El siguiente 28 de julio el Perú cumplirá doscientos años de vida republicana, justo cuando Martín Vizcarra le ceda el cargo al nuevo presidente. Vayamos al grano: ¿realmente hay algo que celebrar? Antes del covid-19 nuestro país era congratulado internacionalmente por las supuestas cifras azules de su economía en la región, casi como Chile, donde las apariencias se vinieron abajo, incluso, antes de la pandemia por las protestas contra el sistema. Seguramente por ello recibimos a un gran número de inmigrantes ante la crisis de Venezuela, producto de intereses, cómo no, de grandes potencias y de un caudillo testarudo. Sin embargo, en los últimos meses el covid-19 se ha encargo de pinchar esas burbujas de seudo bonanza. Inequívoco es que Perú, después de Estados Unidos y Brasil, tenga más víctimas fatales: 49 115 según el Sistema Informático Nacional de Defunciones, sinadef, y no las 19 811 que registra el Ministerio de Salud, minsa. Lo que es peor: en este momento es muy probable que superemos los 50 000 fallecidos. Estamos técnicamente empatados con México El acceso a la salud, ante hospitales públicos con limitados recursos, y colapsados, fue un privilegio negado a las mayorías que no podían pagar seguros de veinte mil soles para ser atendidos en clínicas privadas, sin contar los tres mil soles al día que costaba el internamiento. Nuestros mandatarios siempre le dedicaron un bajo porcentaje del Producto Bruto Interno, pbi, es decir, de las riquezas que se producen, al sector educación y salud. Es más, aquella esmirriada cifra no pudo llegar ni al tres por ciento durante el gobierno fallido del otrora presidente de lujo Pedro Pablo Kuczinski, cuando la Organización Mundial de la Salud, oms, recomienda que una nación tiene que invertir, como mínimo, un diez por ciento del pbi en aquel sector. De ahí las escenas desesperantes de pacientes en pasillos de los hospitales o en carpas improvisadas, hasta en sillas y finalmente sobre colchonetas en el suelo. Tristemente, muchos peruanos se han muerto en la calle o en sus casas, compatriotas que hubieran podido salvar sus vidas con una atención.
Al
comienzo de la pandemia, mientras el virus se ensañaba con otras naciones, los
peruanos comentaban horrorizados lo que ocurría en Ecuador o en Italia, por
ejemplo, donde las personas perecían en las calles y los muertos se hacinaban
en las casas, en el caso de Guayaquil, y donde los contagios se disparaban
marcando nuevos récords, en el caso de Roma y demás ciudades del país europeo.
Ahora el Perú es el nuevo foco de atención del mundo. La información que uno
encuentra en inglés, por ejemplo, busca responder la interrogante de qué pasó
en Perú si acató, casi de inmediato, una cuarentena forzosa y militarizada. Lo
segundo saltante es el número de muertos por covid-19 que el minsa no está registrando. Una economía
informal, donde muchos peruanos subsisten con lo que ganan día a día, no podía
aguantar largos días de encierro. Esto no estuvo compensado con los tardíos y
exiguos bonos que el Estado ofreció y con su mala praxis: las colas en los
bancos, sin duda, fomentaron la propalación del virus. Debió bancarizarse a esa
población, tal como se hizo en Colombia, país de nuestra región. Además, en vez
de adelantársele a la enfermedad, proporcionando más camas de cuidados
intensivos y llegando a un justo acuerdo con las clínicas privadas, la
reactivación económica parece haber relajado las medidas de precaución. Esto se
confirma si echamos un vistazo al transporte urbano: caótico y abandonado por
la mayoría de autoridades, los protocolos no se aplican en lo más mínimo en
combis y cústeres informales.
