sistema Informático Nacional de Defunciones, sinadef, y no las 19 811 que registra el Ministerio de Salud, minsa. Lo que es peor: en este momento es muy probable que superemos los 50 000 fallecidos. Estamos técnicamente empatados con México El acceso a la salud, ante hospitales públicos con limitados recursos, y colapsados, fue un privilegio negado a las mayorías que no podían pagar seguros de veinte mil soles para ser atendidos en clínicas privadas, sin contar los tres mil soles al día que costaba el internamiento. Nuestros mandatarios siempre le dedicaron un bajo porcentaje del Producto Bruto Interno, pbi, es decir, de las riquezas que se producen, al sector educación y salud. Es más, aquella esmirriada cifra no pudo llegar ni al tres por ciento durante el gobierno fallido del otrora presidente de lujo Pedro Pablo Kuczinski, cuando la Organización Mundial de la Salud, oms, recomienda que una nación tiene que invertir, como mínimo, un diez por ciento del pbi en aquel sector. De ahí las escenas desesperantes de pacientes en pasillos de los hospitales o en carpas improvisadas, hasta en sillas y finalmente sobre colchonetas en el suelo. Tristemente, muchos peruanos se han muerto en la calle o en sus casas, compatriotas que hubieran podido salvar sus vidas con una atención.

Al comienzo de la pandemia, mientras el virus se ensañaba con otras naciones, los peruanos comentaban horrorizados lo que ocurría en Ecuador o en Italia, por ejemplo, donde las personas perecían en las calles y los muertos se hacinaban en las casas, en el caso de Guayaquil, y donde los contagios se disparaban marcando nuevos récords, en el caso de Roma y demás ciudades del país europeo. Ahora el Perú es el nuevo foco de atención del mundo. La información que uno encuentra en inglés, por ejemplo, busca responder la interrogante de qué pasó en Perú si acató, casi de inmediato, una cuarentena forzosa y militarizada. Lo segundo saltante es el número de muertos por covid-19 que el minsa no está registrando. Una economía informal, donde muchos peruanos subsisten con lo que ganan día a día, no podía aguantar largos días de encierro. Esto no estuvo compensado con los tardíos y exiguos bonos que el Estado ofreció y con su mala praxis: las colas en los bancos, sin duda, fomentaron la propalación del virus. Debió bancarizarse a esa población, tal como se hizo en Colombia, país de nuestra región. Además, en vez de adelantársele a la enfermedad, proporcionando más camas de cuidados intensivos y llegando a un justo acuerdo con las clínicas privadas, la reactivación económica parece haber relajado las medidas de precaución. Esto se confirma si echamos un vistazo al transporte urbano: caótico y abandonado por la mayoría de autoridades, los protocolos no se aplican en lo más mínimo en combis y cústeres informales.

Un claro caso de que no se aprovechó el tiempo, es decir, que no se adelantó al covid-19, es Cajamarca, departamento que ha pasado de ejemplo ilustre a crisis total. En vez de preparar los hospitales y ejecutar todo el presupuesto asignado, el presidente regional, Mesías Guevara, parece haberse dormido en sus iniciales laureles, cuando la pandemia parecía haberse contenido allí. Lo que en realidad sucedió es que, por su ubicación geográfica, es decir, por estar en la sierra, el virus demoró en difundirse como en la costa. Otro departamento en crisis es Arequipa, donde una ciudadana desesperada correteó al vehículo oficial del presidente para pedirle que mire la realidad de los hospitales, pues Vizcarra durante su visita había dicho, en resumidas cuentas, que las cosas no iban tan mal en la tierra de Mario Vargas Llosa. El país, entonces, va camino a cumplir su bicentenario en medio de una crisis de la que tomará años recuperarse. Para muestra un botón: el semanario Hildebrant en sus Trece, citando un estudio de epidemiología del minsa, señala que se habrían contagiado 2 700 700 ciudadanos en lo que va del curso de la pandemia en el Perú, lo que representa al 25% de la población de Lima y Callao.

