viernes, 30 de octubre de 2020

El Aura o viaje por las partículas elementales del cosmos

 Jorge Luis Borges en Historia de la eternidad, pasando por Platón, Schopenhauer y Nietzsche, formula su propia teoría del eterno retorno. Si el tiempo es infinito y el mundo se compone de un número desmesurado, pero finito, de átomos y partículas, entonces, en alguna vuelta de milenio yo volveré a estar presente en esta mesa y todos ustedes estarán oyendo estas palabras. No de idéntica forma, pero sí de manera paradigmática: si los grandes temas de la humanidad se vuelven cíclicos —el heroísmo y la cobardía, la traición y la lealtad, por ejemplo—, con más razón los cotidianos. Para demostrar esto el autor de Ficciones, incluso, recurre a la física cuántica y a la evolución de las teorías sobre el tiempo. Quiero postular esta noche que el retorno de Miguel Ildefonso, entre otros, es también el tema de la frontera y de las ciudades de El Paso y Ciudad Juárez. Un solo autor, un creador auténtico, es posible de encerrar un universo entero en su poética. Podemos leer versos sobre el desierto en Canciones en un bar de la frontera, Las ciudades fantasmas, El Paso y Escrito en los afluentes, por mencionar solo algunos de los libros escritos por Ildefonso. ¿De qué trata, entonces, El Aura, ¿el último trabajo de poesía que ahora nos entrega? Precisamente de la desintegración cósmica, una temática que asoma inédita en los ya casi veinte libros que ha entregado a los lectores en su carrera literaria.

No obstante, tengo que refutarme a mí mismo: ya en un poema de El hombre elefante y otros poemas el tema del uno y el universo, de cómo un hombre puede equipararse al cosmos, pues es otro pequeño cosmos, se prefigura en “Noviembre”. Citemos: “No sé a dónde va la tierra y su nave la Vía Láctea y su cuarto el universo y el cosmos entero que se encoge y se expande como mi aturdido corazón esta tarde de noviembre”. El movimiento, entonces, es el lazo entre lo humano y el universo, como los siglos y las horas al tiempo, que permite, en este caso, la combustión del poema. La simiente de esta temática se injertada a un nuevo trabajo, donde germina y florece hasta convertirse en El Aura. Citemos, para empezar, la introducción que se titula “Obertura”: “Escribir es basarse en esa estrella gigante que agoniza, o que quizás ya murió, y es su luz la que aún nos hace pensar que estamos vivos, mirándolo. O es esa estrella la que nos mira, somos su fantasma, su luz aun divagante en el espacio conjeturado”. La luz de aquella estrella no es otra que la verdadera luz de la poesía, pues gracias a ello el yo poético compone los versos que vamos leyendo. Nuevamente, su luz sería única inspiración, la consecuencia de estar en poesía.

El misterio de las palabras, entonces, se va develando. Y así como Borges en Historia de la eternidad busca descifrar el del eterno retorno, también Ildefonso nos dice de qué está hecha la voluntad, por ejemplo. Cito, nuevamente, los primeros versos de “Obertura”: “Sé que mi voluntad es de ser cuarzo o materia elegida por los neutrones. Sé que hay un dios en el desgarramiento del tejido del universo que no tiene nombre, ni voluntad ni pensamiento. El dios de no hay dios”. ¿Qué es la voluntad, el hacer del mundo sino un polvo de cuarzo y de neutrones? La mención a dios no es fortuita ni arbitraria, pese a que la ciencia en apariencia explicaría el universo y, así, mataría objetivamente el mito del hacedor. Pero dios está presente aun cuando no lo está al leer “el dios de no hay dios”.

Avanzando en el poemario, podemos ver que este se divide en, además de “Obertura”, “Chet Baker”, “Balada del Cosmonauta en la Materia Oscura” y “Finale”. Debemos anotar que tanto “Chet Baker” como “Balada del Cosmonauta en la Materia Oscura” son dos largos capítulos que, a su vez, se dividen en “Opus I” y “Opus II”. La mención a los títulos no es vana, sino que, como un telescopio hacia el firmamento, nos va revelando la temática y movimiento del poemario. Así el contenido de El Aura es el cosmos y la frontera El Paso-Ciudad Juárez y su forma la música, pues como en las óperas o recitales hay una introducción, un desarrollo y una síntesis, estructura que ya Aristóteles en su Poética había señalado al analizar la tragedia griega. Como sabemos, Chet Baker fue un trompetista de jazz que alcanzó fama durante los cincuentas y sesentas en Estados Unidos. El lector que espere una loa al músico encontrará, perplejo, que en realidad la voz poética nos transporta al desierto de la frontera y a las muertes impunes que ocurren del lado de Latinoamérica en esta primera parte. Citemos: “Santísimas madres en vertederos de sobras de comida/ calles moldeadas en frío amasadas en aplanadas pistas/ para el comal que colma la insidiosa codicia de la autoridad/ desde su insaciable hambre hasta su matemática bondad/ el excedente de palabras no hace a la poesía:/             lo más barroco que existe es el silencio”. Es importante resaltar los dos últimos versos. Tras una descripción cercana al realismo, necesaria para determinar el espacio, la voz poética nos recuerda que aglutinar vocablos no produce el efecto de la poesía. Lo más barroco, o lo más difícil, entonces, es el silencio o permanecer en silencio, lo que en este contexto es disímil: imposible quedarse callado, de palabras y de poesía, con lo que sucede en la frontera.

