Conocí
a Jean-Marie Le Clézio en El Paso, durante una conferencia magistral que el
escritor francés iba a dar con motivo de los cien años de Utep (The University
of Texas at El Paso). Desde la entrada al anfiteatro lo vi venir: era alto,
rojo como un tomate e iba del brazo de su esposa en un parsimonioso andar.
Contrario a lo que imaginé, venían solos, sin los simpatizantes que la figura
de un Nobel puede aglutinar en torno a sí. Le agradecí la dedicatoria que había
escrito en uno de sus libros y me preguntó de qué país era. Le comenté que,
justo por esos días, había empezado a leer La
Cuarentena. Sonriendo me confesó que esa novela, en parte, era la historia
de su vida, pues su abuelo había conocido a Arthur Rimbaud y su padre fue
médico de profesión. Finalmente, luego de estrechar su mano y de agregar que
México era su patria adoptiva —sus varios títulos dedicados a tal país así lo
demuestran—, despareció entre las butacas rumbo al podio donde daría inicio a
su lectura.
La
primera impresión que me queda dando vueltas en la cabeza tras leer La cuarentena es que es una novela de
búsqueda y de identidad. León, un médico francés, viaja a las islas de Gabriel
y Plate para indagar sobre la desaparición de uno de los hermanos de su padre,
también llamado León. El peso del nombre que lleva y el desconocimiento del
paradero de aquel tío suyo parecieran carcomer, como fierros ante la humedad
limeña, su identidad. Es así que emprende un viaje hacia aquellas islas
paradisíacas, donde, corriendo el tiempo, la industria del turismo es uno de
sus más fuertes bastiones. La novela se inicia con Arthur Rimbaud en escena,
pues los parientes de León, en su viaje por aquellas islas, se topan con el
gran poeta francés del siglo xix. Aquella
digresión no distrae ni erra en su rumbo, pues el género de la novela permite
esas extensiones.
¿Pero
quién es León, el tío, y cómo fue que se perdió en aquellas islas? León es el
hermano menor de Jaques Archamboau, padre del León que busca y que cuenta la
historia en primera persona. