domingo, 19 de febrero de 2017

"Relatos salvajes" o el homo sapiens sapiens del siglo xxi

Es la tercera vez que veo aquel film y mi entusiasmo, a diferencia de lo que podría suceder con la relectura de algunas novelas o el consumo de otras películas, continúa fortaleciéndose. En Argentina el trabajo de Damián Szifron, quien antes solo había escrito y dirigido cortos y series de televisión, ha causado un alto revuelo. Y no es para menos. Son seis historias sublevantes nacidas de la modernidad en el que el mundo entero vive. La primera reúne a un montón de conocidos, amantes y antiguos amigos de un tal Pasternac en un vuelo de avión. Cuando se descubre que todos los tripulantes conocen al piloto, justamente el tal Pasternac, el avión comienza a sufrir turbulencias sin que nadie pueda entrar a la cabina principal. Finalmente, el avión se estrella en la casa de dos ancianos cuando el que fue su siquiatra golpea la puerta y le insiste que en que ellos son inocentes; los verdaderos culpables son sus padres, precisamente tales ancianos. Rápidamente, nos enteremos de que fue atormentado por sus compañeros en el colegio, padeció la incomprensión de los profesores y, más adelante, sería apabullado por el juicio atroz de un crítico contra su trabajo como músico; por último, hasta su prometida terminó engañándolo con su mejor amigo.
Pero si solo nos centráramos en esa historia, no habría elementos que nos lleven a pensar que el film es sublevante y diríamos que aquel personaje sería, solamente, un desafortunado de la vida. No obstante, la segunda de ellas ya nos da las primeras pistas para colegir que, en realidad, el problema es la sociedad. Una antigua autoridad de un pueblo llega a un restaurante perdido en una carretera. De pronto, la mesera lo reconoce. A pesar del tiempo transcurrido, tiene grabado en la memoria su rostro y, en especial, su accionar: por su culpa su papá se suicidó, al ahorcar financieramente a su familia, e intentó seducir a su mamá a tal punto que tuvieron que abandonar su ciudad. Y lo que es peor, ahora el tipo quiere ser alcalde de un condado más grande. Todo esto la mesera le cuenta a la cocinera, una mujer madura, quien le propone envenenarlo y así colaborar con la limpieza del mundo. La mujer ya había estado en la cárcel y confiesa que ese aislamiento era mejor que estar de vuelta a la sociedad. Nuevamente, una historia que nos remite a aquella gran interrogante que Fedor Dostoiésvki propusiera en Crimen y castigo: ¿es válido pasar por encima de lo ético, de lo normativo, y asesinar a un ser hostil y miserable, cuya presencia solo contamina el entorno donde se desarrolla?
No obstante, es el tercer relato donde el infierno burocrático y las diferencias de clase desatan una mortal pelea. El dueño de un Audi manejaba plácidamente por la carretera cuando, en una curva, intenta pasar a un carro viejo y lerdo. El chofer de este último no lo deja avanzar y, adrede, le cierra el paso. Al dejarlo atrás, el dueño del Audi lo insulta y le muestra el dedo medio. Pero más adelante se le pincha una llanta y, mientras espera a que lo asista la grúa a la que llamó, lo alcanza el segundo chofer. La devolución al insulto es abruptamente desproporcional: el tipo le arranca una pluma del parabrisas, se lo raja a palos y finalmente lo mea. Vemos, en esta gran historia, que el inconformismo del pobre y la repentina posibilidad de desahogarse es brutal, lo mismo que la posterior respuesta del rico: ambas clases se miran de lejos y con odio (lo demuestra el insulto desde su carro, a sabiendas de que no podría alcanzarlo), y entonces el más mínimo roce se resuelve con encendidas agresiones y un desenlace mortal, totalmente atroz.
Los dos relatos que continúan son contundentes: el llamado “Bombita” y el del hijo de un ricachón que atropella a una mujer embarazada. En el primero, el protagonista de la historia es el muy talentoso actor Ricardo Darín, quien interpreta a Bombita, un ingeniero químico especializado en explosivos y demoliciones. El día del cumpleaños de su hija compra una torta, pero al volver al auto se da con la sorpresa de que la grúa municipal se la llevó al depósito. Convencido de que había sido un error (lo que efectivamente era cierto), exige las disculpas del caso y una respectiva indemnización por el dinero y el tiempo (esto último irreparable, pues se perdió el cumpleaños de su hija y su esposa, en un efecto dominó, acabaría pidiéndole el divorcio). Pronto, Bombita ha de caer en un infierno burocrático que le hace perder los estribos: ataca con un extinguidor la ventanilla donde lo atendía un burócrata. Es como si K. (el recordado héroe de El proceso y El castillo) y Karl Rossman perdieran los estribos y reaccionasen con furia ante el hilo infinito de los laberintos a los que se vieron compelidos. Al final, pese a que fue acusado de terrorista, Bombita termina siendo considerado un héroe por los ciudadanos: con su furibundo reclamo y desahogo las personas se sienten identificadas, pues no hay quien no haya sido víctima de la pilla burocrática. Y en la siguiente historia, la corrupción es el protagonista total. Un hijo de ricachón atropella y mata a una mujer embarazada, y echa a la fuga. Pero como era de dinero, y a sabiendas de que nadie lo había visto, sus padres le ofrecen al jardinero que asuma la responsabilidad y que diga que él manejó el carro, borracho. Le prometen medio millón de dólares, oferta que el hombre acepta. Llaman al abogado de la familia para que dirija el caso, pero cuando llega el fiscal algo sale mal: este se da cuenta de la celada y entonces tienen que negociar. Y es aquí donde la ambición y la corrupción se exhiben como dos ardientes soles. Al final los actores se revelan, en palabras del propio padre, como una “manga de buitres” y todos, desde el humilde jardinero, pasando por el fiscal y el opulento abogado, lo único que quieren es una tajada gorda.

