José
de Piérola (1961), escritor peruano residente en Estados Unidos desde comienzos
de los noventas, ha publicado tres novelas —El
camino de retorno, Pishtaco Slayer
y Un beso del infierno— y varios cuentos
—recopilados en Norte y Sur— sobre la
violencia interna que azotara al país, según el conteo oficial, durante veinte
años: de 1980 al 2000. De esta manera, su suma a títulos como Lituma en los Andes de Mario Vargas
Llosa, La hora azul de Alonso Cueto, Rosa Cuchillo de Óscar Colchado Lucio y Abril rojo de Santiago Roncagliolo, por
nombrar los libros más representativos sobre el tema.
La
novela en mención —cuya versión preliminar, Un beso del invierno ganó el premio Novela Corta Julio Ramón Ribeyro 2000— cuenta
la vida de un grupo de amigos que un día, tras mucho meditarlo, decide salir de
Lima rumbo a la sierra, a la búsqueda de una feliz estadía entre la naturaleza
que una altura de 4000 msnm puede ofrecer. Pero un desenlace fatal convierte
aquel viaje esperado en una horrenda pesadilla: al amanecer, inexplicablemente
y con las manos atadas a la espalda, encuentran muerto al promotor del viaje,
Catulo. Así, De Piérola se apoya en parte de la estructura con que Mario Vargas
Llosa cuenta sus novelas. El texto está dividido en dos tiempos: el primero,
sobre el que se monta la historia, cuenta la acción real; y el segundo se
construye a base de flashbacks, los
que nos irán mostrando, e iluminando, las demás facetas de los personajes. De
manera inmediata me viene a la memoria La
ciudad y los perros, pues la estructura es similar: a la vez que se cuenta
el robo del examen de química, el castigo a los culpables y la muerte del Esclavo,
esta línea de tiempo es rellenada con escenas de los cadetes antes de entrar al
Leoncio Prado. Entonces, en Un beso del
infierno la línea de tiempo principal constituye la muerte de Catulo y cómo
es que los supervivientes se enfrentan al asesino, lo que es reforzado con la exploración
de su vida, la de sus amigos y el proceso de conocerse todos, hecho que los
llevaría, finalmente, a la sierra del país, escenario principal de las masacres
durante el conflicto armado. Esta forma de narración es muy lograda, pues permite
al autor mostrar la vida de los personajes antes del viaje, explorar en ellos,
y cómo es que estos, en menor o mayor medida, estuvieron envueltos en el
conflicto: desapariciones de los paramilitares, militancia en las fuerzas
subversivas, resistencia de la izquierda contraria al terrorismo y, lo más
importante, las secuelas en una sociedad tan desigual como la limeña.
Por
otro lado, contrario a lo que podría pensarse, la novela no desarrolla de lleno
los hechos violentos en sus puntos más álgidos. Más bien, se centra en un
periodo posterior, cuando la democracia había regresado al Perú en el 2000. Así,
el viaje de los amigos se da justo en el momento en que el país comenzaba a
dejar atrás ambos escarnios (la de la dictadura y la del terrorismo). Pero he
ahí que el fantasma de la guerra resucita del pasado y trae la muerte a ellos. En
los flashbacks, o segunda línea de
tiempo, los lectores nos enteramos de un soldado al que llamaban Charapa, el que,
tras un enfrentamiento contra Vanguardia Revolucionaria (en realidad Sendero
Luminoso) enloquece y se interna en las punas más duras e inhóspitas de la
sierra. Justo donde aquel grupo de amigos llegó a acampar. En su locura, cree
que ellos son vanguardistas y que la guerra interna continúa.
La
novela también tiene ríos subterráneos o hilos conductores que tienden símiles
entre los personajes. Por ejemplo, Catulo fue expulsado del seminario por no
someterse a la doctrina eclesiástica, lo mismo que María, expulsada de
Vanguardia Revolucionaria cuando aún era una joven entusiasta. Es decir, ambos
eran seres libres que no se dejaron doblegar por las reglas rígidas de las
respectivas organizaciones. Entonces, vemos que el autor sugiere, pese a que
son completamente distintos, que tanto la iglesia como el grupo subversivo
exigen, a sus militantes, una fe ciega que no admite cuestionamientos,
despojándolos de su capacidad de dudar, de su propia convicción, es decir,
volviéndolos autómatas. Alguien que sí acatara por completo este pedido sería
el Charapa, pues jamás puso pero alguno a las órdenes que sus superiores le
exigían y abrazó hasta el final las consignas castrenses, lo que lo llevaría a
ese estado de demencia y embrutecimiento.
Finalmente,
como hiciera Manuel Scorza (a quien de Piérola le dedicara su tesis doctoral)
en su pentalogía llamada “La guerra silenciosa”, cinco novelas sobre la
resistencia de los campesinos en la sierra central en la década de los
cincuenta (entre ellas Redoble por Rancas
y La tumba del relámpago), los
capítulos cortos que componen el libro enganchan al lector a la historia y no
lo sueltan sino hasta terminar el libro. Quizá podríamos decir que hay un
tiempo muerto, aquel paso necesario que no avanza en la historia pero que sin embargo
está ahí por su función de bisagra y porque explica un hecho que de estar ausente
desmontaría la trama entera. Aquí sucede en cómo el narrador protagonista y
María, acorralados por el Charapa, encuentran mejor cobijo entre otros cerros.
Es por ello que este pasaje trata de ser lo más breve posible y, al final, pasa
ligero gracias a la extensión de los capítulos. Al terminar la lectura y cerrar
el libro, y esto gracias a la construcción sólida de los personajes, uno tiene
la certeza de que la novela no ha terminado y que la vida de los personajes
continúa más allá de nuestra lectura: dentro de nosotros mismos, acompañándonos
al ir al trabajo, al estudiar o al leer otro libro. Sobre todo, nuestra
imaginación se abisma a aquella otra vida que no es contada y que solo aparece
sugerida. Sin duda, Un beso del infierno
está entre las mejores novelas sobre la guerra interna hasta el momento publicadas.
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