domingo, 13 de diciembre de 2020

Historias al ritmo de Fernando Carrasco

Acabo de leer Historias al ritmo de Chacalón de Fernando Carrasco y la sensación que queda, al cerrar el libro, es de haber incursionado por bares, conciertos de chicha, pichangas zonales, atracos, balaceras y ajustes de cuentas, es decir, por esa Lima periférica, y convulsa, que todavía no termina de aparecer en la literatura peruana, como bien señala Arturo Quispe en el colofón del libro.

Las grandes migraciones de la sierra a hacia la costa se iniciaron durante los años cuarenta. El Perú era gobernando por el primer mandato de Manuel Prado Ugarteche, José Bustamante y Rivero y Manuel Odría, cuando se dio la diáspora del campo hacia la ciudad, una implosión que configuraría para siempre la capital. Los nuevos habitantes de Lima tomaron los terrenos adyacentes al centro y ahí fundaron la nueva ciudad. Pasarían veinte años para que aquello se cristalizara en la literatura, lo que finalmente ocurrió con escritores como Oswaldo Reynoso, Enrique Congrains y Julio Ramón Ribeyro. La narrativa urbana, así, iba naciendo, o registrando, los cambios de la época y la reconfiguración de la capital: esta no solo era el centro, Miraflores y vecindarios adyacentes, sino Los Olivos, Comas, La Victoria, Cerro San Cosme, El agustino. Es solo con el conflicto, con la pugna de la Lima vieja con la Lima buena que se produjo buena literatura, porque valía la pena contárselo. Quizá podamos incluir, también, en esta lista al primer Vargas Llosa con La ciudad y los perros, en cuanto el colegio militar Leoncio Prado constituye un pequeño cosmos donde están todas las sangres. Pero aquello es un friso ya hecho de nuestra sociedad. En cambio, los escritores citados registran el movimiento de ese cambio por primera vez.

Podemos decir, entonces, que Fernando Carrasco se inscribe en esa narrativa urbana que Reynoso, Congrains y Ribeyro inauguraron a finales del cincuenta y comienzos del sesenta. Si en Los inocentes se registran a los hijos de esos migrantes que quedan al garate en la gran capital o la llegada de esos migrantes en Lima hora cero o la adaptación y sobrevivencia de los mismos en Los gallinazos sin pluma, en Historias al ritmo de Chacalón los lectores nos acercamos a esos mismos compatriotas que, pese al tiempo transcurrido, todavía no han sido incorporados a la Lima centro, es decir, a la Lima privilegiada. Como alguna vez sentenciara Manuel Scorza: “Miraflores es un distrito rodeado de Perú por todas partes”. El aporte, la principal diferencia de Carrasco con tales narradores, es la inclusión de la música en sus historias no como un elemento ornamental, sino como un personaje más. Incluso, podemos decir que la chicha y los boleros constituyen cráteres argumentativos de ígneo poder narrativo, precisamente como aquellas erupciones volcánicas donde se originan todas las historias. Este procedimiento ya lo había demostrado en Bolero matancero, historias de barrios marginales al son de la música popular. Esta vez, las canciones de Chacalón, el que fuera en vida Lorenzo Palacios, es el que dictamina los quehaceres de los personajes y sus sinos: las letras de sus canciones son el marco poético de las historias de Carrasco.

Además, lo meritorio de este libro de cuentos —y no de relatos, pues hay una diferencia: en el primero la poética, los personajes y escenarios, se repiten, mientras que en el segundo no, por lo que no tienen mucho en común— es que difumina los límites del bien y del mal. Esto sucede en, por ejemplo, “Los Once Chavetas”, cuento con que se inicia el libro. En un cerro populoso un equipo de fútbol compite por ganar el campeonato zonal. La oncena está compuesta por delincuentes con un código moral, pues nunca “trabajan” en su barrio, sino en distritos adinerados y alejados. Su capitán, Chaveta, es un delincuente avezado que llega a un acuerdo con la policía en un desenlace inesperado hacia el final. Como en todas las historias, vemos que estos personajes no buscan delinquir, no quieren ser malhechores, sino que la falta de oportunidades y el querer hacerse del confort que el sistema ofrece —ropa de marca, viajes lujosos, carros nuevos, etcétera— los empuja al camino del hampa. Lo mismo sucede en “Robacarros”, donde Emilio, el pequeño de un taxista, sufre un accidente doméstico. Para salvarlo de la muerte, su padre se ve obligado a percibir más dinero, algo que no podrá lograr con su oficio de chofer. Por lo tanto, se ve obligado a contactar a Malacara, un delincuente que aparecerá en otros cuentos de este volumen y que se dedica, entre otras cosas, a la desmantelación de vehículos robados. De igual forma ocurre en el cuento “¡Al ritmo de Chacalón!”, donde Lorenzo, apodado Chacalón por llamarse igual que el cantante, se ve obligado a delinquir, volviéndose un asaltante temido e importante, para sacar adelante a sus tres hermanos menores. Finalmente, esto también sucede en la última historia, “Tú serás la causa de mi muerte”, donde un taxista jubilado de fechorías vuelve a las malas andadas para hacerse de un dinero extra en medio de su necesidad y pobreza: ahora va a ser padre y necesita, por ende, aumentar sus ingresos.

