Me
tomó un mes leer por completo La montaña
mágica, obra monumental de Thomas Mann en la que, como ya ocurriría en La muerte en Venecia, los lectores
asistimos alelados a la descomposición del espíritu burgués. A mitad de camino,
por otras lecturas acumuladas que debía atender, tuve que interrumpir la
historia de Hans Castorp justo cuando se interna de forma indefinida en el
sanatorio de Berghof. Subsanada aquella interrupción, no solté el libro hasta
terminarlo. Mi primera impresión es que cualquier herramienta literaria,
cualquier ingenio al que se pueda apelar para capturar la imaginación del
lector, aquí, pierde por knockout. Y
es que ya en las primeras páginas se advierte el aliento de una novela
ambiciosa, profunda y analítica. Su lectura no es fácil, pero aun así uno queda
enganchado. Las hondas meditaciones a las que asistimos, densas y que puedan
llegar a constituir extensas digresiones, no obstante, envuelven al lector,
pues reinventan algo tan inmediato como nuestra cotidianidad, de tal manera que
se tiene una nueva visión del mundo. Y esto es el milagro de la buena literatura.
Solo para empezar, la novela ofrece un tratado sobre el paso del tiempo, por
qué el ser humano, bajo determinadas circunstancias, siente que las estaciones
del año pasan con una extraordinaria lentitud y por qué en otras ocasiones un
solo día se hace prácticamente infinito. Thomas Mann despliega una lectura total
sobre ello, de tal manera que, pese a lo denso que pueden ser esas páginas, uno
termina por aferrarse a esa explicación que siempre habíamos estado esperando.
Pero
¿de qué trata La montaña mágica? Como
decía al principio, la novela cuenta la historia de Hans Castorp en un lapso de
siete años, un joven burgués que un día llega al sanatorio de Bergof solo por
tres semanas, pues quería descansar y ganar fuerzas para una empresa que pronto
estaría por realizar. Huérfano de padre y madre a una temprana edad, creció
bajo el cuidado de su abuelo y luego, al morir este, al amparo de su tío. Y
allá, en la montaña mágica, se encuentra con Joachim, militar y primo suyo que
se recuperaba de una dolencia para volver con fuerza a la vida castrense. Hasta
aquí las aguas tranquilas y masas en la novela. Pero en cuanto la voz narradora
—una voz colosal y omnisciente, capaz de mirarse a sí misma y reconocer que lo
que leemos es, efectivamente, una historia de ficción, capaz de emitir sus
propios juicios valorativos sobre hechos presentados en la novela y sobre
sucesos generales exterior a esta, sin que esto resulte un tropiezo mortal que
ensucie el trabajo (otros monumentos como Los
miserables y El Quijote lo han
logrado)— intercala tales hechos con la apreciación del tiempo se activa un
mecanismo complejo de narración, donde cada segundo es una historia con
poderosa injerencia. Así, de repente Hans Castorp se siente mal y en vez de
pasar tres semanas en el sanatorio permanece seis meses, los que, a medida que
nos internamos más y más en la obra, se convierte en siete años. Y ese periodo
de tiempo, y la manera en que se alarga, sirve de soporte al análisis y decadencia
del espíritu burgués.
