Antes
de leer La fauna de la noche del
escritor huancaíno Sandro Bossio, había leído Buen salvaje, una recopilación de artículos periodísticos que
apareció en el diario Correo de
Huancayo. Aunque discrepé con algunos de ellos, en especial el que se llamaba
“Siete errores en los Siete ensayos”,
tras la lectura me quedó la certidumbre de que estaba ante un escritor con un
amplio bagaje cultural y artístico, que no se limitaba a leer solo literatura,
sino que sabía que el oficio de narrador requiere acercarse a otras
disciplinas, como lo son la historia, la filosofía, la antropología; además de
estar ante un creador con dominio de sus recursos literarios. Todo ello se
confirmó cuando devoré en un par de horas el libro de cuentos Kassandra. Al terminar la lectura, una
tarde en mi habitación, quedé repesando los pasajes y cuentos que más me
gustaron y, finalmente, cerré el libro. Me dije “Un auténtico heredero de
Gabriel García Márquez”. Finalmente, en el Centro de Lima compré la novela que
hoy comento.
Desde
sus primeras páginas la narración me atrapó, pues empieza con mucha
desenvoltura en la España del siglo xvi
y luego se abre paso hacia la Lima contemporánea. La historia cuenta la vida
del aspirante a médico Eduardo y de Gustavo, hábil y talentoso periodista.
Ambos, en complicidad, resuelven el extraño caso que se les presenta: la muerta
del decano de la facultad de medicina de la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos, situación aún más rara cuando el cuerpo, al ser encontrado, tenía una
capucha negra en la cabeza y había sufrido la ablución de lengua y vaciado de
ojos.
Debo
decir que, más allá de cómo el texto se fue abriendo paso hacia la captura del
personaje, hacia la develación de todos los cabos sueltos y misterios que se
enredaban en la escena del crimen, en realidad, lo que me atrajo de la novela
fue la exploración que la pluma hacía de los personajes principales. Por
ejemplo, Eduardo durante el día asistía a clases, estudiaba y volvía a la casa
de su abuelo, donde vivía. Pero de noche tenía que mudar de oficio y atender
otros asuntos: se dedicaba a la prostitución y tenía que acostarse con mujeres
mayores y desahuciadas, y con reprimidos y ungidos homosexuales que ocultaban
su verdadera identidad. De esta manera conoció a Gustavo: antes que ser su amigo
íntimo, muy íntimo, primero fue su cliente. Así, Bossio logra explotar en el
personaje y nos lo presenta —con acertados flashbacks
que revolotean en su pasado, desde sus inicios en Cajamarca, su oposición al
destino que sus padres le tenían reservado, su viaje a Lima y sus pinitos como
prostituto— en toda su dimensión, lo que ya nos vislumbra el futuro que iría a
tener. Del mismo modo escarba en Gustavo y en Valeria, Sonia y Rolando,
personajes más. Esto es muy acertado, pues todos ellos, atrapados en una claustrofóbica
y caótica Lima, ganan profundidad y develan el misterio de los seres humanos,
mérito que solo en la buena literatura podemos encontrar. Por otro lado, la
estructura de la novela es muy afín a la de La
ciudad y los perros, ya que hay una acción fija y determinada en un espacio
y tiempo que sigue hacia adelante, pero alrededor de ella, como los electrones
de un átomo, giran las historias y los cambios de focalización que han de
enriquecerla. Si en la obra de Mario Vargas Llosa se busca al asesino del
Esclavo, acá, también, se busca al asesino del decano. Mientras aquella acción
transcurre emergen, gracias a técnicas literarias como los vasos comunicantes y
la caja china, el pasado de los personajes, sus propias voces y diversos hechos
que los marcaron para siempre; aquello nos explica su modo de actuar en el
presente, donde transcurre la línea de acción.
Así,
Sandro Bossio está en deuda con Vargas Llosa. No solo se apoyó en la novela
mencionada para escribir su propio trabajo, sino que se valió, también, de las
técnicas narrativas: los vasos comunicantes y la caja china. Y la mira
telescópica o salto cualitativo. Las dos primeras técnicas o artefactos
literarios quizá no estén muy logrados, pues el contexto narrativo no fue muy
prolífico. Solo una vez aparecen los vasos comunicantes, cuando Eduardo
contesta su teléfono en una clase y la voz del profesor se intercala con su
conversación. Y la caja china se da cuando, de repente y por única vez en la
novela, un personaje habla en primera persona, Pico. Como ya señalaba, estas
apariciones son breves y no enriquecen tanto la historia, como sí lo hacen los flashbacks o saltos al pasado. No
obstante, donde está el principal aporte de Bossio es en la mira telescópica o
salto cualitativo. Si Vargas Llosa la aprendió de Faulkner y la amplificó,
Bossio le dio un giro novedoso que evita el aburrimiento del lector al pasar
inevitablemente por momentos muertos. Nuestro Nobel, a lo largo de su obra, la ha
usado en la conversación de personajes, diálogos, donde entonces aparece un zigzagueo
entre dos escenarios, un segundo provocado por la conversación, donde la voz
narrativa y la descripción aparecen en tercera persona. En Bossio los diálogos
saltan y cambian, sin advertirlo, de personajes, avanzan en una línea de tiempo
que compromete a otros. Así, cuando Gustavo investiga casos de personas que
perdieron las córneas, les extirparon un riñón o las células de la médula,
aquellos diálogos avanzan y las víctimas, en apariencia, se ubican en un solo
escenario. Pero no es así y es como si el autor quisiera ahorrarnos la entrada
y salida de ellos y pasáramos directamente a los diálogos, meollo del asunto.
De
esta manera, el gran aporte de Bossio está en ello, en cómo le dio un giro o
vuelco a la técnica de la mira telescópica o salto cualitativo. Solo me queda
decir que los protagonistas de la historia, al fin de esta, no ascienden en el
mundo, sino que encuentran la libertad en su rebeldía, sin importar que esta no
les depare un futuro mejor.
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