Guardo la
impresión, durante mis últimos meses en Perú, que Richard Parra (Lima, 1976) va
haciéndose conocido entre los lectores gracias al valor de su obra y no a
reseñas o apariciones en los medios de comunicación, pues más de un amigo me
insistió en que debía leerlo. Las portadas de sus libros no aparecen impresas
en gigantografías a la entrada de ferias o librerías, y hay que tener algo de
suerte para toparse con algún ejemplar suyo. Por ahí se lo ve llegar a los
eventos literarios con su inconfundible apariencia de motociclista (cabellera
larga y casaca negra con cremalleras plateadas), casi como una repentina
aparición.
Antes de comentar
el tratamiento de la novela, valdría la pena intentar situarlo en la literatura
peruana. Por el realismo que recorre sus páginas, bien podría ubicárselo en la narrativa
urbana que inauguraron autores como Eduardo Congrains con Lima hora cero y “El niño de junto al cielo”; Julio Ramón Ribeyro
con Los gallinazos sin plumas; y
Oswaldo Reynoso con Los inocentes y En octubre no hay milagros, trabajos que aparecieron alrededor de
1960 luego de darse la implosión del campo a la ciudad. Es más, el marco
cronológico en el que se desarrolla Los
niños muertos (2015) parece ubicarse a finales de los setentas para estar
más cerca al año de publicación de aquellas obras. Pero a diferencia de los
autores citados, Parra ofrece a los lectores un realismo crudo y aún más
descarnado, identidad que construye un mundo hostil del que le es imposible
escapar a sus personajes.
La novela nos
cuenta la vida de los padres de Daniel, Micaela y Simón, unos provincianos que
llegaron a Lima para buscar un mejor futuro. Pero pese a que van ascendiendo
económicamente (ella aprendió el oficio de sastre y él el de soldador de
maquinaria minera) hay un descenso moral que se ve expresado claramente en su
hijo, como si la urbe corrompiera de una manera inevitable y particular. Igual
que en toda historia, los personajes van atravesando altibajos. De esta manera,
la pareja empieza viviendo en Comas, luego se muda al borde del río Rímac y acaba
en el corazón de La Victoria. Y mucho antes de llegar a Lima, vivían en
Cajamarca, en Celendín específicamente. Las acciones se inician con una escena
de atropello: Micaela trabajaba como ambulante en las calles de La Victoria,
Gamarra, cuando de pronto se vio envuelta en el grupo que sufrió el embiste de
un taxi, cuyo chofer, borracho, echó a la fuga. La voz narradora nos describe
la escena con sumo detalle: heridos despanzurrados, sesos salpicados y
sobrevivientes aullando de dolor. Este ánimo ultrarrealista recorrerá la novela
de principio a fin. Otra escena que vale la pena recordar, por ejemplo, es el
estupro que sufrió una niña recicladora: su cuerpo fue hallado en los márgenes
del río Rímac, cubierta de basura y acusando ya descomposición.
Como señalaba, el ascenso
de la familia es inversamente proporcional a lo que ocurre con Daniel. Y creo
que esto es lo más importante del libro. Aquel, en el recorrido de los lugares
donde vivieron, tendrá un inicio sexual forzado, verá morir a sus amigos y,
además del desenlace final, sufrirá el hostigamiento y abuso de una pandilla
cuando finalmente se muden a La Victoria. En complemento, Parra explora en el
pasado de sus protagonistas, lo que resulta una manera de hallar el porqué, el leit motiv que los obligó venir a la
capital. Ambos, Micaela y Simón, sufrían los abusos del más cavernario machismo
y el tener que vivir casi como peones antes de la Reforma Agraria. Los dos
escapan de esos infiernos solo para caer a otro infierno: el de la Lima
periférica donde pululan los marginales, aquella que fue creciendo
desordenadamente y es regulada por la ley del más fuerte. Es decir, no importa
el ascenso económico ni el esfuerzo por un bienestar mejor. El mundo siempre
será terrible para los que no gozan de una economía sólida, esta vez tomando
como víctima a Daniel, su hijo. Y este es el claro discurso político y
distintivo de la novela.
Por otro lado, se
podría pensar que aquellas escenas fuera de la capital marcan una diferencia
con la poética de los autores mencionados, pues en sus obras todo transcurre en
el ámbito urbano. Personalmente, discreparía con aquella opinión, pues tales
espacios no se desarrollan a profundidad y solo llegan a ser una rápida mirada
por aquellas otras realidades. En general, Los
niños muertos está construido en base a pequeñas escenas, el capítulo más
largo tendrá tres páginas. Por ello, por lo compacto y fragmentario del
formato, no se siente que se haya desarrollado un espacio mayor que aporte
nuevos matices y miradas. La propuesta es la misma tanto en la sierra como en
la costa: la vida es dura para los que no tienen dinero, para los marginados
por la sociedad “oficial”, la que estaría asentada en el Centro de Lima y
alrededores.
Pero un elemento que
tal vez esté por debajo de la estructura y la temática, a mi parecer, es el estilo con
que se narra. Uno asiste a una prosa austera, que si bien es cierto
evita redundancias y la vuelve directa, al mismo tiempo no tiene un registro diferenciado. Por ejemplo (lo cual es la propuesta de la novela), la voz narradora no introduce reflexiones o descripciones
sobre algún escenario, el que podría recaer en Celendín. Todo gira en función a
las acciones de los personajes, contado con un estilo formal, y al diálogo de
estos últimos, tanto así que por momentos uno llega a pensar que en realidad Los niños muertos es el esqueleto de una
novela más larga. Para muestra un botón, muestra que se puede encontrar
googleando el nombre del autor: “Daniel vuela su
cometa en la barriada limeña donde vive. Unos niños mayores se la piden y él la
presta. No consiguen volarla; le dicen que es una mierda. Cuando Daniel se la
pide de vuelta, ellos le obligan a que la rompa ahí mismo y le dan un puñetazo”.
Con este estilo, más allá de un par de cambios de focalización a primera
persona, está narrada gran parte de la novela. No obstante, la propuesta de Los niños muertos funciona con aquel estilo, pues le permite ser cruel y directo, intención de su autor.
En síntesis, con la
lectura de este trabajo de ficción (antes ya había publicado Necrofucker y La pasión de Enrique Lynch, además de La tiranía del Inca, ganador del Copé de Oro en categoría ensayo) uno
siente que Parra conoce muy bien aquellos barrios marginales y, sobre todo, que
tiene muy clara su propuesta: el mundo, pese a los ascensos económicos, será
siempre hostil para los de abajo, como si nunca pudieran escapar de aquel abismo.