En
primer lugar, Hans Castorp tiene un espíritu sensible pero a la vez altivo y lo
ofende, aunque lo oculta muy bien, el contacto con otras personas que no
guardan las costumbres de su alcurnia. Aquello queda muy bien ilustrado cuando
Castorp con su primo Joachin, en un acto atípico a las convenciones sociales
del sanatorio, visitan a los enfermos moribundos cuyos días de existencia están
contados. Lo hacían con una joven, a la que llevaron flores, cuando de repente
la madre se acerca a agradecer el gesto a Castorp. Era una mujer de modestos
recursos económicos, lo que se manifestaba en su vestimenta y en su manera de
comportarse, hecho que irritó al joven. La escena, además, describe muy bien la
contemplación que hace Castorp a la moribunda, la manera en que se abstrae ante
aquel cuadro. La timidez mórbida y reserva es otro elemento característico del
espíritu burgués, al menos dentro de lo que nos plantea Mann. Un buen día,
Castorp se enamora de una señorita rusa, a quien se la consideraba dentro de
los rusos “de bien”. Pero aquel amor no se basa en una relación directa, sino
que su poderoso y determinante antecedente es el recuerdo de un compañero de
colegio. Al parecer, por las descripciones que nos ofrecen a nosotros los lectores,
este compañero era muy apreciado por Castorp, y la afinidad y simpatía que
tenía por él rebasaba cierto límite. Y esta señorita rusa, Claudia Chauchat,
tenía el rostro y la expresión de aquel antiguo condiscípulo. Lo que fue más,
las circunstancias en que se dirigieron la palabra fueron similares en ambas
situaciones. Castorp, entonces y ahora, pidió prestado un lápiz. Y aquí me
detengo, porque qué mejor acercamiento que leer directamente la novela y
dejarnos llevar por aquellas largas oraciones, densos párrafos y apreciaciones
metafísicas que definen, con una gran profundidad que no deja ningún cabo
suelto ni ningún nudo sin desenredar, el enamoramiento del joven burgués. Solo
apuntaré, al respecto, que Castorp es incapaz de reclamar de forma contundente
su amor por aquella mujer y finalmente lo hace, aprovechando aquel día de
carnaval en que se rompieron las formas sociales, de una manera deslucida. No
puedo dejar de mencionar a Settembrini y a Naphta, ambos personajes secundarios
que, sin embargo, le servirían a Thomas Mann para verter ingentes cantidades de
tinta. En las voces de ellos asistimos a tratados del pensamiento humano, el
primero un apasionado y fervoroso humanista, amante de la literatura y del
conocimiento en general; el segundo, un desencantado de la vida, un ilustre
terrorista religioso que cree que el renacimiento y el humanismo no fueron la
divina panacea para la sociedad. Sus disputas fueron tan acaloradas que ambos
se retan a un duelo de pistolas al final de la novela. Tampoco se puede obviar
al viejo holandés Peeperkorn, con quien Claudia Chauchat vuelve al sanatorio.
Aquel personaje encarnaría lo dionisíaco, pues entiende la vida a partir del
efecto del alcohol, a partir de esa embriaguez que excita los sentidos.
El
espíritu burgués encarna su rostro más decadente en la persona de Hans Castorp,
pese a que hay otros personajes que también comparten aquel estatus. Por la
comodidad que el sanatorio le ofrecía, echó por la borda sus planes de
convertirse en ingeniero y su vida, en adelante, estuvo al garete en aquella
montaña. Preso en Bergorf, su espíritu débil no pudo romper aquellas dulces
redes que lo mantenían enfermo. Recordemos que sus calenturas tenían un origen
espiritual, o anímico, y no físico. Por ejemplo, cuando recordó a aquel antiguo
compañero de colegio de paseo por los parajes alrededor, y cuando más tarde se
daría cuenta de que estaba enamorado de Claudia Chauchat por las similitudes
físicas y contextuales que señalé líneas arriba, tuvo fiebre, sangró de la
nariz y experimentó mareos. Y cada vez que Claudia estaba cerca de él
empalidecía y si habían tenido una entrevista, del resultado de esta, dependía
su temperatura. Lo mismo pasaba cuando sufría un incidente que vulnerara su tan
delicado espíritu, como lo fue la presencia dominante de Peeperkorn y las
charlas acaloradas que tenían Settembrini con Naphta. Los personajes más
cercanos a él, como su primo Joachim y su tío Castorp, quien un día llegó de
repente para darle una visita y ver su progreso, escaparán de aquella red
blanda con la desesperación que una fuga implica. Así, Mann nos acerca con suma
maestría a la vida del burgués, a sus debilidades y carencias, como toda buena
literatura nos ayuda a entender aquel estado, a comprender por qué su personaje
desperdició los mejores años de su existencia en aquella cárcel de oro.
Como
puntos en contra a la novela podría decirse que quizá haya demasiadas
digresiones, como aquella en que describe única y exclusivamente el
funcionamiento celular del cuerpo. Pero cada extensión, cada capítulo añadido,
está retratado con tanta maestría que, a sabiendas que solo dilata la historia,
no podemos hacer otra cosa que entregarnos al ritmo de la prosa y a los sucesos
extraordinarios, como aquel capítulo donde se desarrolla una sesión espiritista
con la asistencia de una médium. Además, La
montaña mágica es una novela pensada para ser leída con pausas, de la forma
en que uno vería una serie en contraposición a una película, la que se puede
consumir de un tirón. Me convence el hecho de que cada capítulo esté titulado. La
novela acaba con la liberación de Hans Castorp, no obstante. Una liberación
teñida de sangre, de muerte y de apertura a los tiempos modernos: la Primera
Guerra Mundial. Y no obstante sus setecientas páginas, no se siente la fatiga
que asalta a la mayoría de escritores al final de la novela. El vigor creativo,
la disciplina, brilla como la hoja de una espada de principio a fin.
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