A diferencia de
José María Arguedas y Ciro Alegría —el primero, más cerca de la poesía y el
segundo a la incorporación de relatos dentro del relato—, Manuel Scorza estaría
a medio camino entre la poesía y la narrativa gracias a su estilo. A ello se
suma el apelar a un elemento poco cultivado en la literatura peruana: lo
fantástico. En Alegría no hay vestigios que escapen de lo real ni, mucho menos,
lleguen a ser fantásticos, aunque sí una correspondencia en base a la fe,
recordando la escena en que Rosendo Maqui no puede matar a una serpiente y, a
raíz de ello, empieza la diáspora de la comunidad Rumi en El mundo es ancho y ajeno. Sí podríamos calificar de real
maravilloso, en cambio, Los ríos
profundos de Arguedas, en aquel comienzo de la novela cuando las piedras de
una casona del Cusco parecen moverse ante los ojos sorprendidos del niño
Ernesto. En Scorza hay sucesos asombrosos y extraordinarios que se apoyan en la
cosmovisión andina de hablar con los muertos, por ejemplo, lo que vuelve su
trabajo fantástico y real maravilloso a la vez. Otra muestra sería el vaticinio
de los sueños del Abigeo o el dialogar con los equinos del Ladrón de Caballos.
Pero más allá de
repetir lo que la crítica ya ha señalado al respecto, me gustaría resaltar
algunas técnicas narrativas de la primera entrega de La guerra Silenciosa,
aquellas historias de resistencia, rebelión y fracaso que protagonizaron
comuneros de la sierra central durante los años sesentas contra la Cerro de Pasco
Corporation y los latifundistas. Así, en Redoble
por Rancas hay una conciencia colectiva que muy bien queda ejemplificada en
el primer capítulo: “Donde el zahorí lector oirá hablar de cierta celebérrima
moneda”. La comunidad de Rancas, toda ella, tiene temor de perturbar en lo más
mínimo al doctor Montenegro en su apacible paseo vespertino. Es por ello que,
respondiendo a ese afán, como si la colectividad fuera una sola persona, lo que
va desde niños hasta ancianos, nadie se atreve a tocar la moneda que el doctor
dejó caer sin darse cuenta. Fue así que los pobladores empalidecieron ante la
posibilidad de que alguien la reclame suya. Pero aquella diligencia es
desmontada con cierta ironía —ironía que recorre varias páginas, como aquel
episodio donde mueren quince comuneros por reclamar y por un infarto colectivo—
cuando el mismo Montenegro, después de un año de mantener en vilo a la
comunidad, recoge su propio metal diciéndose que tuvo suerte de encontrarse un
sol.
A ello hay que
añadir cómo la voz narradora en tercera persona se mezcla, a lo largo del texto,
con una concebida en primera. Aquello da la impresión de que es un testigo o un
integrante de la comunidad el que cuenta los hechos. Es decir, el efecto que
crea es de una colectividad, pues no sabemos si aquel que cuenta en primera
persona es el mismo personaje que se repite constantemente; bien podría ser
otro que anda merodeando los alrededores o se indigna de las injusticias,
siempre con cierta sorna, del doctor Montenegro y demás autoridades. En otras
palabras, el efecto último es sentir que la propia comunidad está contando los
hechos, gracias a esa fluctuación que recorre los registros de la tercera y
primera persona. Basta un párrafo al azar del capítulo mencionado para
comprobar aquello: “Sosegada la agitación de las primeras semanas, la provincia
se acostumbró a convivir con la moneda. Los comerciantes de la plaza,
responsables de primera línea, vigilaban con tentaculares miradas a los
curiosos. Precaución inútil: el último lameculos de la provincia sabía que
apoderarse de esa moneda, teóricamente equivalente a cinco galletas de soda o a
un puñado de duraznos, significaría algo peor que un carcelazo. La moneda llegó
a ser una atracción. El pueblo se acostumbró a salir de paseo para mirarla. Los
enamorados se citaban alrededor de sus fulguraciones”. La primera oración posee
un registro de tercera persona, en la segunda ocurre aquella fluctuación
mencionada y en la tercera, sin darnos cuenta, ya estamos en una primera.
Otro
elemento a resaltar es la forma de despersonalizar, de deshumanizar, que
aquella conciencia colectiva tiene al referirse a ciertos personajes. Por
ejemplo, el doctor Montenegro es calificado muchas veces de “traje negro”, sin
agregar mayores descripciones físicas —tono de piel, color de cabellos, gestos
o ademanes que nos arrojen una imagen real—; por el contrario, se insiste en
resaltar lo inanimado: la cadena de su longines de oro y los botones de su
traje negro. Contrario a esto último, el voraz cerco que deja sin tierras a la
comunidad adquiere una identidad humana al decir por ejemplo que “cumplió
quince kilómetros de edad” o que engulló tierras y siguió su camino tal como lo
haría una criatura o un ser gigantesco.
Pero
me gustaría profundizar un poco más en las conciencia de Héctor Chacón (otro
ejemplo, sería el de Fortunato al lograr que su verdugo sueñe con él), uno de
los primeros en oponerse a las injusticias y a esa conciencia colectiva que,
recordando el primer capítulo de la moneda extraviada, trató de ser
condescendiente con el doctor Montenegro. Sintomático es que respecto al
Nictálope la focalización, o modo de narrar, sea concebido en primera persona y
marque distancia de ese tono que oscilaba con la tercera. Aquí es claro e
incluso la narración está en cursivas, como para llamar la atención y marcar la
diferencia. Asistimos, entonces, a un claro soliloquio del personaje, puesto que
nos muestra sus pensamientos respecto a ciertas injusticias, lo que, además,
nos ayudará a entender su futuro accionar. Pero hay algo más con respecto, al
menos, a Héctor Chacón. El lenguaje en Redoble
por Rancas tiene un vuelo poético que lo hace muy particular (empezando solamente
por la sonoridad del nombre), tal como señalamos al comienzo de estas líneas. El
estilo usado en la composición de la novela es fundamental y, en mi opinión, resalta
por sobre la estructura. Así, pues, el soliloquio del Nictálope, de nuevo
gracias a la textura del lenguaje, pareciera que fuera a convertirse en
monólogo interior con frases como “me fui loco de lágrimas o “el mes de junio
entró con la bulla”. Ello sin perder ese hilo racional que muy bien lo guía y que,
en realidad, direcciona la novela. No en vano Scorza, antes de componer historias,
fue un muy buen poeta.
Finalmente, la
obra de Scorza fue calificada por los estudiosos de “cronivelas”, por ese afán
de retratar fielmente lo que ocurrió durante aquel conflicto. Este deliberado
hecho, lo diferencia de los autores del Boom, por ejemplo, afines a crear cartografías
ficticias, lo que muy bien se aprendió del maestro William Faulkner. Es así que
en la poética del autor de Los desengaños
del mago los escenarios y personajes protagonista existieron y existen de
verdad, tales como Héctor Chacón, Alfonso Rivera y Genaro Ledesma Izquieta, mi
querido abuelo, quien por aquellos años ejercía el cargo de alcalde de Cerro de
Pasco y, al darle la razón a los comuneros, se vio envuelto en el conflicto y
terminó en la temible prisión de Huánuco, el Sepa. Sus hazañas quedarían
inmortalizadas para siempre en La tumba del relámpago, donde Ledesma Izquieta
es el protagonista. Van estas palabras en recuerdo de Manuel Scorza, un autor un
tanto olvidado y que en vida, lo que sucede con todo aquel de renombre y de prestigio,
fue odiado y amado por muchos a la vez.