domingo, 26 de marzo de 2017

Michel Houellebecq, oráculo de nuestro tiempo

 Michel, un burócrata del Ministerio de Cultura, un día recibe la noticia de que su padre ha muerto. Aquello no lo inmuta en lo más mínimo, ni si quiera cuando la policía, avanzando en las investigaciones, le comunica que en realidad ha sido asesinado. Asiste a la reconstrucción de los hechos solamente porque es imperativo y porque tiene que empezar a ordenar los papeles de la herencia. A diferencia de Michel, su padre se aferraba a la vida: iba al gimnasio, tenía amigos, viajaba seguido y, a cambio de dinero, recibía favores sexuales de su empleada doméstica. En cambio, su hijo vive como si vegetara, como un proyectil movido por un impulso que se acabará cuando, finalmente, le llegue la muerte.
Esta cuarta novela de Michel Houellebecq (la tercera es Lanzarote, cuya versión definitiva es precisamente Plataforma) está narrada en primera persona con una frialdad y distancia de los hechos que permite al lector apreciar, sin el empañamiento de los sentimientos, la conducta de los seres humanos. Nuevamente, el escritor francés demuestra que es discípulo del gran filósofo alemán Arthur Schopenhauer, lector de libros como El mundo como voluntad y representación y Aforismos sobre la sabiduría de la vida. Y es que su personaje principal (quien curiosamente se llama como él) no intenta sumergirse en los placeres de la vida, aunque tampoco ha renunciado a ellos. Simplemente sabe, como profesa Schopenhauer en especial en el segundo título, que el mundo no tiene nada que ofrecerle: las amistades, los pasatiempos, los vicios y las mujeres no significan nada porque nada son. De allí que transcurra su vida con la calma de un lago y espere la muerte aun cuando esté joven (acaba de cumplir cuarenta años).  
Pero sucede que con el asesinato de su padre se vuelve millonario. Tras heredar lo que tenía en el banco y tras vender su casa, se da con un enorme excedente. Entonces, siempre sin esperar nada de la vida, decide darse un viaje. Contrata los servicios turísticos de una reconocida empresa francesa, pide vacaciones en el ministerio y, buen día, se ve volando todo Europa rumbo a Tailandia, uno de los principales destinos turísticos sexuales. Aquel escenario le sirve a Houellebecq para poner en práctica las ideas de Schopenhauer en un territorio que, por su identidad, le pertenece en exclusiva al hombre del siglo xx y xxi. Por ejemplo, una de las principales lecciones de Aforismos sobre la sabiduría de la vida es que el hombre con riqueza espiritual no necesita proyectar su voluntad sobre el mundo, evidentemente en contraposición a lo que la mayoría de personas realizan. Esto último engendra arrogancia, ánimo competitivo y pone de evidencia la futilidad de la vida. En cambio, el hombre con riqueza espiritual no tiene aquella necesidad, por lo que volcaría su energía sobre sí mismo. Gracias a la soledad advierte que el contacto directo con su persona no lo aburre, sino todo lo contrario, a diferencia de las mayorías, las que, al no aguantarse a ellas mismas, buscan lo que no tienen en los demás. Michel no es un personaje perfecto, porque su prosa rezuma cierto desapego por la vida y, por momentos, deja entrever un aburrimiento en su propia soledad. No obstante, es una superación respecto al narrador sin nombre de Ampliación del campo de batalla y de Bruno (dominado por las ilusiones del mundo) en Las partículas elementales. Así, Plataforma parece sugerir que, el aburrimiento y vacuidad de las personas, más precisamente, del hombre del siglo xx y xxi, ha generado que el sector turístico —como decía, un rubro inherente a nuestros tiempos y modernidad— sea una industria en auge que va conquistando nuevos territorios. Aquello es plausible si tenemos en cuenta que el turismo a escala planetaria demuestra que uno ostenta dinero, que viaja para divertirse y escapar de la rutina, que no es otra cosa que tratar de escapar de sí mismo.
