domingo, 30 de octubre de 2016

"Un beso del infierno" de José de Piérola

José de Piérola (1961), escritor peruano residente en Estados Unidos desde comienzos de los noventas, ha publicado tres novelas —El camino de retorno, Pishtaco Slayer y Un beso del infierno— y varios cuentos —recopilados en Norte y Sur— sobre la violencia interna que azotara al país, según el conteo oficial, durante veinte años: de 1980 al 2000. De esta manera, su suma a títulos como Lituma en los Andes de Mario Vargas Llosa, La hora azul de Alonso Cueto, Rosa Cuchillo de Óscar Colchado Lucio y Abril rojo de Santiago Roncagliolo, por nombrar los libros más representativos sobre el tema.
La novela en mención —cuya versión preliminar, Un beso del invierno ganó el premio Novela Corta Julio Ramón Ribeyro 2000— cuenta la vida de un grupo de amigos que un día, tras mucho meditarlo, decide salir de Lima rumbo a la sierra, a la búsqueda de una feliz estadía entre la naturaleza que una altura de 4000 msnm puede ofrecer. Pero un desenlace fatal convierte aquel viaje esperado en una horrenda pesadilla: al amanecer, inexplicablemente y con las manos atadas a la espalda, encuentran muerto al promotor del viaje, Catulo. Así, De Piérola se apoya en parte de la estructura con que Mario Vargas Llosa cuenta sus novelas. El texto está dividido en dos tiempos: el primero, sobre el que se monta la historia, cuenta la acción real; y el segundo se construye a base de flashbacks, los que nos irán mostrando, e iluminando, las demás facetas de los personajes. De manera inmediata me viene a la memoria La ciudad y los perros, pues la estructura es similar: a la vez que se cuenta el robo del examen de química, el castigo a los culpables y la muerte del Esclavo, esta línea de tiempo es rellenada con escenas de los cadetes antes de entrar al Leoncio Prado. Entonces, en Un beso del infierno la línea de tiempo principal constituye la muerte de Catulo y cómo es que los supervivientes se enfrentan al asesino, lo que es reforzado con la exploración de su vida, la de sus amigos y el proceso de conocerse todos, hecho que los llevaría, finalmente, a la sierra del país, escenario principal de las masacres durante el conflicto armado. Esta forma de narración es muy lograda, pues permite al autor mostrar la vida de los personajes antes del viaje, explorar en ellos, y cómo es que estos, en menor o mayor medida, estuvieron envueltos en el conflicto: desapariciones de los paramilitares, militancia en las fuerzas subversivas, resistencia de la izquierda contraria al terrorismo y, lo más importante, las secuelas en una sociedad tan desigual como la limeña.
Por otro lado, contrario a lo que podría pensarse, la novela no desarrolla de lleno los hechos violentos en sus puntos más álgidos. Más bien, se centra en un periodo posterior, cuando la democracia había regresado al Perú en el 2000. Así, el viaje de los amigos se da justo en el momento en que el país comenzaba a dejar atrás ambos escarnios (la de la dictadura y la del terrorismo). Pero he ahí que el fantasma de la guerra resucita del pasado y trae la muerte a ellos. En los flashbacks, o segunda línea de tiempo, los lectores nos enteramos de un soldado al que llamaban Charapa, el que, tras un enfrentamiento contra Vanguardia Revolucionaria (en realidad Sendero Luminoso) enloquece y se interna en las punas más duras e inhóspitas de la sierra. Justo donde aquel grupo de amigos llegó a acampar. En su locura, cree que ellos son vanguardistas y que la guerra interna continúa.
La novela también tiene ríos subterráneos o hilos conductores que tienden símiles entre los personajes. Por ejemplo, Catulo fue expulsado del seminario por no someterse a la doctrina eclesiástica, lo mismo que María, expulsada de Vanguardia Revolucionaria cuando aún era una joven entusiasta. Es decir, ambos eran seres libres que no se dejaron doblegar por las reglas rígidas de las respectivas organizaciones. Entonces, vemos que el autor sugiere, pese a que son completamente distintos, que tanto la iglesia como el grupo subversivo exigen, a sus militantes, una fe ciega que no admite cuestionamientos, despojándolos de su capacidad de dudar, de su propia convicción, es decir, volviéndolos autómatas. Alguien que sí acatara por completo este pedido sería el Charapa, pues jamás puso pero alguno a las órdenes que sus superiores le exigían y abrazó hasta el final las consignas castrenses, lo que lo llevaría a ese estado de demencia y embrutecimiento.

