domingo, 27 de agosto de 2017

"Los niños muertos" de Richard Parra

Guardo la impresión, durante mis últimos meses en Perú, que Richard Parra (Lima, 1976) va haciéndose conocido entre los lectores gracias al valor de su obra y no a reseñas o apariciones en los medios de comunicación, pues más de un amigo me insistió en que debía leerlo. Las portadas de sus libros no aparecen impresas en gigantografías a la entrada de ferias o librerías, y hay que tener algo de suerte para toparse con algún ejemplar suyo. Por ahí se lo ve llegar a los eventos literarios con su inconfundible apariencia de motociclista (cabellera larga y casaca negra con cremalleras plateadas), casi como una repentina aparición.
Antes de comentar el tratamiento de la novela, valdría la pena intentar situarlo en la literatura peruana. Por el realismo que recorre sus páginas, bien podría ubicárselo en la narrativa urbana que inauguraron autores como Eduardo Congrains con Lima hora cero y “El niño de junto al cielo”; Julio Ramón Ribeyro con Los gallinazos sin plumas; y Oswaldo Reynoso con Los inocentes y En octubre no hay milagros, trabajos que aparecieron alrededor de 1960 luego de darse la implosión del campo a la ciudad. Es más, el marco cronológico en el que se desarrolla Los niños muertos (2015) parece ubicarse a finales de los setentas para estar más cerca al año de publicación de aquellas obras. Pero a diferencia de los autores citados, Parra ofrece a los lectores un realismo crudo y aún más descarnado, identidad que construye un mundo hostil del que le es imposible escapar a sus personajes.
La novela nos cuenta la vida de los padres de Daniel, Micaela y Simón, unos provincianos que llegaron a Lima para buscar un mejor futuro. Pero pese a que van ascendiendo económicamente (ella aprendió el oficio de sastre y él el de soldador de maquinaria minera) hay un descenso moral que se ve expresado claramente en su hijo, como si la urbe corrompiera de una manera inevitable y particular. Igual que en toda historia, los personajes van atravesando altibajos. De esta manera, la pareja empieza viviendo en Comas, luego se muda al borde del río Rímac y acaba en el corazón de La Victoria. Y mucho antes de llegar a Lima, vivían en Cajamarca, en Celendín específicamente. Las acciones se inician con una escena de atropello: Micaela trabajaba como ambulante en las calles de La Victoria, Gamarra, cuando de pronto se vio envuelta en el grupo que sufrió el embiste de un taxi, cuyo chofer, borracho, echó a la fuga. La voz narradora nos describe la escena con sumo detalle: heridos despanzurrados, sesos salpicados y sobrevivientes aullando de dolor. Este ánimo ultrarrealista recorrerá la novela de principio a fin. Otra escena que vale la pena recordar, por ejemplo, es el estupro que sufrió una niña recicladora: su cuerpo fue hallado en los márgenes del río Rímac, cubierta de basura y acusando ya descomposición.
Como señalaba, el ascenso de la familia es inversamente proporcional a lo que ocurre con Daniel. Y creo que esto es lo más importante del libro. Aquel, en el recorrido de los lugares donde vivieron, tendrá un inicio sexual forzado, verá morir a sus amigos y, además del desenlace final, sufrirá el hostigamiento y abuso de una pandilla cuando finalmente se muden a La Victoria. En complemento, Parra explora en el pasado de sus protagonistas, lo que resulta una manera de hallar el porqué, el leit motiv que los obligó venir a la capital. Ambos, Micaela y Simón, sufrían los abusos del más cavernario machismo y el tener que vivir casi como peones antes de la Reforma Agraria. Los dos escapan de esos infiernos solo para caer a otro infierno: el de la Lima periférica donde pululan los marginales, aquella que fue creciendo desordenadamente y es regulada por la ley del más fuerte. Es decir, no importa el ascenso económico ni el esfuerzo por un bienestar mejor. El mundo siempre será terrible para los que no gozan de una economía sólida, esta vez tomando como víctima a Daniel, su hijo. Y este es el claro discurso político y distintivo de la novela.
Por otro lado, se podría pensar que aquellas escenas fuera de la capital marcan una diferencia con la poética de los autores mencionados, pues en sus obras todo transcurre en el ámbito urbano. Personalmente, discreparía con aquella opinión, pues tales espacios no se desarrollan a profundidad y solo llegan a ser una rápida mirada por aquellas otras realidades. En general, Los niños muertos está construido en base a pequeñas escenas, el capítulo más largo tendrá tres páginas. Por ello, por lo compacto y fragmentario del formato, no se siente que se haya desarrollado un espacio mayor que aporte nuevos matices y miradas. La propuesta es la misma tanto en la sierra como en la costa: la vida es dura para los que no tienen dinero, para los marginados por la sociedad “oficial”, la que estaría asentada en el Centro de Lima y alrededores.
Pero un elemento que tal vez esté por debajo de la estructura y la temática, a mi parecer, es el estilo con que se narra. Uno asiste a una prosa austera, que si bien es cierto evita redundancias y la vuelve directa, al mismo tiempo no tiene un registro diferenciado. Por ejemplo (lo cual es la propuesta de la novela), la voz narradora no introduce reflexiones o descripciones sobre algún escenario, el que podría recaer en Celendín. Todo gira en función a las acciones de los personajes, contado con un estilo formal, y al diálogo de estos últimos, tanto así que por momentos uno llega a pensar que en realidad Los niños muertos es el esqueleto de una novela más larga. Para muestra un botón, muestra que se puede encontrar googleando el nombre del autor: “Daniel vuela su cometa en la barriada limeña donde vive. Unos niños mayores se la piden y él la presta. No consiguen volarla; le dicen que es una mierda. Cuando Daniel se la pide de vuelta, ellos le obligan a que la rompa ahí mismo y le dan un puñetazo”. Con este estilo, más allá de un par de cambios de focalización a primera persona, está narrada gran parte de la novela. No obstante, la propuesta de Los niños muertos funciona con aquel estilo, pues le permite ser cruel y directo, intención de su autor. 

En síntesis, con la lectura de este trabajo de ficción (antes ya había publicado Necrofucker y La pasión de Enrique Lynch, además de La tiranía del Inca, ganador del Copé de Oro en categoría ensayo) uno siente que Parra conoce muy bien aquellos barrios marginales y, sobre todo, que tiene muy clara su propuesta: el mundo, pese a los ascensos económicos, será siempre hostil para los de abajo, como si nunca pudieran escapar de aquel abismo. 

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