domingo, 7 de agosto de 2016

"Leche derramada", opera prima de July Solís

Siempre será interesante acercase a la ópera prima de un autor, pues allí se revela un nuevo imaginario y los elementos que lo desarrollan. En este sentido, July Solís aborda el tema del hogar en las cuatro secciones en que está dividido su libro. Pero, contrario a lo que podría pensarse, lo hace con tono de reproche, amargura y melancolía. Prueba de ello es que el primer poema se titule “Arcadia”. Recordemos que el concepto de la arcadia implica un lugar idílico, utópico, libre de pesares, donde los seres humanos viven en perfecta armonía con la naturaleza y con ellos mismos. Aquello ronda la literatura desde sus inicios y se ha convertido en un tópico que aparece y desaparece constantemente. Quizá una de las últimas novelas contemporáneas que al respecto vuelve a la carga tan claramente es Cien años de soledad, donde basta recordar el aire fundacional de Macondo y el nombre de su primer habitante: José Arcadio Buendía. Así, en Leche derramada esa arcadia perdida para siempre es el útero materno. Dicen los primeros versos: “Allá es donde quiero estar/ Allá es tu tibia imagen/ calentando mis pies/ luego de haberte perseguido por el hilo rojo/ y mi ombligo ciego/ Allá donde el tiempo muere con mi forma de batracio”. Es claro, entonces, que la voz poética apunta hacia cierta nostalgia por un estado al que ya no podrá volver. El poema concluye admitiendo que el útero es también un lugar: “Allá/ soy tu primer habitante/ hasta que Dios me expulse”. Podemos afirmar que Dios, las personas y el tiempo son los causantes de aquella saudade que se expresan en los versos. Esta primera sección desarrolla la faceta inicial del ser humano: la infancia. Basta leer el poema “Raíz” para así confirmarlo: “Otoño en tus senos descocidos/ ya nada me alimenta”. Y más adelante: “me voy hundiendo/ entre la corteza agujereada/ como un feto herido”. La imagen es la de una mujer dando de lactar a su bebé, pero este bebé, pese a recibir la fresca leche materna, no siente abrigo. Por ello, se hunde en una “corteza agujereada”. Recordemos que entre los senos y los brazos que sostienen al bebé lactante se forma un agujero.
En la segunda sección del libro el tiempo ha pasado y ahora se nos presentan escenas de hogar en la que la voz poética ya puede formar parte, de una forma activa, de las acciones. El primer poema, llamado “Aprendizaje”, dice: “Lo aprendí tarde/ mientras lavabas con ahínco el cuello de mi blusa/ y la casa entera olía a limón”, “de pronto/ te acordabas de llorar a las ocho/ y prendías el televisor/ yo te miraba secretamente/ ambas llorábamos/ cuando llegaba el final/ y rabiosa afrontabas/ el aceite quemado adherido a la sartén”. En los versos finales aparece de nuevo una alusión a ese tiempo utópico de la primera parte: “Junto con tus manos resecas/ y mi ombligo vacío”. El poema “Mercado” de esa misma sección es un recorrido por las tiendas a la búsqueda de alimento (carne) para la casa. En la tercera estrofa queda mejor expresado ese reproche y amargura que recorren las páginas del libro: “Todos los animales gritando en tu monedero/ y ese sol cincuenta que regresa a casa/ se avergüenza en sus dos caras de tu huida”. Basta leer el título de los otros dos poemas para saber que seguimos en el hogar: “Cena” y “Última cena”.