Pero también es cierto que no solo la pobreza empuja al hampa a los personajes. El amor también puede atizar aquel conflicto en los personajes. Por otro lado, hay que anotar que estas historias estallan durante la segunda mitad de la década de los ochentas, cuando el país se hundía en una de las peores crisis de nuestra historia: tanto en “Los Once Chavetas” como en “Tú serás la causa de mi muerte” se menciona a aquel viejo partido político que había tomado el poder y a su líder, el mismo que se suicidara para evitar la justicia en el caso Odebretch. Entonces, estamos ante un libro de cuentos que sitúa muy bien su espacio temporal y geográfico y nos ofrece a los lectores un friso de aquella Lima que no termina de incorporarse a la central, aquella reducida donde la democracia sí parece alcanzar. Como resultado tenemos personajes que sufren un determinismo, pues ninguno cambio su estatus o situación, todos perecen o se mantiene tal cual luego de diferentes peripecias. Mención especial merece “Tú serás la causa de mi muerte”: aquí no simplemente nos situamos en el terreno de los bares, los conciertos de chicha, las balaceras, los atracos, con impenitentes asaltabancos y asaltacasas, sino en el tráfico ilícito de drogas, es decir, en el narcotráfico, un tema que también, anunciamos, ya tendrá su narrador que lo desarrolle aún más.

En conclusión, “Historias al ritmo de Chacalón” es otro buen libro de relatos de Fernando Carrasco. Fiel a su temática, los lectores somos transportados a esa Lima marginal que Reynoso, Congrains y Ribeyro ya habían inaugurado durante los cincuentas y sesentas. El aporte de Carrasco es que continúa desentrañando esos territorios, explorándolos y entendiéndolos y ofreciéndonos un cuadro de nuestra sociedad, gracias al poder de la literatura, que ningún tratado de sociología o antropología podrá lograr jamás. Sintomático es que todas las historias tengan el registro de la oralidad, pues un personaje le cuenta a otro personaje, que es escritor, lo que sucedió en el barrio, lo que les sucedió a ellos o a otros. Este personaje escritor, finalmente, se confiesa en el último cuento del libro y nos da a entender que él está recolectando las historias. Es decir, el efecto logrado es que los propios protagonistas de estos periplos con sabor a cerveza, olor a pólvora y adrenalina de persecuciones, son quienes hablan directamente y sin el filtro del intelectual, aquel que maneja la palabra y que, por tanto, cree tener la razón, subalternizando al otro. Esto no sucede en “Historias al ritmo de Chacalón”. Se podrá decir que la oralidad, esa primera persona, tiene, entre otros, un problema: elimina el suspenso de saber si a nuestro protagonista le llega la muerte, pues de otro modo no podría contar su historia. Este punto débil no llega a empañar los logros que de por sí el libro tiene. Otro narrador, aunque sin el swing de la música, que también se inscribe en esta temática es Richard Parra con Los niños muertos, libro del que también hemos escrito en este blog.

viernes, 30 de octubre de 2020

El Aura o viaje por las partículas elementales del cosmos

 Jorge Luis Borges en Historia de la eternidad, pasando por Platón, Schopenhauer y Nietzsche, formula su propia teoría del eterno retorno. Si el tiempo es infinito y el mundo se compone de un número desmesurado, pero finito, de átomos y partículas, entonces, en alguna vuelta de milenio yo volveré a estar presente en esta mesa y todos ustedes estarán oyendo estas palabras. No de idéntica forma, pero sí de manera paradigmática: si los grandes temas de la humanidad se vuelven cíclicos —el heroísmo y la cobardía, la traición y la lealtad, por ejemplo—, con más razón los cotidianos. Para demostrar esto el autor de Ficciones, incluso, recurre a la física cuántica y a la evolución de las teorías sobre el tiempo. Quiero postular esta noche que el retorno de Miguel Ildefonso, entre otros, es también el tema de la frontera y de las ciudades de El Paso y Ciudad Juárez. Un solo autor, un creador auténtico, es posible de encerrar un universo entero en su poética. Podemos leer versos sobre el desierto en Canciones en un bar de la frontera, Las ciudades fantasmas, El Paso y Escrito en los afluentes, por mencionar solo algunos de los libros escritos por Ildefonso. ¿De qué trata, entonces, El Aura, ¿el último trabajo de poesía que ahora nos entrega? Precisamente de la desintegración cósmica, una temática que asoma inédita en los ya casi veinte libros que ha entregado a los lectores en su carrera literaria.

No obstante, tengo que refutarme a mí mismo: ya en un poema de El hombre elefante y otros poemas el tema del uno y el universo, de cómo un hombre puede equipararse al cosmos, pues es otro pequeño cosmos, se prefigura en “Noviembre”. Citemos: “No sé a dónde va la tierra y su nave la Vía Láctea y su cuarto el universo y el cosmos entero que se encoge y se expande como mi aturdido corazón esta tarde de noviembre”. El movimiento, entonces, es el lazo entre lo humano y el universo, como los siglos y las horas al tiempo, que permite, en este caso, la combustión del poema. La simiente de esta temática se injertada a un nuevo trabajo, donde germina y florece hasta convertirse en El Aura. Citemos, para empezar, la introducción que se titula “Obertura”: “Escribir es basarse en esa estrella gigante que agoniza, o que quizás ya murió, y es su luz la que aún nos hace pensar que estamos vivos, mirándolo. O es esa estrella la que nos mira, somos su fantasma, su luz aun divagante en el espacio conjeturado”. La luz de aquella estrella no es otra que la verdadera luz de la poesía, pues gracias a ello el yo poético compone los versos que vamos leyendo. Nuevamente, su luz sería única inspiración, la consecuencia de estar en poesía.

