Alexis
Iparraguirre (Lima, 1974) luego de El
inventario de las Naves (Premio Nacional de Narrativa Pontificia
Universidad Católica del Perú 2005, concurso actualmente desaparecido) ha
publicado su segundo libro: El fuego de
las multitudes (2016). El entusiasmo que ha despertado en los lectores se
deja sentir en las reseñas y palabras de elogio que en las redes sociales se
comparten una y otra vez. Y es aún más al saber que el libro es fruto de la
maestría de escritura creativa que el escritor peruano cursó por dos años en la
Universidad de Nueva York (NYU). Así, El
fuego… se compone de tres cuentos y un relato largo que tienen como
escenarios el mundo contemporáneo actual, en especial el último de estos.
El
primer cuento, “Albedo”, relata la vida del capitán Musso y su extraño amor por
una mujer con desórdenes mentales con la que, a pesar de ello, se casó y tuvo
una familia. El cuento, demostrando que el escritor está comprometido con su oficio,
se empapa de palabras técnicas sobre la Antártida y los trabajos de exploración
que allí se realizan. A todas luces esta historia acusa una investigación —todo
el libro, en realidad—, pues nada más el título “Albedo” es un término
específico y relativo al ambiente científico de la historia. No obstante lo
señalado, el cuento se torna un tanto previsible. Es decir, el lector, desde un
inicio, ya sabe que el capitán Musso irá a desaparecer en las profundidades
blancas de la Antártida. Y esto se anuncia cuando se entrega ciegamente a las
labores de exploración tras la muerte de su esposa, por lo que toda la
construcción de un ambiente tan particular como es el polo y la base de
exploración pierden cierta conexión: ya se sabe qué pasará y solo se espera el
preanunciado desenlace. A este respecto valen recordar las palabras del maestro
Gabriel García Márquez cuando escribió Crónica
de una muerte anunciada. En una entrevista —la que se puede encontrar en Youtube—
confiesa que, a mitad del libro, se dio cuenta que la muerte de su personaje
era inminente y lo que habría hecho sería adelantarse hasta el final para
comprobar aquello. ¿Qué hizo?: anunció su muerte desde la primera línea de la
historia, con lo que el interés se trasladó a otra orilla, en saber cómo
moriría Santiago Nassar. Así pues —lo que hasta cierto punto hace recordar a La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares—,
el capitán Musso va tras un espejismo que él mismo, en conjunción con un fenómeno
atmosférico del polo y una fotografía, ha proyectado de su esposa. Creo que el
cuento hubiera podido ganar más si se exploraba por qué un hombre tan ecuánime
como el capitán pudo enamorarse de una mujer con tales trastornos.
Aquello
previsible también ocurre en el segundo cuento, “No es fábula”, la historia de
un profesor de literatura que se enfrenta a la Víbora, personaje que lo quiere
fuera de la comunidad universitaria. Y esto sucede, efectivamente, al final del
cuento, aunque bajo una justificación poco convincente: la de que todos sus
alumnos, coincidentemente, fueron suicidándose luego de llevar su clase. Es
decir, se sugiere que la poesía, el contacto con ella, enloquece y vuelve
orates a sus protagonistas, a los que se internan en el ojo del huracán de los
versos. Esto se refuerza cuando el segundo alumno, leyendo Trilce de César Vallejo, le clava un cuchillo en la cara a su novia.
Más allá de que los personajes tengan o hayan nacido con una herida, y esto sea
el móvil que los lleve a acercarse a la literatura, es caer en un lugar común —como
el nombre Víbora para alguien que es mujer y, a la vez, el villano de la
historia— el sugerir que los poetas están locos o son incomprendidos.
El
tercer cuento, “Demonio Atómico”, aborda la vida de un científico con una aparente
enfermedad terminal que lo hace entregarse por completo a los placeres mundanos,
ya en las postrimerías de su vida. Esto se expresa en bailar con la compañía de
una mujer hermosa. Por momentos, el estilo hace recordar al más duro Cortázar,
aquel que rezuma una prosa hermética. Lo mismo, Iparraguirre construye una
historia densa, donde a todas luces su intención fue hacer el texto difícil de
leer. Pese a que está contado en tercera persona, es decir, contrario a lo que
sería una primera, la voz narrativa se aproxima fielmente a los pensamientos del
científico, a tal punto que —y precisamente por ello— se vuelve hermético. Lo
mismo ocurre en El perseguidor, por
ejemplo. Cuando el saxofonista siente la música, el relato cobra dimensiones
extraordinarias al tratar de explicar en palabras aquello. No obstante, había
vasos comunicantes que nos hacían aterrizar en la historia, lo que la hacía más
asimilable. Y son, aunque quizá a gusto de cada lector, esas conexiones las que faltarían
en “Demonio Atómico” para que este no se vuelva un reto de lectura. Pero a
diferencia de las dos primeras historias, aquí el personaje sufre una liberación
inesperada que supera aquella previsibilidad señalada al comienzo.
Mención
aparte merece el último cuento o relato largo Punto ciego. El mérito de la historia es desmenuzar y develar los
grupos de poder que dictan el destino de naciones y hasta de continentes
enteros. Es elogiable aquello, pues da una interpretación de los hilos
invisibles que mueven al mundo. El paso del tiempo demostrará si una propuesta
así fue acertada, y precisamente por ello, por el riesgo, es digna de aplaudir. Así,
Punto ciego tiene rasgos futuristas,
algo muy poco trabajado en la literatura peruana. Por ejemplo, partiendo del
hecho de que un expresidente del Congo no fue un héroe, sino que por el
contrario siempre supo de las matanzas y atrocidades que se cometían en su país,
pero prefirió callar y pasar a la historia como un farsante en secreto, el
relato se proyecta hacia una globalidad escalofriante. Aparecen grupos
secretos que controlan los fármacos, los armamentos e, incluso, el clima
mundial ante un fuego de multitudes —de ahí el título del libro— que deja
sugerido un escenario de enfrentamiento y de cambios teñidos de sangre.
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