En las dos últimas secciones hay un alejamiento de esa temática del hogar. El niño, o la niña, ha crecido lo suficiente como para poder salir por su propia cuenta de casa. No obstante, la nostalgia continúa presente y se expresa de una manera distinta. El primer poema de la tercera parte, llamado “Reciclaje”, dice “Urgencia de buscar/ los barcos de papel/ los dientes de leche/ e izar la memoria/ como una bandera acrayolada/ para saber que lo perdido/ deambula (versalitas en el original)/ en algún cuaderno reciclado”. La alusión a la infancia es clara al mencionar uno de los juegos preferidos en aquel entonces, los barcos de papel, y al recordar aquello que mudamos a la misma edad, los dientes de leche. La memoria es una “bandera acrayolada”, el acto de pintar como un juego, pues la voz poética está recordando la infancia. Nuevamente, el tema de lo perdido regresa a escena, doblemente perdido ahora, debido a que esos primeros pasos —quizá el aprendizaje de la escritura e iniciales dibujos— han quedado registrados en cuadernos que ahora están reciclados, como una imposibilidad de recordar el recuerdo de esa alborea etapa. Lo mismo podemos señalar de los poemas “Extravío”, donde la voz poética contempla a un hombre que ha perdido sus hábitos de infancia y, como el título, extraviado se enfrenta al trabajo y al acto de afeitarse. Lo mismo sucede en “Fragilidad”, donde la niñez está representada en un frágil globo de aire que acaba de reventarse y una voz, al final del mismo se pregunta: “¿acaso es posible zurcirnos como media rota? (cursivas en el original)”. De la sección cuarta quisiera comentar dos poemas que contienen toda esa amargura y desazón señaladas desde el comienzo. Estos son “Oficio” y “Principio”. El primero se presenta como un arte poética, pues en sí nos habla de qué trata el acto de escribir: “Cojo un papel/ y empiezo a rebanar la carne/ soy yo quien bifurca los dedos/ escogiendo gramo a gramo/ una célula madre   una célula hija/ arteria hinchada para un solo golpe”. Y más adelante: “Es necesario/ que todo salga de las tripas/ ya que este oficio demanda/ mucha sangre/ sí, mucha sangre”. Para terminar con “Mañana/ ¿quién llenará esta hambrienta hoja?”. Entonces, el oficio de escribir es un desgarro, una manera de fragmentar, con dolor, la composición del ser, y esa descomposición arroja las escenas que hemos visto, las fobias repetitivas a lo largo del poemario. Así, el último poema del libro, el mencionado “Principio” retoma el tema de “Arcadia”, el primero: “Trepo por tus entrañas/ tengo miedo/ se abre   mi carne   tu carne/ como un tobogán/ que me arroja/ trepo por tus entrañas/ tengo miedo”. Asistimos al acto de alumbrar, de nacer, el momento fatal en que el feto deja de ser feto y se convierte en un ser humano. Es necesario citar el final para redondear la idea: “trepo por tus entrañas/ tengo miedo/ ¿por qué mi casa en arcadas me arroja?/ me caigo/ me caigo/ me caigo”. Es claro, entonces, que el alumbramiento, contrario a lo que es, en este caso significa la muerte, el final inexorable de ese paraíso terrenal que fue el vientre. Y aquel “trepo por tus entrañas” no significa un ascenso, sino la resistencia a nacer, acto que se asemeja a caer por un tobogán y ser arrojado en arcadas. Más claramente, el feto es expulsado a la vida como en un acto de defecar.

De esta manera la amargura y nostalgia recorren las páginas de Leche derramada. Podemos pensar que los títulos —casi todos de una sola palabra— no le hacen justicia a los poemas, pues los resumen y los podría anclar hacia un solo punto. No obstante, son como el ojo en la cerradura de la puerta que permite vislumbrar, y acercarnos más, a lo que encierran los versos. Estamos ante un libro que, en oposición con lo que suele suceder con los primeros trabajos, evita lugares comunes. Por ejemplo, ningún poema está dedicado al amor o las cuitas que se puedan desprender de ellos, tampoco al deterioro o envejecimiento del cuerpo femenino; en cambio, se entrega al dolor de crecer y alejarse cada vez más del nacimiento, lo que ya denota originalidad. 

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