Tuve un amigo que pudo llegar muy lejos con la pelota. Se llamaba Jean Pierre y en el barrio todos se peleaban por tenerlo en su equipo. Era alucinante verlo jugar, dribleaba a cualquiera que se le pusiera por delante, como una máquina del baile a lo Maradona y Garrincha juntos, solo que sabía soltar la pelota justo antes de que alguien le espetara «amarrabola». Para él no era un problema jugar en la calle, en el parque o en alguna losa cuando nuestras propinas podían pagar el alquiler de una. No obstante, donde mejor le iba era en la pista: ya se había acostumbradoa la pausa obligada de los carros, a las viejas amargadas que amenazaban con soltar a sus perros y a algún transeúnte que pudiera obstaculizar la fluidez del juego, sin mencionar los huecos de las veredas que a veces daban pases en contra. Pero así como todos lo querían en su equipo, nadie lo llevaba a las fiestas ni le presentaban a las chicas que por entonces afanábamos. Y es que fuera de las canchas en vez de sumar restaba puntos: era un zambito menudo de brazos cortos y bemba colorada, con unos ojos tan saltones que parecían salirse de su cara llena de acné. Los sábados en la noche se aparecía bien perfumado en la esquina del barrio donde solíamos hacer los previos antes de enrumbar a algún tono, con las mismas zapatillas blancas que usaba para jugar, un pantalón sucio y lleno de huecos, y una camisa sin mangas para que sus bracitos no se vean tan diminutos. Lo que más llamaba la atención –mejor dicho, hacía reír–, era el talco que se ponía en los cachetes. Llegaba y de pronto todos enmudecíamos, ni una palabra sobre el quino de Carmela el próximo fin de semana, ni un comentario sobre la fiesta a la que iríamos esa noche, nada que decir de las chicas a las que les habíamos puesto la puntería. Jean Pierre lucía el mismo entusiasmo con el que jugaba a la pelota y hasta compraba la primera cerveza de la noche, pero nadie ponía la segunda y poco a poco el grupo comenzaba a disolverse. Mala suerte de aquel que no pudiera escapar a tiempo y se quedara con él. Una vez me pasó a mí; aunque fue más por compasión que por falta de ingenio que quedé último. El negro me siguió como un perro a todos lados. Al final, nos sentamos a conversar un rato y, estoy seguro, fui el primero en saber la noticia: Me admitieron en el equipo B de Alianza Lima, Fernando; el lunes empiezo con los entrenamientos después del cole. Qué bien, hermano, me alegro mucho, le dije sin creerle y palmeándole la espalda. Para ese momento eran ya como las doce de la noche y las tripas se me retorcían de impotencia al imaginar que Vanesa podría estar bailando con Omar o con Roberto. Así que le dije: Negro, tú y yo nunca nos hemos agarrado a botellazos; anda, cómprate una chela para celebrar tu debut en el equipo. Pobre Jean Pierre, sus ojos resplandecieron y todo su cuerpo comenzó a rezumar un optimismo que le hacía dar saltitos en su sitio mientras esperaba a que yo sacara los únicos pesos que tenía en los bolsillos. Apenas el negro dobló la esquina, salí corriendo al tono, no me import llegar sin plata y no poder comprar la chatita de ron que me daría valor para caerle a Vanesa. Pero al otro día, el domingo en la tarde, el negro estaba ahí, en la calle, listo para jugar. Así de noble era, como si nada hubiera pasado sonreía y dominaba la pelota sin que cayera al suelo: primero con el pie izquierdo, luego con el derecho y también con la cabeza, y hasta usaba el poto que sí tenía grande. Nuevamente nos sacábamos los ojos por tenerlo en nuestro equipo, y creo que eso, más que el partido, era lo que realmente le gustaba.Un día se desapareció de repente y no lo volvimos a ver en las pichangas del barrio. Ya habíamos salido del cole y era un marzo glorioso donde al fin terminaba la pesadilla de los cuadernos, los exámenes y el uniforme; me tomaría de descanso un año entero, poco tiempo para los once de tortura que me tocó vivir. La mañana de un domingo, sufriendo la resaca de una juerga, prendí el televisor. Se disputaba el clásico en el Estadio Nacional cuando en eso veo que un negrito quimboso se lleva a cinco en el area y mete un golazo al ángulo que dejó como un poste al arquero Chávez-Rivas. Por la puta madre, exclamé lleno de emoción, se parece a los goles que hacía Jean Pierre en el barrio. Y, carajo, casi me caigo de la cama cuando me di cuenta de que era él. Al toque me levanté y fui a buscar a la gente. En la noche el negro se apareció bien vestido y con un carro último modelo, rojo intense y lunas polarizadas como siempre habíamos soñado tener. De inmediato, el gordo Aldo puso su jato para una chupeta y llamó a todas las chicas que nunca le presentamos. Pero no fue necesario: de copiloto tenía a una bataclana, de esas que salían bailando en la tele. Tuve que cerrarme la boca con la mano y limpiarme la baba ante tremenda hembra, luego de recibirlos en la casa del gordo. Ese es mi pata, rugió Roberto, pasándole el brazo por el hombro. Siempre te tuve fe, hermano, aseguró el loco Renzo, acercándose. Sabíamos que llegarías lejos, dijo Omar mientras lo cargaba y por poco le besa esa bemba colorada de la que tanto se mofó. Seguía siendo el mismo, Jean Pierre no se había olvidado de su gente del barrio y estaba feliz de mandar a comprar cerveza y comida para todos. Nos contó que el próximo fin de semana arrancaría como titular de visita en Pucallpa, que la Federación Peruana de Fútbol lo había convocado para los próximos encuentros por las eliminatorias y que el representante de un club europeo venía a ver sus partidos en Matute. Por fin el negro era querido fuera de las canchas, aunque después del accidente del fokker nadie lo recuerde y nadie haya ido a dejarle flores al mar de Ventanilla desde aquel 8 de diciembre de 1987.
Buen cuento. Cuando uno ya empieza a sonreír porque la vida le sonríe, por fin, a Jean Pierre, detenemos la línea de los labios en un mudo horizontal. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarGracias a ti por la lectura.
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