Pues bien, Michel en aquel viaje conoce a Valèrie, una parisina que trabajaba para la empresa de turismo con la que él se daba aquel paseo. Su presencia en Tailandia se justifica en tanto ella quiere mejorar el servicio que brindan, por lo que decide viajar y comprobar en persona qué tan buenos son. Como la propia voz del protagonista dice, Michele pensó que no volvería a tener sexo en su vida hasta que la conoció. Y es que, a diferencia de las mayorías, ella es capaz de sentir placer dando placer. Los hombres y mujeres, cada vez más confundidos en su yo, solo se preocupan por el goce sin importar que en aquel ejercicio su contraparte, su pareja, también pueda sentirlo. Pronto, Valèrie y Michele deciden vivir juntos, pues se dan cuenta que son el uno para el otro. Este hecho, el que un personaje de Houellebecq escape del marasmo de la existencia gracias al amor, marca un contrapunto con sus anteriores novelas, pues en ellas todo era un espejismo, una ilusión que hacía sufrir, tanto por no buscarlo como por renunciar a él, a sus personajes.
En este punto vale preguntarnos ¿por qué Tailandia es un éxito como turismo sexual? Porque las tailandesas, como sugiera la voz narradora, saben dar placer sin el egoísmo de por medio que los occidentales tienen; lo que significa que las prostitutas ejercen su oficio entregándose sin tapujos, es decir, disfrutándolo al máximo. Para ellas, su felicidad radica en dar placer a los hombres y, al casarse, en ser una mujer hogareña. De ahí que, concluye Michel, haya tantos casos de europeos y norteamericanos que se casan con prostitutas tailandesas, pues son todo lo que ellos quieren: mujeres que los atiendan diligentemente cuando regresen del trabajo; es decir, una respuesta sencilla para la vida sencilla que llevan, lejos de reacciones oscas como el feminismo y las extravagancias sexuales. Y gracias a las ideas frías y distantes que tiene Michele sobre el ser humano contemporáneo, es decir, gracias a la dolorosa lucidez que tiene sobre sus coetáneos, le sugiere a Valèrie, como la mejor forma de repotenciar la industria del turismo, que los viajes de los clientes tengan en exclusivo un carácter sexual. Como era de esperarse, el éxito no tuvo parangones y la empresa se fue hacia arriba. Todo iba bien, todos eran felices, Michel y Valèrie, sus socios y en especial los clientes. Hasta que unos terroristas musulmanes, lo que representaría la intolerancia y el fanatismo, atacan las instalaciones turísticas en Tailandia y todo vuelve a fojas cero.
Personalmente, me resultó escalofriante comprobar que Houellebecq con esta novela publicada en 2001 (el mismo año del Once de Setiembre, por ejemplo) vaticinaba ya todos los actos terroristas que, lamentablemente, cada cierto tiempo ocurren en Europa. Lo que es más, el día que salió a la luz su último trabajo, Sumisión, se dio el atentado contra la revista Charlie en Francia. De esta manera, Michel Houllebecq se perfila como el oráculo y cronista de nuestra época. Como sus personajes, su poder de observación radica en la distancia que mantiene con su sociedad y con el mundo contemporáneo en general. Aquello significa que la entiende y que puede construir, en consecuencia, espejos donde sus lectores se reconozcan.