En su último mensaje a la nación, entre otras cosas, el presidente prometió que habría un nuevo bono de 760 soles (240 dólares) para familias vulnerables, 200 soles (60 dólares) mensuales, hasta la mayoría de edad, para huérfanos por culpa del coronavirus y una millonaria inversión en el sector salud, además de un plan de reactivación económico. Aquello, sin embargo, no propone una modificación al sistema que produce más pobres y más ricos y que, de una vez por todas, se termine con el centralismo de la capital, pues Lima sigue siendo el Perú. Políticas como el préstamo estatal de 30 mil millones de soles (9 mil millones de dólares) a los bancos para que supuestamente beneficie a la pequeña y mediana empresa (en la práctica, solo 1,4% fue para la micro empresa y 6% para la mediana, mientras que a las corporaciones y grandes empresas, los monopolios, recibieron de préstamo hasta siete veces más) y el “arreglo” al que llegó con las clínicas privadas para que dejen de lucrar con los pacientes covid-19 (como tarifa plana, se llegó a 55 000 soles, 17 000 dólares, sin importar el tiempo que dure la atención) son muestra del rumbo político del gobierno. Nuevamente, ¿hay algo que celebrar?

¿Pero tendríamos algo que celebrar, al cumplirse doscientos años de república, suponiendo que el coronavirus nunca hubiera existido? Mientras países como México y Argentina tuvieron contingentes contestatarios, voces que reclamaban por una patria, nosotros fuimos independizados por un militar argentino y un militar venezolano, dado que a nuestra clase política no le importaba cortar vínculos dependientes con España. El acomodo, el arribismo y el oportunismo, para enriquecerse y mantener las posiciones privilegiadas, eran lo único que importaba. Ese fue el peor legado que nos dejó la colonia: España nunca vio a sus provincias de ultramar como una extensión de su territorio donde la ley se respete. El Perú y sus demás espacios conquistados y arrasados fueron eso, meros territorios para extraer el tan codiciado oro y para explotar a los indios con las encomiendas y las mitas mineras. Prueba de ello es que aproximadamente la mitad de los preciosos minerales extraídos llegaba a Europa, lo demás se perdía en la corrupción de funcionarios públicos. Y cómo no, si en ese entonces los puestos administrativos se vendían en España a aquel que pudiera comprarlo y tuviera conexiones con la corona. Bajo esa lógica es claro que los virreyes y su corte veían la política como un negocio contante y sonante. Y aún ahora, más de trescientos años después, con partidos políticos que venden sus posiciones preferenciales al congreso y con funcionarios públicos elegidos no por méritos sino por nepotismo, o a dedo, aquella lógica subsiste solo que de diferentes maneras.

