Mi
primer contacto con la obra de Anton Chéjov fue a través de Julio Ramón Ribeyro,
cuando estaba en el colegio. Cuentos como “Tristes querellas en una vieja quinta”,
“Dirección equivocada”, “Los eucaliptos”, “El marqués y los gavilanes” o
“Página de un diario”, por nombrar algunos que me vienen a la memoria,
rezuman lo aprendido del grandioso cuentista ruso. Lo esencial de las historias
citadas son la nostalgia y el aburrimiento, sentimientos que toman por asalto a
sus personajes y los consume un lento incendio. Fue en los primeros años de
universidad que me toparía con la obra chejoviana, a la que siempre he regresado,
pues el paso de los años y la edad adulta que uno va alcanzando permiten
saborear y entender mejor sus cuentos, desentrañarlos y advertir absorto que,
como sucede con la buena literatura, son la piel de un lago que refleja nuestra
propia imagen.
Por
qué ciento cincuenta años después Chéjov sigue siendo leído, por qué a pesar
del inexorable cambio de las sociedades es considerado un maestro del relato
corto. Es porque da en el meollo de la existencia humana al develar con su
pluma los fastidios cotidianos que acosan a los hombres. El tedio, las frustradas
ansias por vivir y el sentimiento de enajenación han sido el móvil invisible de
decisiones y desenlaces que nos han dejado perplejos, boquiabiertos al no poder
entender por qué tal persona, en apariencia ecuánime y circunspecta, bajo
determinadas circunstancias llevó a cabo un inaudito acto. Aquellos son los
motivos que, como un parásito alojado en el pecho de sus huéspedes, los va
contaminando, debilitando y, al fin y al cabo, termina por corromperlos
irremediablemente.
A
diferencia de sus contemporáneos, tales como Dostoievski, Tolstoi o Gorki, los
personajes de Chéjov no son gloriosos héroes ni el aliento de sus páginas exuda
un fervor épico. Todo lo contrario. Sus personajes son seres sombríos, tímidos,
extraviados, sacados de una cotidianidad escalofriante, puede ser un profesor,
un abogado, una esposa, un amante o un lacayo que no tienen, por ejemplo, la
altura de un Rodión Románovich Rascólnikov de Crimen y castigo; tampoco la alcurnia y espíritu de Andrés, el
príncipe protagonista de La guerra y la
paz. No obstante, la pluma de Chéjov sabe iluminarlos y resaltarles facetas
que conectan con lo más concomitante de la existencia humana, de tal modo que
dejan de ser sombríos, tristes y apagados. Su prosa es el brillo de un
reflector sobre ese llano opaco, pero ese fulgor es tal que esos seres
inadvertidos adquieren la altura de los grandes personajes épicos de la
literatura universal. Y es que qué de grandioso puede tener un lacayo
pueblerino que un día enferma y, al no poder seguir trabajando, de Moscú
regresa a su pueblo natal, en el cuento “Muzhiks (Campesinos)”. La clave del relato,
lo que lo vuelve grandioso, no es la miseria en la que la familia de Nikolái se
encuentra inmersa, sino el tedio, el hecho horroroso de tener que convivir en
una isba inmunda sin cuartos con toda su familia. La monótona rutina, tanto de
los pobres como de los ricos, asfixia a los personajes y los saca de sus
casillas. Lo mismo podemos decir del magistral relato “Pabellón 6”, donde un
médico psiquiatra de corazón sensible y espíritu dado al arte y a la
contemplación de la belleza, se siente perdido y enajenado al rodearse del
común de las personas. De esta manera, al no poderle manifestar a nadie sus
inquietudes, recurre a la lectura y al consumo de alcohol como vitales medios
de escape. Pero un buen día, entre los locos de su sanatorio conoce a uno que,
cuando estaba sano, había ido a la universidad y tenía lecturas sobre la
naturaleza humana. De pronto el doctor se siente atraído por su persona, por su
intelecto y por las citas a filósofos que en medio de sus vespertinas
conversaciones compartía con él. Quizá la cima del cuento se da cuando el
doctor acepta viajar con un antiguo empleado de correos, una persona que lo
visitaba una vez al día tan solo quince minutos. Pero pronto la compañía de
este amigo se vuelve insoportable y entonces el médico extraña su soledad, sus
libros y las conversaciones con el loco. Creyendo sus colegas que había perdido
el juicio, el doctor termina internado en el pabellón de enfermos mentales. Lo
mismo podemos decir de “La dama del perrito”, cuento presente en casi todas las
antologías que sobre la obra de Chéjov se realizan. En este caso, el hartazgo y
la desazón por la vida encuentran refugio en el repentino amor que Dmitri y
Anna se profesan, ella la joven esposa sin perspectivas de un empleado y él un
hombre maduro cansado de su familia y de su mala suerte con las mujeres. Se
sabe que este cuento fue escrito en respuesta a Anna Karenina, como una forma de mostrar otro camino, y destino,
mejor para el personaje femenino que se rebela contra los tapujos de la
sociedad. De ahí que el cuento termine con los dos amantes unidos más que nunca
y a punto de tomar una determinante decisión al respecto.