domingo, 12 de marzo de 2017

Algunos apuntes sobre "Robocop" de Paul Verhoeven

La primera vez que vi Robocop fue gracias a la televisión local de Lima. Por aquel entonces era un niño y mis únicos recuerdos, además del pésimo doblaje al español y de las largas pautas de comerciales, eran las escenas de acción. Pasó el tiempo y nunca le di una segunda oportunidad a la película, hasta que un día, presa de un insomnio de verano, decidí verla de principio a fin, en su idioma y sintiéndome un espectador con un bagaje respetable. Mientras me preparaba para verla, y seguramente a la luz de mi primer recuerdo, pensé que sería una americanada más, una producción destinada a acumular taquillas a punta de escenas explícitas de sexo y de violencia sin una historia concisa. Pero conforme se desarrollaba el carrete de la película o, mejor dicho, conforme la barra espaciadora de mi reproductor avanzaba, me di cuenta, con grato asombro, que era todo lo contrario.
Y es que el film aborda problemas actuales de sociedades mundiales: corrupción en altos funcionarios y privatización de los servicios públicos con brotes violentos de delincuencia. En esta ciudad ficticia del futuro donde Robocop patrulla, la policía no le pertenece más al Estado, pues ha sido privatizada y su funcionamiento depende de la OCP, corporación que planea reconstruir la ciudad, dado que la vieja urbe ha sido tomada por la delincuencia y la policía no puede garantizar la seguridad pública. El número dos de la OCP, Dick Jones, interpretado por un lúcido Ronny Cox, planea vender armamento bélico «inteligente» al área de seguridad pública de la nueva ciudad. En una reunión de altos funcionarios, su producto, un enorme robot equipado de ametralladoras y lanzacohetes, acaba con la vida de un directivo con lo que su proyecto queda trunco. Entonces aparece en escena Bob Morton (Miguel Ferrer), el creador de Robocop. Su plan era apropiarse de la inteligencia humana de un policía caído en servicio. Esto ocurre cuando el nuevo e idealista oficial Alex Murphy (Peter Weller) es abatido por una pandilla de asaltabancos lideraba por Clarence Boddicker (Kurtwood Smith), quien trabaja en secreto para Dick Jones. La fama como eficaz policía de Robocop logra que su creador sea ascendido rápidamente, pisándole los talones a Dick en la gerencia. Pero en este punto comienzan los problemas. La consciencia de Robocop despierta al atrapar a un miembro de la banda de asaltabancos que lo asesinó. El sujeto lo reconoce y le espeta que ellos ya lo habían eliminado. A esto se suma que su primera compañera de trabajo, la oficial Anne Lewis, lo reconoce y lo llama por su nombre: Murphy. Entonces, asaltado por ataques de pánico y de pesadillas, Robocop accede a una base de datos, investiga el pasado delictivo de sus victimarios y da con que el oficial Alex Murphy es ya un occiso. De esta manera, la película explora el conflicto de identidad que podría tener un ciborg —concepto inventado por el maestro del terror: Edgar Allan Poe—, un ser máquina-humano creado o complementado por piezas robóticas no solo físicamente, sino también psicológicamente.
Mientras tanto, Dick Jones, por intermedio de Clarence, asesina a Bob, con lo cual busca borrar del mapa a Robocop para así vender su armamento, sin importar que aquel sea eficiente. Más adelante, Murphy pasaría a la clandestinidad al intentar detener a Dick Jones: había recolectado la información necesaria para involucrarlo con las fechorías de Clarence. Así, el ciborg tiene decisión propia, libre albedrío que emana de su conciencia humana, de padre diligente y esposo abnegado, hombre idealista que, en oposición a la sociedad que debía cuidar, no se deja llevar por los aspectos materiales de la vida. El único bueno es él, dado que su creador no buscaba el bien, sino simplemente vender su proyecto a la nueva ciudad que se iría a erigir: también formaba parte del directorio que adrede había debilitado a la policía, provocando su entrada a la huelga. Buscaban reemplazar a los oficiales con robots o cyborgs que no necesitaran sueldos ni fueran vulnerables y pudieran aplastar, sin más, a los delincuentes. En otras palabras, el sueño de toda empresa o negocio.
El gran logro de los guionistas y del director holandés Paul Verhoeven, es que humanizan al personaje sin despojarlo de esa nueva identidad ganada al ser máquina. Es decir, creación auténtica, pues Robocop o Murphy tiene tanto de máquina como de ser humano: responde a órdenes específicas y no siente dolor físico, pero sueña, cuestiona y tiene un sentido del deber hacia la bondad, rezago de su conciencia humana que le produce, en ciertas ocasiones, un agudo dolor sentimental. Me queda en la mente aquella frase estremecedora dicha por él sobre su familia, cuando pasara a la clandestinidad y se escondiera de los hombres de Jones en una vieja fábrica: «I can feel them, but I cannot remember them».

El éxito de esta película, es decir, el impacto que tuvo en los espectadores, quedó demostrado con las sucesivas secuelas que de ella se hicieron: Robocop 2 y Robocop 3 y una serie que pasó sin pena ni gloria por la televisión. De más está decir que estas entregas son un fiasco que no le hacen justicia a la primera, pues en ellas se explota únicamente la acción con efectos especiales, dejando de lado lo más importante: la crítica social y los conflictos que el ciborg pueda tener; así, todo se resume a buenos contra malos, sin matices. Otra prueba fehaciente de éxito es el remake que en el 2014 se hizo, con actores consagrados como Michale Keaton, Gary Oldman y Samuel Jackson. La película no es un rotundo fracaso, como la mayoría de remakes en Hollywood (quizá el único caso que supera al original sea Cape fear de Martin Scorsese y Robert De Niro); no obstante, por ser un remake el tema pierde frescura y en su lucha por desarrollar más espacios que el original se diluye su esencia. Prueba de esto es que Robocop del 2014 aborda el tema familiar antes solo esbozado. Esto último sugería una profundidad que abría interrogantes y posibilidades distintas en la mente del espectador: ¿cómo sería la vida de un ciborg en el hogar? ¿cuál sería la reacción de su esposa y de su hijo? ¿tendrían las mismas metas que antes? Todas estas interrogantes que, como anoto, quedaban flotando en la interrogante del espectador, son respondidas en este remake de una manera, en mi opinión, poco convincente y esteriotipada. Además, la actuación de Welles y la dirección de Verhoeven son infinitamente superiores, lo que catapultaría a ambos a la fama.