Memoria de Felipe
cuenta las aventuras y desventuras de Felipe, un joven artista radicado en Lima
y sobreviviente del catastrófico terremoto del año setenta. En primer lugar, he
de decir que la novela no presenta una forma convencional, lo cual es ya un
rasgo distintivo. En toda historia —pensemos en El extranjero, por ejemplo— hay un desarrollo de acontecimientos
ligados entre sí que, por lo general, responden a una sola línea de tiempo. Así,
el automatismo de Meursault lo llevó a una peripecia que termina en el juicio
tras haber matado a un hombre. Y antes de ese final, hubo varios
acontecimientos que desarrollaron la historia. Entonces, la novela necesita de
acciones concatenadas y de conflictos que nos lleven hacia una dirección.
Pero todo es
distinto cuando se hace ejercicio de memoria: los acontecimientos vienen en el
orden que los recordamos, de manera fortuita o arbitraria, y la línea del
tiempo es quebrada a gusto del que está recordando. No hay necesidad de hilvanar
los hechos y volverlos sucesivos para contar y es posible empezar por la mitad
o por el final y, en función a ello, adelantarse y volver. Este es pues el
privilegio que tiene la memoria, de modificar la realidad conforme vamos evocando
los hechos más significativos en nuestras vidas. Lo que se convierte en una
herramienta narrativa en Memoria de
Felipe: gracias a ello, Felipe puede evocar escenas de todo tipo sin que
haya un rompimiento en el fluido narrativo, sino todo lo contrario. Esos
incrustamientos repentinos de nuevas escenas y personajes responden a la
poética de la historia, a ese caos que puede resultar de la evocación. Y es que
cuando nos sumergimos en las páginas de un libro, en realidad lo estamos
haciendo en el universo del escritor. Por ende, si lo que nos cuenta está muy
bien construido y logramos identificamos, creeremos que los acontecimientos
efectivamente sucedieron así. Este último hecho no puede ser controlado ni siquiera
por el propio escritor, pues como recuerda el pasado es a fin de cuentas como
sucedió. De esta manera, Felipe emprende un viaje interior que nos llevará por
distintas zonas del país: Lima, Talara, pueblos de la sierra y pueblos al interior
de la selva. A la vez, las amantes que tuvo tienen un peso gravitante en toda la
historia. La más importante, evidentemente, es Daniela, una activista social
que se enfrenta infatigablemente contra la dictadura de los noventas.
Es así que la
presencia de Daniela en la vida de Felipe pone de manifiesto la contradicción
que todo artista encierra (contradicción que se resuelve al final de la
historia): la de dedicarse a sus propios demonios, aquellos acontecimientos que
lo marcaron para siempre y que se vuelve una constante en su trabajo, o
producir una literatura de combate contra la dictadura y demás injusticias. En
otras palabras, entregarse a sí mismo o a la lucha, desde las letras, por un
país mejor. En apariencia Felipe decide unirse al combate, pues constantemente
los lectores tenemos noticias de que escribe silenciosamente una novela
política: para eso se hizo amigo de Serafín, un preso político de la cárcel de
El Frontón, además de investigar por su cuenta al respecto. Pero los vaivenes
de su memoria obligan a Felipe a ser auténtico consigo mismo, es decir, a
escribir sobre sus demonios, a escribir sobre la soledad, el desamor, los
sueños y las fantasías vírgenes e incumplibles que todo ser humano tiene. Son
estos sueños los que distorsionan su memoria y crean esa atmósfera fantasmal y
brillante que es, ya, un distintivo en la obra de Miguel Ildefonso.
En ese sentido,
la poesía está presente también en su prosa. Personalmente, y como lector, me
atraen mucho más las novelas o cuentos que portan poesía, incluso sobre la
estructura o temática de la obra. Por ejemplo, hay mucha poesía en las novelas
de William Faulkner, Manuel Scorza o Gabriel García Márquez, donde el lenguaje
es un protagonista más de las historias y donde sucesos extraordinarios son
posibles gracias a su contenido poético. Lo mismo ocurre en Memoria de Felipe: la poesía está ahí
presente en las escenas de los sueños, cuando aparece repentinamente Charles
Bukowski, Cameron Díaz y otros referentes más y musas más que alimentan la vena
creativa de Felipe. También en los viajes que nuestro protagonista emprende a
la sierra con su abuela o cuando conoce a otras mujeres, además de Daniela, en
discotecas y bares. También cuando se rencuentra con Silvia, un viejo amor de
la infancia. Aquellas escenas son evocadas gracias a la poesía, pues para
producirla se apela nuevamente a esos sentimientos.
Entonces, el uso
de la memoria y la poesía son dos elementos iconoclastas en la narración, de
tal manera que hacen de la novela única y con rasgos ildefonsianos, digámoslo
ya, lo que denota un estilo. La poesía no solo está presente en poemas. Y en
ese sentido, Ildefonso nos ha ofrecido libros como Canciones de un bar en la frontera, Las ciudades fantasmas, Escrito
desde los afluentes, Libro de exilio
o El hombre elefante y otros poemas.
En tales poemarios la poesía está de principio a fin, lo mismo que en Hotel Lima y El Paso, libros en prosa a los que les tengo cariño, en especial al
último: la frontera entre poemas y cuentos se diluye entre las metáforas, los
símiles y el ritmo, de tal forma que uno tiene la impresión, al acabar de leer
el libro, que ha leído un poema narrativo o cuentos poéticos. Ello sin
mencionar que la mayoría de acontecimientos transcurren en El Paso, Texas,
ciudad donde yo también he vivido y continúo viviendo. Esa misma sensación, de
leer poesía en la narrativa, los lectores la obtenemos cuando terminamos Memoria de Felipe, donde, en realidad,
el protagonista no es Felipe, sino el ejercicio singular de su memoria: su
poder de modificar la realidad y su libre asociación de escenas producidas por
los sentimientos. Finalmente, Memoria de
Felipe es original en su forma por el uso de la memoria combinado con la
poesía. Un gran acierto es que el título de la novela lleve la palabra memoria,
pues finalmente a ese gran despliegue de evocación, que distorsiona la
realidad, es a lo que asistimos los lectores.
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