El último relato —el de la pareja de recién casados—, sin embargo, lo encuentro sin muchos méritos y me parece que es porque se aleja de la temática que muy bien exhibió en las otras historias. Sin lugar a dudas, las mejores piezas son “Bombita”, “El más fuerte” y la historia del atropello. Se puede entender que la película parte de que el ordenamiento hace agua desde lugares, o situaciones, que deberían ser sus puntos más fuertes: el orden y celeridad en los procesos burocráticos. En lugar de restructurar y mitigar de base aquello, solo se oculta la superficie en un acto que se asemeja al de un perro persiguiendo su propia cola. Así, hay una relación lógica muy eficaz en cada historia: la sociedad, que “es una mierda” en palabras de la cocinera que envenenó al antiguo alcalde, concibe seres atormentados hasta la náusea por flagelos tales como la burocracia, la corrupción y las diferentes escalas. Relatos salvajes es, sin duda, un aporte vital que nos ayuda a entender al homo sapiens sapiens del siglo XXI y que teje un espejo de nosotros mismos a tal punto que, como aquel bárbaro ante la piel de un lago, terminamos espantados de nuestra propia imagen.

domingo, 12 de febrero de 2017

"Humillados y ofendidos" de Fedor Dostoievski

Tal parece que en esta genial novela de Dostoieveski, pero no tan comentada como Crimen y castigo o Los hermano Karamázov, no existen culpables. El príncipe, personaje ruin, volcán argumentativo que alimenta toda la historia, por propia iniciativa no genera el mal, sino que, como se lo confesara al joven escritor Vania, protagonista y narrador, en una entrevista, es simplemente honesto consigo mismo, con su carácter inalienable de ser humano. Él no cree en idealismos, en inspiraciones ni es afecto a nada espiritual. Y no cree porque no siente. Materialmente el amor, la bondad, la comprensión por el otro no toca el más duro de sus nervios, por lo que se entrega sin remordimientos a las más bajas pasiones que todo ser humano puede albergar.
De ahí que el príncipe se burle de la unión de su hijo Alíosha y Natasha. Materialmente, es una unión que no conviene. Ella es hija de administradores de tierras y él heredero de un príncipe. Su amor es absurdo, pues su unión no lleva a nada. Al final Alíosha es persuadido por su padre de la mejor manera: conociéndolo y, por ende, manipulándolo. Sabía que su hijo era bueno, pero no tenía voluntad, sus resoluciones son castillos de arena que la más leve resaca desmorona. Así, bastó que le presentara a Katia, la hija de la condesa, para que el lujo y confort de aquella vida desviaran el amor que sentía por Natasha, a quien nunca dejó de amar. Katia es buena y lo aprecia, pero Natasha comprende realmente su modo de ser, sus debilidades, y lo admite tal cual; es decir, ama hasta sus defectos. En cambio, Katia está atraída por su físico, por la buena posición que tiene su padre el Príncipe.
En este punto, conviene recordar cómo es que el príncipe se hizo de una gran fortuna si su ascendencia no formó parte de la realeza opulenta. Pues adquirió tierras, mejor dicho, las usurpó al viejo Smith, abuelo de Nelly —otro personaje humillado y ofendido—, al raptar a su hija, personaje que sí creía en el amor, en ideales. En aquellos tiempos de la Rusia zarista, el propietario de la tierra también era propietario de las almas que vivían en ella. Es decir, era dueño de los campesinos y su anterior ascendencia y posterior descendencia, trabajando para el señor a perpetuidad. Esto también aparecería en la obra de Tolstoi, tanto en Anna Karenina como en una de las mejores novelas escritas alguna vez La guerra y la paz, guerra por los intereses bélicos de los humanos y paz por sus nobles sentimientos que alcanzan protagonismo.

Pero, me parece, Dostoievski se muestra más ambicioso por momentos que Tolstoi, dada su capacidad para retratar con claridad la psiquis de sus personajes. Esto último es lo que perdurará en el tiempo y no el retrato congelado de Rusia antes de la Revolución Rusa. La geografía y nombre de personajes cambiará, pero los sentimientos humanos seguirán ahí, latentes, esperando que vuelvan a ser retratados. De pronto aparecerá el Príncipe, un ser calculador y frío. Actualmente existen muchos príncipes en el poder, en la política, personas que no creen en ideales ni en sentimientos. De pronto aparecerá Vania, un noble y joven escritor que no tolera las injusticias, que quiere vivir de un oficio que, en la mayoría de los casos, solo puede dar satisfacciones personales. De pronto aparecerá Nelly, una víctima del escarnio de la vida, inocente en el más amplio término de la palabra, su autodestructivo comportamiento se entiende a partir del aciago destino que el mundo le tenía deparado. De pronto aparecerá Natasha, una joven que, al igual que Vania, lo deja todo por el amor, se enamora perdidamente sin importar de quien; prueba de esto es que ame al hijo del Príncipe, sin importar que aquello lastime a sus seres queridos: sus padre. De pronto, vagando por las calles, alrededor de pequeños negocios, uno se puede encontrar con el viejo medio loco (escena con la que se abre el libro), la mirada perdida, taciturno y en harapos, con un perro a sus pies. También con el viejo Smith en una ciudad tan diferente a San Petersburgo, donde se habla un idioma tan distinto como el español, donde la gente tiene otras características físicas y donde ya han pasado más de doscientos años desde que Dostoievski publicara Humillados y ofendidos.