Finalmente, como hiciera Manuel Scorza (a quien de Piérola le dedicara su tesis doctoral) en su pentalogía llamada “La guerra silenciosa”, cinco novelas sobre la resistencia de los campesinos en la sierra central en la década de los cincuenta (entre ellas Redoble por Rancas y La tumba del relámpago), los capítulos cortos que componen el libro enganchan al lector a la historia y no lo sueltan sino hasta terminar el libro. Quizá podríamos decir que hay un tiempo muerto, aquel paso necesario que no avanza en la historia pero que sin embargo está ahí por su función de bisagra y porque explica un hecho que de estar ausente desmontaría la trama entera. Aquí sucede en cómo el narrador protagonista y María, acorralados por el Charapa, encuentran mejor cobijo entre otros cerros. Es por ello que este pasaje trata de ser lo más breve posible y, al final, pasa ligero gracias a la extensión de los capítulos. Al terminar la lectura y cerrar el libro, y esto gracias a la construcción sólida de los personajes, uno tiene la certeza de que la novela no ha terminado y que la vida de los personajes continúa más allá de nuestra lectura: dentro de nosotros mismos, acompañándonos al ir al trabajo, al estudiar o al leer otro libro. Sobre todo, nuestra imaginación se abisma a aquella otra vida que no es contada y que solo aparece sugerida. Sin duda, Un beso del infierno está entre las mejores novelas sobre la guerra interna hasta el momento publicadas.

domingo, 23 de octubre de 2016

"El fuego de las multitudes", segundo libro de Alexis Iparraguirre

Alexis Iparraguirre (Lima, 1974) luego de El inventario de las Naves (Premio Nacional de Narrativa Pontificia Universidad Católica del Perú 2005, concurso actualmente desaparecido) ha publicado su segundo libro: El fuego de las multitudes (2016). El entusiasmo que ha despertado en los lectores se deja sentir en las reseñas y palabras de elogio que en las redes sociales se comparten una y otra vez. Y es aún más al saber que el libro es fruto de la maestría de escritura creativa que el escritor peruano cursó por dos años en la Universidad de Nueva York (NYU). Así, El fuego… se compone de tres cuentos y un relato largo que tienen como escenarios el mundo contemporáneo actual, en especial el último de estos.
El primer cuento, “Albedo”, relata la vida del capitán Musso y su extraño amor por una mujer con desórdenes mentales con la que, a pesar de ello, se casó y tuvo una familia. El cuento, demostrando que el escritor está comprometido con su oficio, se empapa de palabras técnicas sobre la Antártida y los trabajos de exploración que allí se realizan. A todas luces esta historia acusa una investigación —todo el libro, en realidad—, pues nada más el título “Albedo” es un término específico y relativo al ambiente científico de la historia. No obstante lo señalado, el cuento se torna un tanto previsible. Es decir, el lector, desde un inicio, ya sabe que el capitán Musso irá a desaparecer en las profundidades blancas de la Antártida. Y esto se anuncia cuando se entrega ciegamente a las labores de exploración tras la muerte de su esposa, por lo que toda la construcción de un ambiente tan particular como es el polo y la base de exploración pierden cierta conexión: ya se sabe qué pasará y solo se espera el preanunciado desenlace. A este respecto valen recordar las palabras del maestro Gabriel García Márquez cuando escribió Crónica de una muerte anunciada. En una entrevista —la que se puede encontrar en Youtube— confiesa que, a mitad del libro, se dio cuenta que la muerte de su personaje era inminente y lo que habría hecho sería adelantarse hasta el final para comprobar aquello. ¿Qué hizo?: anunció su muerte desde la primera línea de la historia, con lo que el interés se trasladó a otra orilla, en saber cómo moriría Santiago Nassar. Así pues —lo que hasta cierto punto hace recordar a La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares—, el capitán Musso va tras un espejismo que él mismo, en conjunción con un fenómeno atmosférico del polo y una fotografía, ha proyectado de su esposa. Creo que el cuento hubiera podido ganar más si se exploraba por qué un hombre tan ecuánime como el capitán pudo enamorarse de una mujer con tales trastornos.
Aquello previsible también ocurre en el segundo cuento, “No es fábula”, la historia de un profesor de literatura que se enfrenta a la Víbora, personaje que lo quiere fuera de la comunidad universitaria. Y esto sucede, efectivamente, al final del cuento, aunque bajo una justificación poco convincente: la de que todos sus alumnos, coincidentemente, fueron suicidándose luego de llevar su clase. Es decir, se sugiere que la poesía, el contacto con ella, enloquece y vuelve orates a sus protagonistas, a los que se internan en el ojo del huracán de los versos. Esto se refuerza cuando el segundo alumno, leyendo Trilce de César Vallejo, le clava un cuchillo en la cara a su novia. Más allá de que los personajes tengan o hayan nacido con una herida, y esto sea el móvil que los lleve a acercarse a la literatura, es caer en un lugar común —como el nombre Víbora para alguien que es mujer y, a la vez, el villano de la historia— el sugerir que los poetas están locos o son incomprendidos.
El tercer cuento, “Demonio Atómico”, aborda la vida de un científico con una aparente enfermedad terminal que lo hace entregarse por completo a los placeres mundanos, ya en las postrimerías de su vida. Esto se expresa en bailar con la compañía de una mujer hermosa. Por momentos, el estilo hace recordar al más duro Cortázar, aquel que rezuma una prosa hermética. Lo mismo, Iparraguirre construye una historia densa, donde a todas luces su intención fue hacer el texto difícil de leer. Pese a que está contado en tercera persona, es decir, contrario a lo que sería una primera, la voz narrativa se aproxima fielmente a los pensamientos del científico, a tal punto que —y precisamente por ello— se vuelve hermético. Lo mismo ocurre en El perseguidor, por ejemplo. Cuando el saxofonista siente la música, el relato cobra dimensiones extraordinarias al tratar de explicar en palabras aquello. No obstante, había vasos comunicantes que nos hacían aterrizar en la historia, lo que la hacía más asimilable. Y son, aunque quizá a gusto de cada lector, esas conexiones las que faltarían en “Demonio Atómico” para que este no se vuelva un reto de lectura. Pero a diferencia de las dos primeras historias, aquí el personaje sufre una liberación inesperada que supera aquella previsibilidad señalada al comienzo.

Mención aparte merece el último cuento o relato largo Punto ciego. El mérito de la historia es desmenuzar y develar los grupos de poder que dictan el destino de naciones y hasta de continentes enteros. Es elogiable aquello, pues da una interpretación de los hilos invisibles que mueven al mundo. El paso del tiempo demostrará si una propuesta así fue acertada, y precisamente por ello, por el riesgo, es digna de aplaudir. Así, Punto ciego tiene rasgos futuristas, algo muy poco trabajado en la literatura peruana. Por ejemplo, partiendo del hecho de que un expresidente del Congo no fue un héroe, sino que por el contrario siempre supo de las matanzas y atrocidades que se cometían en su país, pero prefirió callar y pasar a la historia como un farsante en secreto, el relato se proyecta hacia una globalidad escalofriante. Aparecen grupos secretos que controlan los fármacos, los armamentos e, incluso, el clima mundial ante un fuego de multitudes —de ahí el título del libro— que deja sugerido un escenario de enfrentamiento y de cambios teñidos de sangre.

domingo, 16 de octubre de 2016

Jean Pierre ovacionado, cuento

Tuve un amigo que pudo llegar muy lejos con la pelota. Se llamaba Jean Pierre y en el barrio todos se peleaban por tenerlo en su equipo. Era alucinante verlo jugar, dribleaba a cualquiera que se le pusiera por delante, como una máquina del baile a lo Maradona y Garrincha juntos, solo que sabía soltar la pelota justo antes de que alguien le espetara «amarrabola». Para él no era un problema jugar en la calle, en el parque o en alguna losa cuando nuestras propinas podían pagar el alquiler de una. No obstante, donde mejor le iba era en la pista: ya se había acostumbradoa la pausa obligada de los carros, a las viejas amargadas que amenazaban con soltar a sus perros y a algún transeúnte que pudiera obstaculizar la fluidez del juego, sin mencionar los huecos de las veredas que a veces daban pases en contra. Pero así como todos lo querían en su equipo, nadie lo llevaba a las fiestas ni le presentaban a las chicas que por entonces afanábamos. Y es que fuera de las canchas en vez de sumar restaba puntos: era un zambito menudo de brazos cortos y bemba colorada, con unos ojos tan saltones que parecían salirse de su cara llena de acné. Los sábados en la noche se aparecía bien perfumado en la esquina del barrio donde solíamos hacer los previos antes de enrumbar a algún tono, con las mismas zapatillas blancas que usaba para jugar, un pantalón sucio y lleno de huecos, y una camisa sin mangas para que sus bracitos no se vean tan diminutos. Lo que más llamaba la atención –mejor dicho, hacía reír–, era el talco que se ponía en los cachetes. Llegaba y de pronto todos enmudecíamos, ni una palabra sobre el quino de Carmela el próximo fin de semana, ni un comentario sobre la fiesta a la que iríamos esa noche, nada que decir de las chicas a las que les habíamos puesto la puntería. Jean Pierre lucía el mismo entusiasmo con el que jugaba a la pelota y hasta compraba la primera cerveza de la noche, pero nadie ponía la segunda y poco a poco el grupo comenzaba a disolverse. Mala suerte de aquel que no pudiera escapar a tiempo y se quedara con él. Una vez me pasó a mí; aunque fue más por compasión que por falta de ingenio que quedé último. El negro me siguió como un perro a todos lados. Al final, nos sentamos a conversar un rato y, estoy seguro, fui el primero en saber la noticia: Me admitieron en el