El misterio de las palabras, entonces, se va develando. Y así como Borges en Historia de la eternidad busca descifrar el del eterno retorno, también Ildefonso nos dice de qué está hecha la voluntad, por ejemplo. Cito, nuevamente, los primeros versos de “Obertura”: “Sé que mi voluntad es de ser cuarzo o materia elegida por los neutrones. Sé que hay un dios en el desgarramiento del tejido del universo que no tiene nombre, ni voluntad ni pensamiento. El dios de no hay dios”. ¿Qué es la voluntad, el hacer del mundo sino un polvo de cuarzo y de neutrones? La mención a dios no es fortuita ni arbitraria, pese a que la ciencia en apariencia explicaría el universo y, así, mataría objetivamente el mito del hacedor. Pero dios está presente aun cuando no lo está al leer “el dios de no hay dios”.

Avanzando en el poemario, podemos ver que este se divide en, además de “Obertura”, “Chet Baker”, “Balada del Cosmonauta en la Materia Oscura” y “Finale”. Debemos anotar que tanto “Chet Baker” como “Balada del Cosmonauta en la Materia Oscura” son dos largos capítulos que, a su vez, se dividen en “Opus I” y “Opus II”. La mención a los títulos no es vana, sino que, como un telescopio hacia el firmamento, nos va revelando la temática y movimiento del poemario. Así el contenido de El Aura es el cosmos y la frontera El Paso-Ciudad Juárez y su forma la música, pues como en las óperas o recitales hay una introducción, un desarrollo y una síntesis, estructura que ya Aristóteles en su Poética había señalado al analizar la tragedia griega. Como sabemos, Chet Baker fue un trompetista de jazz que alcanzó fama durante los cincuentas y sesentas en Estados Unidos. El lector que espere una loa al músico encontrará, perplejo, que en realidad la voz poética nos transporta al desierto de la frontera y a las muertes impunes que ocurren del lado de Latinoamérica en esta primera parte. Citemos: “Santísimas madres en vertederos de sobras de comida/ calles moldeadas en frío amasadas en aplanadas pistas/ para el comal que colma la insidiosa codicia de la autoridad/ desde su insaciable hambre hasta su matemática bondad/ el excedente de palabras no hace a la poesía:/             lo más barroco que existe es el silencio”. Es importante resaltar los dos últimos versos. Tras una descripción cercana al realismo, necesaria para determinar el espacio, la voz poética nos recuerda que aglutinar vocablos no produce el efecto de la poesía. Lo más barroco, o lo más difícil, entonces, es el silencio o permanecer en silencio, lo que en este contexto es disímil: imposible quedarse callado, de palabras y de poesía, con lo que sucede en la frontera.

Entonces, la pregunta cae por su propio peso: ¿por qué este capítulo tan importante se llama Chet Baker si nos habla de Ciudad Juárez? A lo largo de los versos no solo aparece el trompetista, sino también otros artistas y escritores como Marilyn Monroe, William Burrough, Elizabeth Taylor y Jim Morrison en medio de una atmósfera fantasmal o de espejismos, dado que estamos en el desierto. No solo eso, en esa danza poética también aparecen víctimas del feminicidio en la frontera del lado mexicano, nombres como Alma Chavira Farel, Gladys Janeth Fierro, Sagrario González entran y salen de los sueños de la voz lírica. La promiscuidad de imágenes, esa mixtura que puede llegar a multiplicarse como un cáncer, es la expresión de las emociones plasmadas en el poema. Todos esos personajes aparecen, y desaparecen, como si fueran fantasmas, gracias a que estamos escuchando la trompeta, y la voz, pues también fue cantante, de Chet Baker. La poesía, el don de la labrada palabra, tiene ese poder de transportación gracias a la memoria y a la imaginación. Expresado de otro modo, puedo decir te nombro y estás aquí, pues te percibo, lo percibimos, mediante la poesía. Por ende, el sol, la lluvia y la luna de la página de papel es mejor que el sol, la lluvia y la luna del universo. Para muestra un botón. El final de esta sección termina así: “La veré sentada en la barra y me acercaré despacio. Su vestido verde, sus hombros desnudos en donde depositaré mis manos. Un beso en el cuello hará que me pida perdón”. Y unos versos más adelante: “Chet ronca en la otra esquina de la barra. Su ronquido también es una melodía; alguien sopla dentro de él, él es el instrumento”. En otras palabras, Chet está allí no como persona física, sino como melodía: su música hace posible su aparición que se materializa en el poema.  

