domingo, 21 de agosto de 2016

Una obra maestra: "La montaña mágica"

Me tomó un mes leer por completo La montaña mágica, obra monumental de Thomas Mann en la que, como ya ocurriría en La muerte en Venecia, los lectores asistimos alelados a la descomposición del espíritu burgués. A mitad de camino, por otras lecturas acumuladas que debía atender, tuve que interrumpir la historia de Hans Castorp justo cuando se interna de forma indefinida en el sanatorio de Berghof. Subsanada aquella interrupción, no solté el libro hasta terminarlo. Mi primera impresión es que cualquier herramienta literaria, cualquier ingenio al que se pueda apelar para capturar la imaginación del lector, aquí, pierde por knockout. Y es que ya en las primeras páginas se advierte el aliento de una novela ambiciosa, profunda y analítica. Su lectura no es fácil, pero aun así uno queda enganchado. Las hondas meditaciones a las que asistimos, densas y que puedan llegar a constituir extensas digresiones, no obstante, envuelven al lector, pues reinventan algo tan inmediato como nuestra cotidianidad, de tal manera que se tiene una nueva visión del mundo. Y esto es el milagro de la buena literatura. Solo para empezar, la novela ofrece un tratado sobre el paso del tiempo, por qué el ser humano, bajo determinadas circunstancias, siente que las estaciones del año pasan con una extraordinaria lentitud y por qué en otras ocasiones un solo día se hace prácticamente infinito. Thomas Mann despliega una lectura total sobre ello, de tal manera que, pese a lo denso que pueden ser esas páginas, uno termina por aferrarse a esa explicación que siempre habíamos estado esperando.
Pero ¿de qué trata La montaña mágica? Como decía al principio, la novela cuenta la historia de Hans Castorp en un lapso de siete años, un joven burgués que un día llega al sanatorio de Bergof solo por tres semanas, pues quería descansar y ganar fuerzas para una empresa que pronto estaría por realizar. Huérfano de padre y madre a una temprana edad, creció bajo el cuidado de su abuelo y luego, al morir este, al amparo de su tío. Y allá, en la montaña mágica, se encuentra con Joachim, militar y primo suyo que se recuperaba de una dolencia para volver con fuerza a la vida castrense. Hasta aquí las aguas tranquilas y masas en la novela. Pero en cuanto la voz narradora —una voz colosal y omnisciente, capaz de mirarse a sí misma y reconocer que lo que leemos es, efectivamente, una historia de ficción, capaz de emitir sus propios juicios valorativos sobre hechos presentados en la novela y sobre sucesos generales exterior a esta, sin que esto resulte un tropiezo mortal que ensucie el trabajo (otros monumentos como Los miserables y El Quijote lo han logrado)— intercala tales hechos con la apreciación del tiempo se activa un mecanismo complejo de narración, donde cada segundo es una historia con poderosa injerencia. Así, de repente Hans Castorp se siente mal y en vez de pasar tres semanas en el sanatorio permanece seis meses, los que, a medida que nos internamos más y más en la obra, se convierte en siete años. Y ese periodo de tiempo, y la manera en que se alarga, sirve de soporte al análisis y decadencia del espíritu burgués.
En primer lugar, Hans Castorp tiene un espíritu sensible pero a la vez altivo y lo ofende, aunque lo oculta muy bien, el contacto con otras personas que no guardan las costumbres de su alcurnia. Aquello queda muy bien ilustrado cuando Castorp con su primo Joachin, en un acto atípico a las convenciones sociales del sanatorio, visitan a los enfermos moribundos cuyos días de existencia están contados. Lo hacían con una joven, a la que llevaron flores, cuando de repente la madre se acerca a agradecer el gesto a Castorp. Era una mujer de modestos recursos económicos, lo que se manifestaba en su vestimenta y en su manera de comportarse, hecho que irritó al joven. La escena, además, describe muy bien la contemplación que hace Castorp a la moribunda, la manera en que se abstrae ante aquel cuadro. La timidez mórbida y reserva es otro elemento característico del espíritu burgués, al menos dentro de lo que nos plantea Mann. Un buen día, Castorp se enamora de una señorita rusa, a quien se la consideraba dentro de los rusos “de bien”. Pero aquel amor no se basa en una relación directa, sino que su poderoso y determinante antecedente es el recuerdo de un compañero de colegio. Al parecer, por las descripciones que nos ofrecen a nosotros los lectores, este compañero era muy apreciado por Castorp, y la