Mientras tanto la gran masa indígena, los herederos del incanato, quienes constituían aproximadamente el 80% por ciento de la población del Perú, no fueron incluidos en la república oficial. Hay un cuento extraordinario de Enrique López Albújar, “El hombre de la bandera” en Cuentos andinos, autor que oficialmente inaugura el indigenismo en la literatura peruana, que desarrolla aquel drama: tras la ocupación chilena de Huánuco, durante la Guerra del Pacífico, un soldado arenga a los indios y le piden que defiendan la patria. Los indios se niegan con justas razones: para qué defender un país que no los incluye, los rechaza y los explota. El blanco peruano es malo, pero el chileno será peor, dice aquel soldado que, contra todo pronóstico, logra convencer a la comunidad que se levanten en armas y expulsen a los invasores, al menos, de Huánuco. ¿Hay algo que celebrar? No, porque se ganaron batallas pero se perdió la guerra, iniciada por asuntos económicos: cuando el primer presidente civil del Perú durante el siglo xix, Manuel Pardo y Lavalle, estatizó el salitre de las provincias de Arica e Iquique para recaudar más impuestos y, así, rescatar al país de la crisis financiera (aquí es cuando la deuda externa comienza a dispararse) al que los militares empujaron, se chocó con intereses ingleses y chilenos. Más tarde Chile, financiado por Inglaterra, nos declararía la guerra. En el fondo, todos esos caudillos de sable y fusil que irrumpieron el orden constitucional lo hicieron financiados, nuevamente, por intereses económicos de particulares, grupos a los que les devolvería el favor ya en el poder. En esta lista se puede sumar nombres como José Rufino Echenique, Ramón Castilla, Mariano Ignacio Prado, José Balta, militares que asaltaron el poder también para beneficiarse personal y pecuniariamente. ¿Nuestra débil democracia, recuperada hace solo veinte años, no tiene el mismo sentido? ¿Los candidatos a la presidencia financiados por empresas monopólicas, narcotraficantes, empresarios diversos, no siguen esa misma lógica? ¿No fue Nicolás de Piérola, elegido dos veces presidente, aquel que hizo negocios con la casa Dreyfus y el guano? Como resultado de los préstamos, el país se surcó de obras sobrevaluadas que engrosaron la deuda externa. ¿No fue Ramón Castilla quien también firmó el contrato con la casa Grace? Como resultado se entregó lo que quedaba del guano y el usufructo de los ferrocarriles de ese entonces. Todas estas artimañas nos recuerdan a los negociados de Odebrecht, por ejemplo, no solo con el Perú, sino también con distintos países de Latinoamérica. La historia da vueltas, parece confirmarse que es cíclica. ¿Algo que celebrar?

Lo que vino después en el siglo xx es conocido y, básicamente, lo mismo: el regreso de Piérola, el oncenio del dictador Augusto B. Leguía, donde se siguió robando a costa de la deuda externa, la obra y temprana muerte de José Carlos Mariátegui, la fundación del apra y el liderazgo de Víctor Raúl Haya de la Torre, otro caudillo que soñaba con el poder financiado por intereses particulares y sombríos. El historiador peruano Alfonso Quiroz, radicado en Estados Unidos desde los ochentas hasta su muerte en 2013, en su libro Historia de la corrupción en el Perú señala: “Diplomáticos estadounidenses reportaron que un importante donante de la campaña aprista de 1931 fue Carlos Fernández Bácula, un exdiplomático “sospechoso de ser un agente [en el…] tráfico clandestino de narcóticos”. Del mismo modo y en el mismo libro, el asesinato del directivo del diario La Prensa, Francisco Graña Garland en 1947, cometido por apristas, tuvo como móvil ocultar los actos de corrupción del apra al buscar entregar a perpetuidad los yacimientos de petróleo en Sechura a la International Petroleum Company de capital norteamericano. Y es que el periódico de Graña Garland tenía alistado un reportaje donde demostraba la corrupción del partido que fundó Haya de la Torre. Este último, un año después, se aliaría con otro narcotraficante, Eduardo Balarezo, para la insurrección aprista contra el legítimo gobierno de Bustamante y Rivero. Como consecuencia, Manuel Odría llevó a cabo un golpe de Estado al alicaído régimen para tomar el poder. Otro caso más del apra con narcotraficantes se dio con Carlos Lamberg, narco que financiara la candidatura de Haya de la Torre a la constituyente de 1978, cubriera sus gatos hospitalarios y comprara la casa donde el líder de la casa del pueblo muriera. ¿Algo que celebrar que un partido así produjera a Alan García, aquel que, al estilo de Piérola, nos gobernó dos veces?