La tercera parte, “Balada del Cosmonauta en la Materia Oscura”, como su nombre ya prefigura, constituye un viaje por la vía láctea y el planeta tierra, un viaje por los átomos y partículas de las que está compuesto el universo. Y este viaje permite la aniquilación del yo, que es un estar en todos los lugares al mismo tiempo. La aparición de Galileo Galilei, nuevamente, no es fortuita y responde a ese afán de contemplar y entender el mundo. Quiero resaltar de esta sección el ritmo con el que están compuestos los versos. Cito parte de una estrofa: “Callar no es estar en silencio, no dormir es tragar la humedad del invierno y masticar el asma de amar en sotana marrón como San Francisco descalzo en medio de estos muros blancos como si fuera el mundo un nosocomio manejado por el dinero que se extrae de la roca que heredó del meteorito”. Son muchos los autores que han intentado transportar el ritmo, el síncope, de la música a la literatura. El caso más inmediato que mi memoria me ofrece ahora es el de Jack Kerouac, quien rescribió todo On the Road en tan solo tres semanas, su más celebrada obra, cuando creyó encontrar el ritmo del jazz en la prosa con que su amigo Neal Cassady le escribía cartas. De igual forma, esta sección de El Aura se caracteriza por un estilo musical y fluido, que se lleve por delante la sintaxis y todos los signos de puntuación, pues estorban, el mismo estilo que tenía Chat Baker al tocar su trompeta. En este caso, el ritmo de la música, la improvisación divina del jazz, le sirve a Ildefonso para tratar el tema divino del cosmos y del universo. Esto último queda diáfano en “Finale”, capítulo con que se cierra el libro. Cito: “Ray Charles Baudelaire es el dios africano que en un lugar del universo se sienta a pescar cometas, meteoritos, estrellas fugaces”. Un gran músico y un gran poeta se encargan de los quehaceres supremos de la existencia, y a la vez revelan sus influencias sobre nuestro autor.

Para finalizar, El Aura cumple con ser ese eterno regreso del que hablábamos y para el cual citamos a Borges al comienzo. Pero no es un retorno idéntico, sino un retorno reinventado: el tema de la frontera es trenzado con una nueva temática que ha ido aflorando con más fuerza en los últimos trabajos poéticos de Ildefonso: el caos del universo, las partículas elementales con las que están compuestas la realidad fuera de la hoja de papel y la desintegración del yo en esquirlas regadas por todas partes. Nuevamente, como todo autor que es dueño de una poética singular, aparecen la música, la musa, los viajes, los bares, El Paso y Ciudad Juárez con ese añadido que es el cosmos, lo que constituye una nueva expansión en el trabajo de nuestro autor.

domingo, 9 de agosto de 2020

28 de Julio: ¿algo que celebrar?

 

El siguiente 28 de julio el Perú cumplirá doscientos años de vida republicana, justo cuando Martín Vizcarra le ceda el cargo al nuevo presidente. Vayamos al grano: ¿realmente hay algo que celebrar? Antes del covid-19 nuestro país era congratulado internacionalmente por las supuestas cifras azules de su economía en la región, casi como Chile, donde las apariencias se vinieron abajo, incluso, antes de la pandemia por las protestas contra el sistema. Seguramente por ello recibimos a un gran número de inmigrantes ante la crisis de Venezuela, producto de intereses, cómo no, de grandes potencias y de un caudillo testarudo. Sin embargo, en los últimos meses el covid-19 se ha encargo de pinchar esas burbujas de seudo bonanza. Inequívoco es que Perú, después de Estados Unidos y Brasil, tenga más víctimas fatales: 49 115 según el Sistema Informático Nacional de Defunciones, sinadef, y no las 19 811 que registra el Ministerio de Salud, minsa. Lo que es peor: en este momento es muy probable que superemos los 50 000 fallecidos. Estamos técnicamente empatados con México El acceso a la salud, ante hospitales públicos con limitados recursos, y colapsados, fue un privilegio negado a las mayorías que no podían pagar seguros de veinte mil soles para ser atendidos en clínicas privadas, sin contar los tres mil soles al día que costaba el internamiento. Nuestros mandatarios siempre le dedicaron un bajo porcentaje del Producto Bruto Interno, pbi, es decir, de las riquezas que se producen, al sector educación y salud. Es más, aquella esmirriada cifra no pudo llegar ni al tres por ciento durante el gobierno fallido del otrora presidente de lujo Pedro Pablo Kuczinski, cuando la Organización Mundial de la Salud, oms, recomienda que una nación tiene que invertir, como mínimo, un diez por ciento del pbi en aquel sector. De ahí las escenas desesperantes de pacientes en pasillos de los hospitales o en carpas improvisadas, hasta en sillas y finalmente sobre colchonetas en el suelo. Tristemente, muchos peruanos se han muerto en la calle o en sus casas, compatriotas que hubieran podido salvar sus vidas con una atención.

Al comienzo de la pandemia, mientras el virus se ensañaba con otras naciones, los peruanos comentaban horrorizados lo que ocurría en Ecuador o en Italia, por ejemplo, donde las personas perecían en las calles y los muertos se hacinaban en las casas, en el caso de Guayaquil, y donde los contagios se disparaban marcando nuevos récords, en el caso de Roma y demás ciudades del país europeo. Ahora el Perú es el nuevo foco de atención del mundo. La información que uno encuentra en inglés, por ejemplo, busca responder la interrogante de qué pasó en Perú si acató, casi de inmediato, una cuarentena forzosa y militarizada. Lo segundo saltante es el número de muertos por covid-19 que el minsa no está registrando. Una economía informal, donde muchos peruanos subsisten con lo que ganan día a día, no podía aguantar largos días de encierro. Esto no estuvo compensado con los tardíos y exiguos bonos que el Estado ofreció y con su mala praxis: las colas en los bancos, sin duda, fomentaron la propalación del virus. Debió bancarizarse a esa población, tal como se hizo en Colombia, país de nuestra región. Además, en vez de adelantársele a la enfermedad, proporcionando más camas de cuidados intensivos y llegando a un justo acuerdo con las clínicas privadas, la reactivación económica parece haber relajado las medidas de precaución. Esto se confirma si echamos un vistazo al transporte urbano: caótico y abandonado por la mayoría de autoridades, los protocolos no se aplican en lo más mínimo en combis y cústeres informales.