Un
claro caso de que no se aprovechó el tiempo, es decir, que no se adelantó al
covid-19, es Cajamarca, departamento que ha pasado de ejemplo ilustre a crisis
total. En vez de preparar los hospitales y ejecutar todo el presupuesto
asignado, el presidente regional, Mesías Guevara, parece haberse dormido en sus
iniciales laureles, cuando la pandemia parecía haberse contenido allí. Lo que
en realidad sucedió es que, por su ubicación geográfica, es decir, por estar en
la sierra, el virus demoró en difundirse como en la costa. Otro departamento en
crisis es Arequipa, donde una ciudadana desesperada correteó al vehículo oficial
del presidente para pedirle que mire la realidad de los hospitales, pues Vizcarra
durante su visita había dicho, en resumidas cuentas, que las cosas no iban tan
mal en la tierra de Mario Vargas Llosa. El país, entonces, va camino a cumplir
su bicentenario en medio de una crisis de la que tomará años recuperarse. Para muestra
un botón: el semanario Hildebrant en sus
Trece, citando un estudio de epidemiología del minsa, señala que se habrían contagiado 2 700 700 ciudadanos
en lo que va del curso de la pandemia en el Perú, lo que representa al 25% de
la población de Lima y Callao.
En
su último mensaje a la nación, entre otras cosas, el presidente prometió que
habría un nuevo bono de 760 soles (240 dólares) para familias vulnerables, 200 soles
(60 dólares) mensuales, hasta la mayoría de edad, para huérfanos por culpa del
coronavirus y una millonaria inversión en el sector salud, además de un plan de
reactivación económico. Aquello, sin embargo, no propone una modificación al
sistema que produce más pobres y más ricos y que, de una vez por todas, se termine
con el centralismo de la capital, pues Lima sigue siendo el Perú. Políticas
como el préstamo estatal de 30 mil millones de soles (9 mil millones de
dólares) a los bancos para que supuestamente beneficie a la pequeña y mediana
empresa (en la práctica, solo 1,4% fue para la micro empresa y 6% para la
mediana, mientras que a las corporaciones y grandes empresas, los monopolios,
recibieron de préstamo hasta siete veces más) y el “arreglo” al que llegó con
las clínicas privadas para que dejen de lucrar con los pacientes covid-19 (como
tarifa plana, se llegó a 55 000 soles, 17 000 dólares, sin importar el tiempo
que dure la atención) son muestra del rumbo político del gobierno. Nuevamente,
¿hay algo que celebrar?
¿Pero
tendríamos algo que celebrar, al cumplirse doscientos años de república, suponiendo
que el coronavirus nunca hubiera existido? Mientras países como México y
Argentina tuvieron contingentes contestatarios, voces que reclamaban por una
patria, nosotros fuimos independizados por un militar argentino y un militar
venezolano, dado que a nuestra clase política no le importaba cortar vínculos
dependientes con España. El acomodo, el arribismo y el oportunismo, para
enriquecerse y mantener las posiciones privilegiadas, eran lo único que
importaba. Ese fue el peor legado que nos dejó la colonia: España nunca vio a
sus provincias de ultramar como una extensión de su territorio donde la ley se
respete. El Perú y sus demás espacios conquistados y arrasados fueron eso,
meros territorios para extraer el tan codiciado oro y para explotar a los
indios con las encomiendas y las mitas mineras. Prueba de ello es que
aproximadamente la mitad de los preciosos minerales extraídos llegaba a Europa,
lo demás se perdía en la corrupción de funcionarios públicos. Y cómo no, si en
ese entonces los puestos administrativos se vendían en España a aquel que
pudiera comprarlo y tuviera conexiones con la corona. Bajo esa lógica es claro
que los virreyes y su corte veían la política como un negocio contante y
sonante. Y aún ahora, más de trescientos años después, con partidos políticos
que venden sus posiciones preferenciales al congreso y con funcionarios
públicos elegidos no por méritos sino por nepotismo, o a dedo, aquella lógica
subsiste solo que de diferentes maneras.
Mientras
tanto la gran masa indígena, los herederos del incanato, quienes constituían aproximadamente
el 80% por ciento de la población del Perú, no fueron incluidos en la república
oficial. Hay un cuento extraordinario de Enrique López Albújar, “El hombre de
la bandera” en Cuentos andinos, autor
que oficialmente inaugura el indigenismo en la literatura peruana, que desarrolla
aquel drama: tras la ocupación chilena de Huánuco, durante la Guerra del
Pacífico, un soldado arenga a los indios y le piden que defiendan la patria.