Entonces, la pregunta cae por su propio peso: ¿por qué este capítulo tan importante se llama Chet Baker si nos habla de Ciudad Juárez? A lo largo de los versos no solo aparece el trompetista, sino también otros artistas y escritores como Marilyn Monroe, William Burrough, Elizabeth Taylor y Jim Morrison en medio de una atmósfera fantasmal o de espejismos, dado que estamos en el desierto. No solo eso, en esa danza poética también aparecen víctimas del feminicidio en la frontera del lado mexicano, nombres como Alma Chavira Farel, Gladys Janeth Fierro, Sagrario González entran y salen de los sueños de la voz lírica. La promiscuidad de imágenes, esa mixtura que puede llegar a multiplicarse como un cáncer, es la expresión de las emociones plasmadas en el poema. Todos esos personajes aparecen, y desaparecen, como si fueran fantasmas, gracias a que estamos escuchando la trompeta, y la voz, pues también fue cantante, de Chet Baker. La poesía, el don de la labrada palabra, tiene ese poder de transportación gracias a la memoria y a la imaginación. Expresado de otro modo, puedo decir te nombro y estás aquí, pues te percibo, lo percibimos, mediante la poesía. Por ende, el sol, la lluvia y la luna de la página de papel es mejor que el sol, la lluvia y la luna del universo. Para muestra un botón. El final de esta sección termina así: “La veré sentada en la barra y me acercaré despacio. Su vestido verde, sus hombros desnudos en donde depositaré mis manos. Un beso en el cuello hará que me pida perdón”. Y unos versos más adelante: “Chet ronca en la otra esquina de la barra. Su ronquido también es una melodía; alguien sopla dentro de él, él es el instrumento”. En otras palabras, Chet está allí no como persona física, sino como melodía: su música hace posible su aparición que se materializa en el poema.  

La tercera parte, “Balada del Cosmonauta en la Materia Oscura”, como su nombre ya prefigura, constituye un viaje por la vía láctea y el planeta tierra, un viaje por los átomos y partículas de las que está compuesto el universo. Y este viaje permite la aniquilación del yo, que es un estar en todos los lugares al mismo tiempo. La aparición de Galileo Galilei, nuevamente, no es fortuita y responde a ese afán de contemplar y entender el mundo. Quiero resaltar de esta sección el ritmo con el que están compuestos los versos. Cito parte de una estrofa: “Callar no es estar en silencio, no dormir es tragar la humedad del invierno y masticar el asma de amar en sotana marrón como San Francisco descalzo en medio de estos muros blancos como si fuera el mundo un nosocomio manejado por el dinero que se extrae de la roca que heredó del meteorito”. Son muchos los autores que han intentado transportar el ritmo, el síncope, de la música a la literatura. El caso más inmediato que mi memoria me ofrece ahora es el de Jack Kerouac, quien rescribió todo On the Road en tan solo tres semanas, su más celebrada obra, cuando creyó encontrar el ritmo del jazz en la prosa con que su amigo Neal Cassady le escribía cartas. De igual forma, esta sección de El Aura se caracteriza por un estilo musical y fluido, que se lleve por delante la sintaxis y todos los signos de puntuación, pues estorban, el mismo estilo que tenía Chat Baker al tocar su trompeta. En este caso, el ritmo de la música, la improvisación divina del jazz, le sirve a Ildefonso para tratar el tema divino del cosmos y del universo. Esto último queda diáfano en “Finale”, capítulo con que se cierra el libro. Cito: “Ray Charles Baudelaire es el dios africano que en un lugar del universo se sienta a pescar cometas, meteoritos, estrellas fugaces”. Un gran músico y un gran poeta se encargan de los quehaceres supremos de la existencia, y a la vez revelan sus influencias sobre nuestro autor.

Para finalizar, El Aura cumple con ser ese eterno regreso del que hablábamos y para el cual citamos a Borges al comienzo. Pero no es un retorno idéntico, sino un retorno reinventado: el tema de la frontera es trenzado con una nueva temática que ha ido aflorando con más fuerza en los últimos trabajos poéticos de Ildefonso: el caos del universo, las partículas elementales con las que están compuestas la realidad fuera de la hoja de papel y la desintegración del yo en esquirlas regadas por todas partes. Nuevamente, como todo autor que es dueño de una poética singular, aparecen la música, la musa, los viajes, los bares, El Paso y Ciudad Juárez con ese añadido que es el cosmos, lo que constituye una nueva expansión en el trabajo de nuestro autor.

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