Un claro caso de que no se aprovechó el tiempo, es decir, que no se adelantó al covid-19, es Cajamarca, departamento que ha pasado de ejemplo ilustre a crisis total. En vez de preparar los hospitales y ejecutar todo el presupuesto asignado, el presidente regional, Mesías Guevara, parece haberse dormido en sus iniciales laureles, cuando la pandemia parecía haberse contenido allí. Lo que en realidad sucedió es que, por su ubicación geográfica, es decir, por estar en la sierra, el virus demoró en difundirse como en la costa. Otro departamento en crisis es Arequipa, donde una ciudadana desesperada correteó al vehículo oficial del presidente para pedirle que mire la realidad de los hospitales, pues Vizcarra durante su visita había dicho, en resumidas cuentas, que las cosas no iban tan mal en la tierra de Mario Vargas Llosa. El país, entonces, va camino a cumplir su bicentenario en medio de una crisis de la que tomará años recuperarse. Para muestra un botón: el semanario Hildebrant en sus Trece, citando un estudio de epidemiología del minsa, señala que se habrían contagiado 2 700 700 ciudadanos en lo que va del curso de la pandemia en el Perú, lo que representa al 25% de la población de Lima y Callao.

En su último mensaje a la nación, entre otras cosas, el presidente prometió que habría un nuevo bono de 760 soles (240 dólares) para familias vulnerables, 200 soles (60 dólares) mensuales, hasta la mayoría de edad, para huérfanos por culpa del coronavirus y una millonaria inversión en el sector salud, además de un plan de reactivación económico. Aquello, sin embargo, no propone una modificación al sistema que produce más pobres y más ricos y que, de una vez por todas, se termine con el centralismo de la capital, pues Lima sigue siendo el Perú. Políticas como el préstamo estatal de 30 mil millones de soles (9 mil millones de dólares) a los bancos para que supuestamente beneficie a la pequeña y mediana empresa (en la práctica, solo 1,4% fue para la micro empresa y 6% para la mediana, mientras que a las corporaciones y grandes empresas, los monopolios, recibieron de préstamo hasta siete veces más) y el “arreglo” al que llegó con las clínicas privadas para que dejen de lucrar con los pacientes covid-19 (como tarifa plana, se llegó a 55 000 soles, 17 000 dólares, sin importar el tiempo que dure la atención) son muestra del rumbo político del gobierno. Nuevamente, ¿hay algo que celebrar?

¿Pero tendríamos algo que celebrar, al cumplirse doscientos años de república, suponiendo que el coronavirus nunca hubiera existido? Mientras países como México y Argentina tuvieron contingentes contestatarios, voces que reclamaban por una patria, nosotros fuimos independizados por un militar argentino y un militar venezolano, dado que a nuestra clase política no le importaba cortar vínculos dependientes con España. El acomodo, el arribismo y el oportunismo, para enriquecerse y mantener las posiciones privilegiadas, eran lo único que importaba. Ese fue el peor legado que nos dejó la colonia: España nunca vio a sus provincias de ultramar como una extensión de su territorio donde la ley se respete. El Perú y sus demás espacios conquistados y arrasados fueron eso, meros territorios para extraer el tan codiciado oro y para explotar a los indios con las encomiendas y las mitas mineras. Prueba de ello es que aproximadamente la mitad de los preciosos minerales extraídos llegaba a Europa, lo demás se perdía en la corrupción de funcionarios públicos. Y cómo no, si en ese entonces los puestos administrativos se vendían en España a aquel que pudiera comprarlo y tuviera conexiones con la corona. Bajo esa lógica es claro que los virreyes y su corte veían la política como un negocio contante y sonante. Y aún ahora, más de trescientos años después, con partidos políticos que venden sus posiciones preferenciales al congreso y con funcionarios públicos elegidos no por méritos sino por nepotismo, o a dedo, aquella lógica subsiste solo que de diferentes maneras.