Los indios se niegan con justas razones: para qué defender un país que no los
incluye, los rechaza y los explota. El blanco peruano es malo, pero el chileno
será peor, dice aquel soldado que, contra todo pronóstico, logra convencer a la
comunidad que se levanten en armas y expulsen a los invasores, al menos, de
Huánuco. ¿Hay algo que celebrar? No, porque se ganaron batallas pero se perdió
la guerra, iniciada por asuntos económicos: cuando el primer presidente civil del
Perú durante el siglo xix, Manuel
Pardo y Lavalle, estatizó el salitre de las provincias de Arica e Iquique para
recaudar más impuestos y, así, rescatar al país de la crisis financiera (aquí
es cuando la deuda externa comienza a dispararse) al que los militares
empujaron, se chocó con intereses ingleses y chilenos. Más tarde Chile,
financiado por Inglaterra, nos declararía la guerra. En el fondo, todos esos
caudillos de sable y fusil que irrumpieron el orden constitucional lo hicieron
financiados, nuevamente, por intereses económicos de particulares, grupos a los
que les devolvería el favor ya en el poder. En esta lista se puede sumar
nombres como José Rufino Echenique, Ramón Castilla, Mariano Ignacio Prado, José
Balta, militares que asaltaron el poder también para beneficiarse personal y
pecuniariamente. ¿Nuestra débil democracia, recuperada hace solo veinte años,
no tiene el mismo sentido? ¿Los candidatos a la presidencia financiados por empresas
monopólicas, narcotraficantes, empresarios diversos, no siguen esa misma
lógica? ¿No fue Nicolás de Piérola, elegido dos veces presidente, aquel que
hizo negocios con la casa Dreyfus y el guano? Como resultado de los préstamos,
el país se surcó de obras sobrevaluadas que engrosaron la deuda externa. ¿No
fue Ramón Castilla quien también firmó el contrato con la casa Grace? Como
resultado se entregó lo que quedaba del guano y el usufructo de los
ferrocarriles de ese entonces. Todas estas artimañas nos recuerdan a los
negociados de Odebrecht, por ejemplo, no solo con el Perú, sino también con
distintos países de Latinoamérica. La historia da vueltas, parece confirmarse
que es cíclica. ¿Algo que celebrar?
Lo
que vino después en el siglo xx es
conocido y, básicamente, lo mismo: el regreso de Piérola, el oncenio del
dictador Augusto B. Leguía, donde se siguió robando a costa de la deuda
externa, la obra y temprana muerte de José Carlos Mariátegui, la fundación del apra y el liderazgo de Víctor Raúl Haya
de la Torre, otro caudillo que soñaba con el poder financiado por intereses
particulares y sombríos. El historiador peruano Alfonso Quiroz, radicado en
Estados Unidos desde los ochentas hasta su muerte en 2013, en su libro Historia de la corrupción en el Perú
señala: “Diplomáticos estadounidenses reportaron que un importante donante de la
campaña aprista de 1931 fue Carlos Fernández Bácula, un exdiplomático
“sospechoso de ser un agente [en el…] tráfico clandestino de narcóticos”. Del
mismo modo y en el mismo libro, el asesinato del directivo del diario La Prensa, Francisco Graña Garland en
1947, cometido por apristas, tuvo como móvil ocultar los actos de corrupción
del apra al buscar entregar a
perpetuidad los yacimientos de petróleo en Sechura a la International Petroleum
Company de capital norteamericano. Y es que el periódico de Graña Garland tenía
alistado un reportaje donde demostraba la corrupción del partido que fundó Haya
de la Torre. Este último, un año después, se aliaría con otro narcotraficante,
Eduardo Balarezo, para la insurrección aprista contra el legítimo gobierno de
Bustamante y Rivero. Como consecuencia, Manuel Odría llevó a cabo un golpe de
Estado al alicaído régimen para tomar el poder. Otro caso más del apra con narcotraficantes se dio con
Carlos Lamberg, narco que financiara la candidatura de Haya de la Torre a la
constituyente de 1978, cubriera sus gatos hospitalarios y comprara la casa
donde el líder de la casa del pueblo muriera. ¿Algo que celebrar que un partido
así produjera a Alan García, aquel que, al estilo de Piérola, nos gobernó dos veces?