equipo B de Alianza Lima, Fernando; el lunes empiezo con los entrenamientos después del cole. Qué bien, hermano, me alegro mucho, le dije sin creerle y palmeándole la espalda. Para ese momento eran ya como las doce de la noche y las tripas se me retorcían de impotencia al imaginar que Vanesa podría estar bailando con Omar o con Roberto. Así que le dije: Negro, tú y yo nunca nos hemos agarrado a botellazos; anda, cómprate una chela para celebrar tu debut en el equipo. Pobre Jean Pierre, sus ojos resplandecieron y todo su cuerpo comenzó a rezumar un optimismo que le hacía dar saltitos en su sitio mientras esperaba a que yo sacara los únicos pesos que tenía en los bolsillos. Apenas el negro dobló la esquina, salí corriendo al tono, no me import llegar sin plata y no poder comprar la chatita de ron que me daría valor para caerle a Vanesa. Pero al otro día, el domingo en la tarde, el negro estaba ahí, en la calle, listo para jugar. Así de noble era, como si nada hubiera pasado sonreía y dominaba la pelota sin que cayera al suelo: primero con el pie izquierdo, luego con el derecho y también con la cabeza, y hasta usaba el poto que sí tenía grande. Nuevamente nos sacábamos los ojos por tenerlo en nuestro equipo, y creo que eso, más que el partido, era lo que realmente le gustaba.Un día se desapareció de repente y no lo volvimos a ver en las pichangas del barrio. Ya habíamos salido del cole y era un marzo glorioso donde al fin terminaba la pesadilla de los cuadernos, los exámenes y el uniforme; me tomaría de descanso un año entero, poco tiempo para los once de tortura que me tocó vivir. La mañana de un domingo, sufriendo la resaca de una juerga, prendí el televisor. Se disputaba el clásico en el Estadio Nacional cuando en eso veo que un negrito quimboso se lleva a cinco en el area y mete un golazo al ángulo que dejó como un poste al arquero Chávez-Rivas. Por la puta madre, exclamé lleno de emoción, se parece a los goles que hacía Jean Pierre en el barrio. Y, carajo, casi me caigo de la cama cuando me di cuenta de que era él. Al toque me levanté y fui a buscar a la gente. En la noche el negro se apareció bien vestido y con un carro último modelo, rojo intense y lunas polarizadas como siempre habíamos soñado tener. De inmediato, el gordo Aldo puso su jato para una chupeta y llamó a todas las chicas que nunca le presentamos. Pero no fue necesario: de copiloto tenía a una bataclana, de esas que salían bailando en la tele. Tuve que cerrarme la boca con la mano y limpiarme la baba ante tremenda hembra, luego de recibirlos en la casa del gordo. Ese es mi pata, rugió Roberto, pasándole el brazo por el hombro. Siempre te tuve fe, hermano, aseguró el loco Renzo, acercándose. Sabíamos que llegarías lejos, dijo Omar mientras lo cargaba y por poco le besa esa bemba colorada de la que tanto se mofó. Seguía siendo el mismo, Jean Pierre no se había olvidado de su gente del barrio y estaba feliz de mandar a comprar cerveza y comida para todos. Nos contó que el próximo fin de semana arrancaría como titular de visita en Pucallpa, que la Federación Peruana de Fútbol lo había convocado para los próximos encuentros por las eliminatorias y que el representante de un club europeo venía a ver sus partidos en Matute. Por fin el negro era querido fuera de las canchas, aunque después del accidente del fokker nadie lo recuerde y nadie haya ido a dejarle flores al mar de Ventanilla desde aquel 8 de diciembre de 1987.