Mientras tanto la gran masa indígena, los herederos del incanato, quienes constituían aproximadamente el 80% por ciento de la población del Perú, no fueron incluidos en la república oficial. Hay un cuento extraordinario de Enrique López Albújar, “El hombre de la bandera” en Cuentos andinos, autor que oficialmente inaugura el indigenismo en la literatura peruana, que desarrolla aquel drama: tras la ocupación chilena de Huánuco, durante la Guerra del Pacífico, un soldado arenga a los indios y le piden que defiendan la patria. Los indios se niegan con justas razones: para qué defender un país que no los incluye, los rechaza y los explota. El blanco peruano es malo, pero el chileno será peor, dice aquel soldado que, contra todo pronóstico, logra convencer a la comunidad que se levanten en armas y expulsen a los invasores, al menos, de Huánuco. ¿Hay algo que celebrar? No, porque se ganaron batallas pero se perdió la guerra, iniciada por asuntos económicos: cuando el primer presidente civil del Perú durante el siglo xix, Manuel Pardo y Lavalle, estatizó el salitre de las provincias de Arica e Iquique para recaudar más impuestos y, así, rescatar al país de la crisis financiera (aquí es cuando la deuda externa comienza a dispararse) al que los militares empujaron, se chocó con intereses ingleses y chilenos. Más tarde Chile, financiado por Inglaterra, nos declararía la guerra. En el fondo, todos esos caudillos de sable y fusil que irrumpieron el orden constitucional lo hicieron financiados, nuevamente, por intereses económicos de particulares, grupos a los que les devolvería el favor ya en el poder. En esta lista se puede sumar nombres como José Rufino Echenique, Ramón Castilla, Mariano Ignacio Prado, José Balta, militares que asaltaron el poder también para beneficiarse personal y pecuniariamente. ¿Nuestra débil democracia, recuperada hace solo veinte años, no tiene el mismo sentido? ¿Los candidatos a la presidencia financiados por empresas monopólicas, narcotraficantes, empresarios diversos, no siguen esa misma lógica? ¿No fue Nicolás de Piérola, elegido dos veces presidente, aquel que hizo negocios con la casa Dreyfus y el guano? Como resultado de los préstamos, el país se surcó de obras sobrevaluadas que engrosaron la deuda externa. ¿No fue Ramón Castilla quien también firmó el contrato con la casa Grace? Como resultado se entregó lo que quedaba del guano y el usufructo de los ferrocarriles de ese entonces. Todas estas artimañas nos recuerdan a los negociados de Odebrecht, por ejemplo, no solo con el Perú, sino también con distintos países de Latinoamérica. La historia da vueltas, parece confirmarse que es cíclica. ¿Algo que celebrar?

Lo que vino después en el siglo xx es conocido y, básicamente, lo mismo: el regreso de Piérola, el oncenio del dictador Augusto B. Leguía, donde se siguió robando a costa de la deuda externa, la obra y temprana muerte de José Carlos Mariátegui, la fundación del apra y el liderazgo de Víctor Raúl Haya de la Torre, otro caudillo que soñaba con el poder financiado por intereses particulares y sombríos. El historiador peruano Alfonso Quiroz, radicado en Estados Unidos desde los ochentas hasta su muerte en 2013, en su libro Historia de la corrupción en el Perú señala: “Diplomáticos estadounidenses reportaron que un importante donante de la campaña aprista de 1931 fue Carlos Fernández Bácula, un exdiplomático “sospechoso de ser un agente [en el…] tráfico clandestino de narcóticos”. Del mismo modo y en el mismo libro, el asesinato del directivo del diario La Prensa, Francisco Graña Garland en 1947, cometido por apristas, tuvo como móvil ocultar los actos de corrupción del apra al buscar entregar a perpetuidad los yacimientos de petróleo en Sechura a la International Petroleum Company de capital norteamericano. Y es que el periódico de Graña Garland tenía alistado un reportaje donde demostraba la corrupción del partido que fundó Haya de la Torre. Este último, un año después, se aliaría con otro narcotraficante, Eduardo Balarezo, para la insurrección aprista contra el legítimo gobierno de Bustamante y Rivero. Como consecuencia, Manuel Odría llevó a cabo un golpe de Estado al alicaído régimen para tomar el poder. Otro caso más del apra con narcotraficantes se dio con Carlos Lamberg, narco que financiara la candidatura de Haya de la Torre a la constituyente de 1978, cubriera sus gatos hospitalarios y comprara la casa donde el líder de la casa del pueblo muriera. ¿Algo que celebrar que un partido así produjera a Alan García, aquel que, al estilo de Piérola, nos gobernó dos veces?

La reforma Agraria de 1969, aplicado por otro militar, Juan Velasco Alvarado, puso fin al feudalismo de cuatrocientos años en el Perú. No obstante, mal aplicada, hoy en día no generó lo que una bien llevada, bajo los parámetros de una democracia inclusiva, hubiera dado al Perú. Hemos recuperado la democracia tras la caída de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, pero sus secuelas se siguen sintiendo aún hasta ahora. Quizá la más grave de ella es la tolerancia a la corrupción que ha terminado de enquistarse en el imaginario de los ciudadanos. Todos sabían qué iba a hacer políticos como Alan García, Luis Castañeda y aun Keiko Fujimori en el poder e inclusive así se los votó con la horrible excusa de “roba pero hace obra” o “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Los golpes de estado quedarán como funestos episodios de la historia cuando, finalmente, la democracia sea inclusiva, cuando el ciudadano de a pie sienta que las instituciones funcionan y que se gobierna para las mayorías y no para una cúpula. Los militares o civiles golpistas —Nicolás de Piérola, por ejemplo, era financiado por intereses particulares para petardear a los gobiernos de turno y tomar el poder— no tendrán ecos ni aprobación, no podrán vulnerar el orden constitucional si aquello sucede en la población. La pandemia, con las medidas que ha aplicado el gobierno, ha puesto en evidencia que todavía aquello no es inclusivo: de bonos y asistencialismos no se puede sostener ningún país, menos uno como el Perú donde la informalidad es otro gran responsable en el repunte de casos covid-19. Ministros jóvenes de entre 32 y 35 años del saliente, en menos de veinte días, premier Pablo Cateriano pusieron de evidencia, una vez más, la fragilidad de nuestra democracia.