La
reforma Agraria de 1969, aplicado por otro militar, Juan Velasco Alvarado, puso
fin al feudalismo de cuatrocientos años en el Perú. No obstante, mal aplicada,
hoy en día no generó lo que una bien llevada, bajo los parámetros de una
democracia inclusiva, hubiera dado al Perú. Hemos recuperado la democracia tras
la caída de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos, pero sus secuelas se
siguen sintiendo aún hasta ahora. Quizá la más grave de ella es la tolerancia a
la corrupción que ha terminado de enquistarse en el imaginario de los
ciudadanos. Todos sabían qué iba a hacer políticos como Alan García, Luis
Castañeda y aun Keiko Fujimori en el poder e inclusive así se los votó con la
horrible excusa de “roba pero hace obra” o “más vale malo conocido que bueno
por conocer”. Los golpes de estado quedarán como funestos episodios de la
historia cuando, finalmente, la democracia sea inclusiva, cuando el ciudadano
de a pie sienta que las instituciones funcionan y que se gobierna para las
mayorías y no para una cúpula. Los militares o civiles golpistas —Nicolás de
Piérola, por ejemplo, era financiado por intereses particulares para petardear
a los gobiernos de turno y tomar el poder— no tendrán ecos ni aprobación, no
podrán vulnerar el orden constitucional si aquello sucede en la población. La
pandemia, con las medidas que ha aplicado el gobierno, ha puesto en evidencia
que todavía aquello no es inclusivo: de bonos y asistencialismos no se puede
sostener ningún país, menos uno como el Perú donde la informalidad es otro gran
responsable en el repunte de casos covid-19. Ministros jóvenes de entre 32 y 35
años del saliente, en menos de veinte días, premier Pablo Cateriano pusieron de
evidencia, una vez más, la fragilidad de nuestra democracia.
No
podría terminar estas líneas respondiendo a la interrogante que ha dado vueltas
en esta página: ¿hay algo que celebrar? Sí: nuestra literatura. Ya lo decía
Manuel Scorza en su ensayo inédito Literatura:
primer territorio libre de América Latina y en la entrevista que concediera
a la televisión española por los años setentas que la literatura es el primer
territorio liberado, pues la novela es el gran tribunal donde se juzgan las fechorías
que en la realidad no. Más que eso, pienso, la literatura peruana constituye
una de las más originales escritas en español. Perú es conocido no solo por el
ajinomoto y su condimentada comida —un país no puede sentir logrado solo por
poseer minerales y ceviches y lomos saltados y haber ido a un mundial de fútbol
luego de 36 años—, sino también por su poesía, por César Vallejo, Martín Adán,
José María Eguren, Mario Vargas Llosa, Manuel Scorza, José María Arguedas,
Gamaliel Churata y un ejército de maestros de la pluma que tenemos. Solamente
esto, estoy seguro, da ya para celebrar, pues el arte siempre está más allá, se
adelanta a la realidad. ¿No fue un literato, Manuel González Prada, quien lúcidamente
denunció las injusticias de su sociedad y, a la vez, compuso hermosos poemas?
Finalmente,
Perú y los demás países herederos de grandes civilizaciones prehispánicas a
diferencia de China e India, por ejemplo, todavía no han consolidado una
identidad, aún no se han reconciliado con sus bases prehispánicas, con la gran
cultura de los incas y de los aztecas. La segregación racial, tanto
institucional como ciudadana, entre otros grandes problemas que arrastramos
—como la corrupción— es muestra fehaciente de ello. Cito a tales gigantes
asiáticos pues ellos, al igual que nosotros, y digo nosotros como un solo
bloque latinoamericano, fueron dominados por otros países. La invasión japonesa
a China es una realidad histórica, la dominación inglesa a India es, también,
otra realidad histórica, como una realidad histórica es que ahora sean
potencias mundiales. Y es que en medio de los escombros de los cuales
resurgieron nunca perdieron su identidad milenaria, eso que precisamente
nosotros aún no tenemos, eso que precisamente todavía no hemos consolidado:
hasta hace poco el quechua y el aymara eran visto como sinónimos de atraso, doscientos
años después Tinta, en Cusco, el pueblo de José Gabriel Condorcanqui, Túpac
Amaru ii, fue reconstruido y hecha
museo —su importancia histórica así lo exigía— por el gobierno militar de
Velasco Alvarado. Sobre esto y más podemos leer a John Beverly en su libro The Failure of Latin America. Pasarán
muchos años más, todavía, para que consolidemos una nación.
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