domingo, 2 de octubre de 2016

"Un cuy entre alemanes" de Wálter Lingán

Wálter Lingán, médico y escritor peruano, reside en Alemania desde hace más de treinta años. Tal parece que a buena hora le llegó una beca para estudiar en el viejo continente, pues en Lima se había involucrado a fondo con la izquierda peruana —creció en Collique, Comas, y tuvo un rol muy activo como joven intelectual— y el terrorismo comenzaba a brotar con fuerza en el país. Así, partió a Alemania, donde, además de estudiar medicina, comenzó su carrera de escritor y a la fecha ha publicado alrededor de quince títulos. Un cuy entre alemanes es su última novela, la que he podido leer gracias a mi abuelo Genaro Ledesma, quien aparece mencionado en las primeras páginas. Cuando paseaba en la feria del libro Lingán tuvo el gesto de saludarlo y obsequiarle su novela.
Quizá, con lo último mencionado, pueda pensarse que leí el libro bajo cierto nervio sentimental. En realidad sí, pero que me haya parecido una buena novela no depende de eso, sino de los propios méritos del texto. Creo poder afirmar, pese a que no presenta aquel sello hasta cierto punto repetitivo, pues Lingán cuenta su historia de una manera distinta al hacerlo a través de la figura del cuy, que la novela se ubica entre las autobiográficas. Desde las primeras páginas somos testigos de la partida del protagonista a tierras alemanas y de su posterior adaptación al medio. El libro se mueve como un sueño, como un viaje de escenas, pues su ritmo de desarrollo es fugaz y en ciento cincuenta páginas, no obstante, ruedan treinta años de una vida nada sosegada, sino todo lo contrario, llena de sobresaltos al adaptarse a Europa, aprender un idioma tan difícil como el alemán y estar pendiente de las nuevas desde Perú. Otro factor que le da aquel carácter peregrino es que la Alemania donde se desenvuelve el cuy no está retratada con una fría objetividad, lo que daría al lector una imagen realista, como una descripción del escenario. No obstante, hay un registro que nos indica que, efectivamente, estamos allí. Esto se debe a las constantes frases y oraciones en alemán que nos vamos encontrando conforme avanzamos con la lectura, además de datos y formas de vida típicas del país europeo. Uno interesante es que el alemán que se aprende en las academias es artificial, creado para que todas las regiones de Alemania hablen un solo idioma, por lo que es posible que alguien que viaje allí, tras haber obtenido su diploma en el Goethe Instituto, por ejemplo, no entienda absolutamente nada al toparse con el alemán hablado en cada región. A ello, hay que sumarle que el joven estudiante peruano de medicina encontró a otros latinos que radicaban en el viejo continente y esos recuerdos están fuertemente vinculados a las lecturas que iba leyendo en cada momento de su vida.
Pero nada haría diferente a Un cuy entre los alemanes si no mencionara la metamorfosis que el personaje principal sufre. Sin que se explique por qué, y paulatinamente, aquel tiene ataques que derivan en transformaciones a un conejillo de indias, diminuto y lleno de pelos. A mi entender, por el carácter retórico de la novela, la transición a cuy es una metáfora, un paso hacia la conversión a escritor. Sintomático es que, a medida que va desarrollando sus habilidades para la “escribidera”, como en la novela se califica al acto de escribir, vayan aumentando esos episodios que lo transforman en cuy. A su vez, esto provoca en el protagonista un voraz apetito sexual que, en casi todos los casos, es correspondido. Desde la distancia, el hombre cuy recuerda los principales acontecimientos que marcaron irremediablemente el destino del país, desde la década de los ochentas hasta el 2014, momento en que fue publicada la novela. Es decir, pese al desarraigo y a la distancia, el país natal estuvo siempre presente.

Así, la eclosión del cuy, su estado definitivo, es una metáfora: la representación del escritor en tierras alemanas que siempre será visto como un ser distinto, por provenir de un país tan alejado y, hasta cierto punto, extraño como el Perú. De ahí que, en Alemania, el elemento más representativo del Perú sea aquel conejillo de indias. Con la lectura de esta novela podemos recordar, o quizá reafirmar, que cada texto tiene un dato escondido: la conclusión o respuesta final que queda en boca de cada lector.