La
exploración en las secuelas de un devenir así también se puede leer en
“Vecinos”, donde la hija menor de una familia escapa con el vecino, un tipo que
casi le doblaba la edad. Ante ello, como era de esperarse, la madre sufre peor
que si se hubiera muerto y nombrarla en casa se vuelve una prohibición. Ante tal
cuadro, el hermano monta el cólera y va a encarar a su vecino, con quien antes
tenía una muy buena relación. Pero qué sucede cuando finalmente se aparece en
la propiedad colindante a exigir cuentas. De pronto esa cólera y rabia que
tenía se ve enervada por su falta de decisión y por una mixtura de sentimientos
encontrados que eclosionan al verse cara a cara con el vecino y, finalmente,
con su hermana. Al final del día, el hermano regresa a casa enfrentado consigo
mismo, pues sin quererlo había conciliado con la pareja. Así, el cuento da un
giro de tuerca y, de pronto, el protagonista de la historia ya no es el rapto,
o la fuga idílica, sino el hermano, un ser sacado de la espléndida fauna
chejoviana: un tipo sombrío, cariacontecido, del montón y sin distinguirse dentro de la sociedad. Pero, como decía, en manos de Chéjov un personaje así
adquiere el relieve y profundidad de las mejores novelas alguna vez escritas.
Otro
cuento de imprescindible lectura es “El beso”, la historia de un tímido joven
militar cuya guarnición una tarde es invitada a la casa de un hacendado a
cenar. En medio del agasajo y del clima festivo, este joven militar, no
obstante, se siente extraviado en los salones. Como era tímido no sabía bailar
y como tampoco tenía tema de conversación pronto se aburría con los caballeros.
De repente, cruzando un corredor oscuro, en medio de las sombras, una mujer lo
abraza y le da un beso. A raíz de aquel gentil accidente, el joven sufre una
metamorfosis que lo saca, por un lapso, de aquel estado sombrío que lo mantenía
en un cruel anonimato. Aquí queda muy bien plasmada esas ansias por vivir de
algunos personajes chejovianos, ese deseo por romper la envoltura del tedio en
la que se encuentran atrapados para siempre. Tampoco podría dejar de comentar
la novela corta Relato de un desconocido,
donde un espía se hace pasar de lacayo para poder entrar a la casa de un tal
Orlov, un funcionario público de alcurnia y con cierta holgura económica. Pero
pronto la historia sufre un giro: de presentarse como una trama policial pasa a
ser un drama cargado de aquellos sentimientos de hastío señalados, pues de
pronto a la casa de Orlov llega a vivir su amante, quien había abandonado a su
marido para ello. Así, el testimonio oficial que debía entregar el espía
sucumbe ante la frialdad del funcionario público. Y es que este es un hombre
práctico que sabe que los sentimientos en los hombres solo significan dolor y
angustia. Por ello lleva una vida metódica, donde todo se reduce a ir al
trabajo, leer, dormir, reunirse con un pequeño grupo de amigos y de vez en
cuando salir por unas copas de vodka. Es de esperarse que una mujer, quien representa,
como otros personajes de Chéjov mas allá de su género, los sentimientos y las
ansias por vivir no encaje en ese cuadro. Por lo que la frustración y el
sufrimiento asaltan la historia. Como comentario final, agregaría que el
maestro no solo conoce su temática, sino lo más variado del oficio de escritor.
Todos hemos leído relatos fallidos donde de pronto un personaje, en primera
persona, emite un discurso que no corresponde a su estatus; es decir, de
repente personajes jóvenes o sin mayor formación intelectual tienen hondas meditaciones
sobre la naturaleza humana. En este caso, el maestro Chéjov sabía muy bien
ello, por eso era consciente que hubiera sido mortal para la historia que un
vulgar lacayo tenga la altura que tuvo el suyo. De ahí la necesidad de
disfrazar al personaje, de decir que fue un espía, pues la intención era
acercarse a ese drama entre Orlov y su amante. Enorme detalle que no podía
pasar desapercibido en las manos de un maestro.
Es
difícil agregar algo sobre la obra de un escritor tan leído y comentado a lo
largo del mundo entero como Chéjov. No obstante, cada lector siempre tendrá una
forma particular de acercarse y sacar sus propias conclusiones. Es lo que he
intentado hacer. Podríamos seguir comentando más y más cuentos del genial narrador
ruso, como "Gente difícil" o "La desgracia", pero superaría el propósito de estas líneas en tanto he tratado de
rescatar la esencia presente en el universo chejoviano: el hartazgo, el tedio
cotidiano, el aburrimiento por la vida y a la vez las ganas fallidas de vivir y
romper esa monotonía en el que se ahogan sus personajes. Siempre
recordaremos las grandes novelas épicas donde los protagonistas no son seres
del común, sino todo lo contrario: príncipes, condes, generales y líderes
diversos. Pero creo que recordaremos más aquellos ordinarios en tanto nos
podemos identificar más con ellos y en tanto son iluminados con la maestría de una pluma
como la del maestro Chéjov.
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