No podría terminar estas líneas respondiendo a la interrogante que ha dado vueltas en esta página: ¿hay algo que celebrar? Sí: nuestra literatura. Ya lo decía Manuel Scorza en su ensayo inédito Literatura: primer territorio libre de América Latina y en la entrevista que concediera a la televisión española por los años setentas que la literatura es el primer territorio liberado, pues la novela es el gran tribunal donde se juzgan las fechorías que en la realidad no. Más que eso, pienso, la literatura peruana constituye una de las más originales escritas en español. Perú es conocido no solo por el ajinomoto y su condimentada comida —un país no puede sentir logrado solo por poseer minerales y ceviches y lomos saltados y haber ido a un mundial de fútbol luego de 36 años—, sino también por su poesía, por César Vallejo, Martín Adán, José María Eguren, Mario Vargas Llosa, Manuel Scorza, José María Arguedas, Gamaliel Churata y un ejército de maestros de la pluma que tenemos. Solamente esto, estoy seguro, da ya para celebrar, pues el arte siempre está más allá, se adelanta a la realidad. ¿No fue un literato, Manuel González Prada, quien lúcidamente denunció las injusticias de su sociedad y, a la vez, compuso hermosos poemas?

Finalmente, Perú y los demás países herederos de grandes civilizaciones prehispánicas a diferencia de China e India, por ejemplo, todavía no han consolidado una identidad, aún no se han reconciliado con sus bases prehispánicas, con la gran cultura de los incas y de los aztecas. La segregación racial, tanto institucional como ciudadana, entre otros grandes problemas que arrastramos —como la corrupción— es muestra fehaciente de ello. Cito a tales gigantes asiáticos pues ellos, al igual que nosotros, y digo nosotros como un solo bloque latinoamericano, fueron dominados por otros países. La invasión japonesa a China es una realidad histórica, la dominación inglesa a India es, también, otra realidad histórica, como una realidad histórica es que ahora sean potencias mundiales. Y es que en medio de los escombros de los cuales resurgieron nunca perdieron su identidad milenaria, eso que precisamente nosotros aún no tenemos, eso que precisamente todavía no hemos consolidado: hasta hace poco el quechua y el aymara eran visto como sinónimos de atraso, doscientos años después Tinta, en Cusco, el pueblo de José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru ii, fue reconstruido y hecha museo —su importancia histórica así lo exigía— por el gobierno militar de Velasco Alvarado. Sobre esto y más podemos leer a John Beverly en su libro The Failure of Latin America. Pasarán muchos años más, todavía, para que consolidemos una nación.