La reforma Agraria de 1969, aplicado por otro militar, Juan Velasco Alvarado, puso fin al feudalismo de cuatrocientos años en el Perú. No obstante, mal aplicada, hoy en día no generó lo que una bien llevada, bajo los parámetros de una democracia inclusiva, hubiera dado al Perú. Hemos recuperado la democracia tras la caída de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, pero sus secuelas se siguen sintiendo aún hasta ahora. Quizá la más grave de ella es la tolerancia a la corrupción que ha terminado de enquistarse en el imaginario de los ciudadanos. Todos sabían qué iba a hacer políticos como Alan García, Luis Castañeda y aun Keiko Fujimori en el poder e inclusive así se los votó con la horrible excusa de “roba pero hace obra” o “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Los golpes de estado quedarán como funestos episodios de la historia cuando, finalmente, la democracia sea inclusiva, cuando el ciudadano de a pie sienta que las instituciones funcionan y que se gobierna para las mayorías y no para una cúpula. Los militares o civiles golpistas —Nicolás de Piérola, por ejemplo, era financiado por intereses particulares para petardear a los gobiernos de turno y tomar el poder— no tendrán ecos ni aprobación, no podrán vulnerar el orden constitucional si aquello sucede en la población. La pandemia, con las medidas que ha aplicado el gobierno, ha puesto en evidencia que todavía aquello no es inclusivo: de bonos y asistencialismos no se puede sostener ningún país, menos uno como el Perú donde la informalidad es otro gran responsable en el repunte de casos covid-19. Ministros jóvenes de entre 32 y 35 años del saliente, en menos de veinte días, premier Pablo Cateriano pusieron de evidencia, una vez más, la fragilidad de nuestra democracia.

No podría terminar estas líneas respondiendo a la interrogante que ha dado vueltas en esta página: ¿hay algo que celebrar? Sí: nuestra literatura. Ya lo decía Manuel Scorza en su ensayo inédito Literatura: primer territorio libre de América Latina y en la entrevista que concediera a la televisión española por los años setentas que la literatura es el primer territorio liberado, pues la novela es el gran tribunal donde se juzgan las fechorías que en la realidad no. Más que eso, pienso, la literatura peruana constituye una de las más originales escritas en español. Perú es conocido no solo por el ajinomoto y su condimentada comida —un país no puede sentir logrado solo por poseer minerales y ceviches y lomos saltados y haber ido a un mundial de fútbol luego de 36 años—, sino también por su poesía, por César Vallejo, Martín Adán, José María Eguren, Mario Vargas Llosa, Manuel Scorza, José María Arguedas, Gamaliel Churata y un ejército de maestros de la pluma que tenemos. Solamente esto, estoy seguro, da ya para celebrar, pues el arte siempre está más allá, se adelanta a la realidad. ¿No fue un literato, Manuel González Prada, quien lúcidamente denunció las injusticias de su sociedad y, a la vez, compuso hermosos poemas?

Finalmente, Perú y los demás países herederos de grandes civilizaciones prehispánicas a diferencia de China e India, por ejemplo, todavía no han consolidado una identidad, aún no se han reconciliado con sus bases prehispánicas, con la gran cultura de los incas y de los aztecas. La segregación racial, tanto institucional como ciudadana, entre otros grandes problemas que arrastramos —como la corrupción— es muestra fehaciente de ello. Cito a tales gigantes asiáticos pues ellos, al igual que nosotros, y digo nosotros como un solo bloque latinoamericano, fueron dominados por otros países. La invasión japonesa a China es una realidad histórica, la dominación inglesa a India es, también, otra realidad histórica, como una realidad histórica es que ahora sean potencias mundiales. Y es que en medio de los escombros de los cuales resurgieron nunca perdieron su identidad milenaria, eso que precisamente nosotros aún no tenemos, eso que precisamente todavía no hemos consolidado: hasta hace poco el quechua y el aymara eran visto como sinónimos de atraso, doscientos años después Tinta, en Cusco, el pueblo de José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru ii, fue reconstruido y hecha museo —su importancia histórica así lo exigía— por el gobierno militar de Velasco Alvarado. Sobre esto y más podemos leer a John Beverly en su libro The Failure of Latin America. Pasarán muchos años más, todavía, para que consolidemos una nación.