Retornaba
de Ciudad de México a Pittsburgh, Pensilvania, cuando el Covid-19 dejó de
convertirse en un rumor que atacaba a países a lo lejos. Finalmente el
Coronavirus había llegado a Estados Unidos y las autoridades, tras una lenta reacción,
comenzaban a tomar cartas en el asunto: se cerraban las fronteras y se suspendían
los vuelos de China y Europa por un mes. La incertidumbre y el miedo empezó a
expandirse más rápido que la pandemia. Tuve suerte: días antes estuve en El
Paso, TX, para participar en un congreso de literatura mexicana en la segunda
universidad de donde obtuve un grado académico: The University of Texas at El
Paso. La resonancia de la nostalgia —había vuelto unos días a la ciudad donde
viví tres intensos años— cedió a la incertidumbre por el futuro. De vuelta a
Pensilvania me enteré de la resolución adoptada por The University of
Pittsburgh: se cerraban el campus, bibliotecas, gimnasios y oficinas
administrativas, y las clases pasarían de ser presenciales a modalidad on-line.
Lo
que más llamó mi atención fue el contraste de medidas adoptadas entre Estados
Unidos y Perú. Todas las tiendas en Pittsburgh, por ejemplo, cerraron, menos
las farmacias, mercados y restaurantes con servicio delivery. Mientras tanto en Perú el lockdown fue total, pues con una cuarentena militarizada las
personas solo podían salir a la calle a comprar comida. El gobierno trataba,
así, de enmendar la falta de control durante los primeros días de marzo en el
aeropuerto Jorge Chávez. El remedio, entendible hasta cierto punto, quizá haya
resultado peor que la enfermedad. Cientos de personas —agotados sus recursos
tras las semanas de inmovilidad— buscan volver a sus regiones tanto de la selva
como de la sierra y lo hacen a pie por las carreteras y cargando a sus hijos y
arrastrando sus bultos. Quizá —digo es un decir, como decía César Vallejo—
hubiera sido necesario, primero, conceder unos días para que ese afluente de
personas pueda volver a sus puntos de origen y, así, el virus se hubiera
llevado menos a provincias, pues ahora tales peregrinos están infectados. Como
sabemos, los estados más golpeados son New York y New Jersey, en ambos tengo
familiares y amigos, quienes, afortunadamente, están física, pero no
mentalmente bien: el virus se ha llevado a algunos conocidos y compañeros suyos
de trabajo. Si ellos, con tales pérdidas, están tristes y desanimados, se
explica entonces los suicidios de algunos médicos y enfermeros en New York, profesionales
de la salud que estuvieron en la primera línea de combate atendiendo, día a día
y en maratónicas jornadas, a los enfermos. Cientos de vidas se fueron para
siempre ante sus ojos, igual o peor que en una guerra nuclear. Es imposible, y
hasta sería una burla, comparar la realidad de países como Estados Unidos y Perú,
no obstante, creo es necesario para poder entender la magnitud del problema y
la naturaleza de las medidas adoptadas.
Mientras
en Perú el presidente Martín Vizcarra se ha tomado la pandemia en serio, en
Estados Unidos Donald Trump ha minimizado sus efectos. Primero dijo que la flu
—la gripe del norte, digamos, mucho más letal que un resfriado— mataba miles de
personas al año y nadie enloquecía, luego, cuando el virus llegó al gran país
del dólar, dijo que solo eran unos cuantos casos y que todo estaba controlado.
Como consecuencia, el Covid-19 ya ha tomado la vida de más de 60 000
norteamericanos, además de generar pérdidas de millones de dólares y recesión
general. Como si no fuera suficiente, sus recientes declaraciones a la prensa
han descolocado a más de uno, incluyendo sus supporters. Incluso, gente de su entorno y del partido republicado
ya comienzan a retirarle su confianza. Para muestra un botón: tras declarar que
estaba siendo sarcástico con lo de inyectarse desinfectantes —¿sarcasmo en un
momento como este?—, al día siguiente no apareció en la conferencia de prensa
que daba todos los días desde White House. Mientras China ya ha controlado el
virus y le va sacando ventaja, pues su economía vuelve a la normalidad, Estados
Unidos parece hundirse cada vez más y más no solo en la crisis, sino en la
crisis institucional. Imaginemos, como sostienen algunos, que fue la
Organización de la Salud —a quien Trump ya retiró su apoyo económico y acusó de
servir a los intereses chinos— quien hizo bajar la guardia a Estados Unidos,
¿no es responsabilidad de un gobierno la respuesta al virus una vez que ya está
en su territorio? Es más, científicos de todo el mundo habían alertado, con
bastante antelación, del posible brote de un nuevo virus en Global Trends 2025: A Transformed World (disponible
gratuitamente en pdf y en Internet).