viernes, 1 de mayo de 2020

El Covid-19 y la utopía del capital


Retornaba de Ciudad de México a Pittsburgh, Pensilvania, cuando el Covid-19 dejó de convertirse en un rumor que atacaba a países a lo lejos. Finalmente el Coronavirus había llegado a Estados Unidos y las autoridades, tras una lenta reacción, comenzaban a tomar cartas en el asunto: se cerraban las fronteras y se suspendían los vuelos de China y Europa por un mes. La incertidumbre y el miedo empezó a expandirse más rápido que la pandemia. Tuve suerte: días antes estuve en El Paso, TX, para participar en un congreso de literatura mexicana en la segunda universidad de donde obtuve un grado académico: The University of Texas at El Paso. La resonancia de la nostalgia —había vuelto unos días a la ciudad donde viví tres intensos años— cedió a la incertidumbre por el futuro. De vuelta a Pensilvania me enteré de la resolución adoptada por The University of Pittsburgh: se cerraban el campus, bibliotecas, gimnasios y oficinas administrativas, y las clases pasarían de ser presenciales a modalidad on-line.
Lo que más llamó mi atención fue el contraste de medidas adoptadas entre Estados Unidos y Perú. Todas las tiendas en Pittsburgh, por ejemplo, cerraron, menos las farmacias, mercados y restaurantes con servicio delivery. Mientras tanto en Perú el lockdown fue total, pues con una cuarentena militarizada las personas solo podían salir a la calle a comprar comida. El gobierno trataba, así, de enmendar la falta de control durante los primeros días de marzo en el aeropuerto Jorge Chávez. El remedio, entendible hasta cierto punto, quizá haya resultado peor que la enfermedad. Cientos de personas —agotados sus recursos tras las semanas de inmovilidad— buscan volver a sus regiones tanto de la selva como de la sierra y lo hacen a pie por las carreteras y cargando a sus hijos y arrastrando sus bultos. Quizá —digo es un decir, como decía César Vallejo— hubiera sido necesario, primero, conceder unos días para que ese afluente de personas pueda volver a sus puntos de origen y, así, el virus se hubiera llevado menos a provincias, pues ahora tales peregrinos están infectados. Como sabemos, los estados más golpeados son New York y New Jersey, en ambos tengo familiares y amigos, quienes, afortunadamente, están física, pero no mentalmente bien: el virus se ha llevado a algunos conocidos y compañeros suyos de trabajo. Si ellos, con tales pérdidas, están tristes y desanimados, se explica entonces los suicidios de algunos médicos y enfermeros en New York, profesionales de la salud que estuvieron en la primera línea de combate atendiendo, día a día y en maratónicas jornadas, a los enfermos. Cientos de vidas se fueron para siempre ante sus ojos, igual o peor que en una guerra nuclear. Es imposible, y hasta sería una burla, comparar la realidad de países como Estados Unidos y Perú, no obstante, creo es necesario para poder entender la magnitud del problema y la naturaleza de las medidas adoptadas.
Mientras en Perú el presidente Martín Vizcarra se ha tomado la pandemia en serio, en Estados Unidos Donald Trump ha minimizado sus efectos. Primero dijo que la flu —la gripe del norte, digamos, mucho más letal que un resfriado— mataba miles de personas al año y nadie enloquecía, luego, cuando el virus llegó al gran país del dólar, dijo que solo eran unos cuantos casos y que todo estaba controlado. Como consecuencia, el Covid-19 ya ha tomado la vida de más de 60 000 norteamericanos, además de generar pérdidas de millones de dólares y recesión general. Como si no fuera suficiente, sus recientes declaraciones a la prensa han descolocado a más de uno, incluyendo sus supporters. Incluso, gente de su entorno y del partido republicado ya comienzan a retirarle su confianza. Para muestra un botón: tras declarar que estaba siendo sarcástico con lo de inyectarse desinfectantes —¿sarcasmo en un momento como este?—, al día siguiente no apareció en la conferencia de prensa que daba todos los días desde White House. Mientras China ya ha controlado el virus y le va sacando ventaja, pues su economía vuelve a la normalidad, Estados Unidos parece hundirse cada vez más y más no solo en la crisis, sino en la crisis institucional. Imaginemos, como sostienen algunos, que fue la Organización de la Salud —a quien Trump ya retiró su apoyo económico y acusó de servir a los intereses chinos— quien hizo bajar la guardia a Estados Unidos, ¿no es responsabilidad de un gobierno la respuesta al virus una vez que ya está en su territorio? Es más, científicos de todo el mundo habían alertado, con bastante antelación, del posible brote de un nuevo virus en Global Trends 2025: A Transformed World (disponible gratuitamente en pdf y en Internet). Sin embargo, las potencias mundiales de occidente prefirieron “invertir” en economía. Por su parte, Perú el 10 de mayo cumplirá dos meses de cuarentena como la medida más importante para frenar el avance del Covid-19. Sin embargo, aquello no parece ser suficiente. El presidente —nuevamente, digo es un decir—, ante la precariedad del sistema de salud público, debió echar mano del sistema privado con mayor antelación. Con esto se hubiera podido evitar muertes y el triste contagio del personal médico que pone en riesgo su vida al luchar contra la pandemia todos los días. A ello se puede sumar el accionar de la policía en estos meses, pues los efectivos han estado en contacto con las masas y, como consecuencia, ya hay cientos de fallecidos.
Pero hay algo en común en los dos países: buena parte de la población no respeta el aislamiento social y la distancia. Por ejemplo, cada vez que salgo a comprar víveres a las tiendas de Pittsburgh veo gente en las calles y no todos van por comida, pues andan ejercitándose, realizando su respectivo footing. No solo eso, el día que salí a buscar mascarillas fuera de Bloomfield, mi vecindario —las encontré a cuatro dólares cada una y en un restaurante chino (seguramente, accesorios para el personal de limpieza o mantenimiento), pues en las farmacias están agotadas— encontré a mucha gente sacando a pasear a sus en grupos perros e, incluso, en los parques niños corrían y jugaban a la pelota. Lo mismo podríamos decir de Perú, donde la cuarentena, en sus últimos días sobre todo, ya no está siendo acatada como se debería por personas que no tienen la necesidad imperiosa de salir a la calle.
Tenía un vuelo programado para Perú el 25 de mayo desde el aeropuerto John F. Kennedy de New York. Afortunadamente, pude adelantar la fecha de vuelo para el 13 con destino Lima, y, lo más importante, modificar el lugar de partida: ahora volaré desde Pittsburgh, Pensilvania. No obstante, ya la aerolínea me informó que no habrá vuelos en mayo y que será reprogramado para junio y así sucesivamente hasta que la situación se regularice. Lo cual no sabemos cuándo vaya a suceder. Por su parte, la universidad todavía no informa qué tipo de modalidad será adoptada para el semestre Fall-II, es decir, para el periodo que va de agosto a diciembre. Todo parece indicar que seguiremos on-line, con lo que muchos pendientes surgirán en el camino respecto a la enseñanza a distancia. Mientras tanto continúo leyendo, escribiendo, viendo películas y tocando, cuando estoy aburrido, la guitarra, en una casa cuyo contrato vence en agosto. Parece que más ahora que nunca las decisiones han de tomarse día a día y en función a ese ente microscópico, imperceptible a nuestros sentidos. José Saramago, el gran escritor portugués, propone en Ensayo sobre la ceguera exactamente lo que está sucediendo hoy en día: de pronto una pandemia —en su caso, una ceguera blanca— golpea a los países del mundo, sociedades en donde aparentemente se había logrado bonanza gracias al capitalismo. El efecto de la epidemia, no obstante, desnuda por completo las desigualdades que el sistema engendra. Los críticos de la izquierda los acusan de utópicos y de que el sueño de que los seres humanos sean, finalmente, de igual valor se convirtió en pesadilla gracias a lo que pasó con el comunismo en Rusia y Cuba, pequeño país que pese al bloqueo económico en vez de bases militares exporta galenos. No obstante, a la luz de los hechos —con millonarios que piden impuestos a la riqueza y ante el enorme número de pobres en el mundo— apostar por igualdad de oportunidades para todos dentro del capitalismo es, de igual forma, otra utopía, del que optimistamente ya empezamos a despertar.