afinidad y simpatía que tenía por él rebasaba cierto límite. Y esta señorita rusa, Claudia Chauchat, tenía el rostro y la expresión de aquel antiguo condiscípulo. Lo que fue más, las circunstancias en que se dirigieron la palabra fueron similares en ambas situaciones. Castorp, entonces y ahora, pidió prestado un lápiz. Y aquí me detengo, porque qué mejor acercamiento que leer directamente la novela y dejarnos llevar por aquellas largas oraciones, densos párrafos y apreciaciones metafísicas que definen, con una gran profundidad que no deja ningún cabo suelto ni ningún nudo sin desenredar, el enamoramiento del joven burgués. Solo apuntaré, al respecto, que Castorp es incapaz de reclamar de forma contundente su amor por aquella mujer y finalmente lo hace, aprovechando aquel día de carnaval en que se rompieron las formas sociales, de una manera deslucida. No puedo dejar de mencionar a Settembrini y a Naphta, ambos personajes secundarios que, sin embargo, le servirían a Thomas Mann para verter ingentes cantidades de tinta. En las voces de ellos asistimos a tratados del pensamiento humano, el primero un apasionado y fervoroso humanista, amante de la literatura y del conocimiento en general; el segundo, un desencantado de la vida, un ilustre terrorista religioso que cree que el renacimiento y el humanismo no fueron la divina panacea para la sociedad. Sus disputas fueron tan acaloradas que ambos se retan a un duelo de pistolas al final de la novela. Tampoco se puede obviar al viejo holandés Peeperkorn, con quien Claudia Chauchat vuelve al sanatorio. Aquel personaje encarnaría lo dionisíaco, pues entiende la vida a partir del efecto del alcohol, a partir de esa embriaguez que excita los sentidos.
El espíritu burgués encarna su rostro más decadente en la persona de Hans Castorp, pese a que hay otros personajes que también comparten aquel estatus. Por la comodidad que el sanatorio le ofrecía, echó por la borda sus planes de convertirse en ingeniero y su vida, en adelante, estuvo al garete en aquella montaña. Preso en Bergorf, su espíritu débil no pudo romper aquellas dulces redes que lo mantenían enfermo. Recordemos que sus calenturas tenían un origen espiritual, o anímico, y no físico. Por ejemplo, cuando recordó a aquel antiguo compañero de colegio de paseo por los parajes alrededor, y cuando más tarde se daría cuenta de que estaba enamorado de Claudia Chauchat por las similitudes físicas y contextuales que señalé líneas arriba, tuvo fiebre, sangró de la nariz y experimentó mareos. Y cada vez que Claudia estaba cerca de él empalidecía y si habían tenido una entrevista, del resultado de esta, dependía su temperatura. Lo mismo pasaba cuando sufría un incidente que vulnerara su tan delicado espíritu, como lo fue la presencia dominante de Peeperkorn y las charlas acaloradas que tenían Settembrini con Naphta. Los personajes más cercanos a él, como su primo Joachim y su tío Castorp, quien un día llegó de repente para darle una visita y ver su progreso, escaparán de aquella red blanda con la desesperación que una fuga implica. Así, Mann nos acerca con suma maestría a la vida del burgués, a sus debilidades y carencias, como toda buena literatura nos ayuda a entender aquel estado, a comprender por qué su personaje desperdició los mejores años de su existencia en aquella cárcel de oro.

Como puntos en contra a la novela podría decirse que quizá haya demasiadas digresiones, como aquella en que describe única y exclusivamente el funcionamiento celular del cuerpo. Pero cada extensión, cada capítulo añadido, está retratado con tanta maestría que, a sabiendas que solo dilata la historia, no podemos hacer otra cosa que entregarnos al ritmo de la prosa y a los sucesos extraordinarios, como aquel capítulo donde se desarrolla una sesión espiritista con la asistencia de una médium. Además, La montaña mágica es una novela pensada para ser leída con pausas, de la forma en que uno vería una serie en contraposición a una película, la que se puede consumir de un tirón. Me convence el hecho de que cada capítulo esté titulado. La novela acaba con la liberación de Hans Castorp, no obstante. Una liberación teñida de sangre, de muerte y de apertura a los tiempos modernos: la Primera Guerra Mundial. Y no obstante sus setecientas páginas, no se siente la fatiga que asalta a la mayoría de escritores al final de la novela. El vigor creativo, la disciplina, brilla como la hoja de una espada de principio a fin.

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