Sin embargo, las potencias mundiales de occidente prefirieron “invertir” en
economía. Por su parte, Perú el 10 de mayo cumplirá dos meses de cuarentena
como la medida más importante para frenar el avance del Covid-19. Sin embargo,
aquello no parece ser suficiente. El presidente —nuevamente, digo es un decir—,
ante la precariedad del sistema de salud público, debió echar mano del sistema
privado con mayor antelación. Con esto se hubiera podido evitar muertes y el
triste contagio del personal médico que pone en riesgo su vida al luchar contra
la pandemia todos los días. A ello se puede sumar el accionar de la policía en
estos meses, pues los efectivos han estado en contacto con las masas y, como
consecuencia, ya hay cientos de fallecidos.
Pero
hay algo en común en los dos países: buena parte de la población no respeta el
aislamiento social y la distancia. Por ejemplo, cada vez que salgo a comprar víveres
a las tiendas de Pittsburgh veo gente en las calles y no todos van por comida,
pues andan ejercitándose, realizando su respectivo footing. No solo eso, el día que salí a buscar mascarillas fuera de
Bloomfield, mi vecindario —las encontré a cuatro dólares cada una y en un
restaurante chino (seguramente, accesorios para el personal de limpieza o
mantenimiento), pues en las farmacias están agotadas— encontré a mucha gente
sacando a pasear a sus en grupos perros e, incluso, en los parques niños corrían
y jugaban a la pelota. Lo mismo podríamos decir de Perú, donde la cuarentena,
en sus últimos días sobre todo, ya no está siendo acatada como se debería por
personas que no tienen la necesidad imperiosa de salir a la calle.
Tenía
un vuelo programado para Perú el 25 de mayo desde el aeropuerto John F. Kennedy
de New York. Afortunadamente, pude adelantar la fecha de vuelo para el 13 con
destino Lima, y, lo más importante, modificar el lugar de partida: ahora volaré
desde Pittsburgh, Pensilvania. No obstante, ya la aerolínea me informó que no
habrá vuelos en mayo y que será reprogramado para junio y así sucesivamente
hasta que la situación se regularice. Lo cual no sabemos cuándo vaya a suceder.
Por su parte, la universidad todavía no informa qué tipo de modalidad será
adoptada para el semestre Fall-II, es decir, para el periodo que va de agosto a
diciembre. Todo parece indicar que seguiremos on-line, con lo que muchos pendientes surgirán en el camino
respecto a la enseñanza a distancia. Mientras tanto continúo leyendo,
escribiendo, viendo películas y tocando, cuando estoy aburrido, la guitarra, en
una casa cuyo contrato vence en agosto. Parece que más ahora que nunca las
decisiones han de tomarse día a día y en función a ese ente microscópico, imperceptible
a nuestros sentidos. José Saramago, el gran escritor portugués, propone en Ensayo sobre la ceguera exactamente lo
que está sucediendo hoy en día: de pronto una pandemia —en su caso, una ceguera
blanca— golpea a los países del mundo, sociedades en donde aparentemente se
había logrado bonanza gracias al capitalismo. El efecto de la epidemia, no
obstante, desnuda por completo las desigualdades que el sistema engendra. Los
críticos de la izquierda los acusan de utópicos y de que el sueño de que los
seres humanos sean, finalmente, de igual valor se convirtió en pesadilla gracias
a lo que pasó con el comunismo en Rusia y Cuba, pequeño país que pese al
bloqueo económico en vez de bases militares exporta galenos. No obstante, a la
luz de los hechos —con millonarios que piden impuestos a la riqueza y ante el
enorme número de pobres en el mundo— apostar por igualdad de oportunidades para
todos dentro del capitalismo es, de igual forma, otra utopía, del que
optimistamente ya empezamos a despertar.
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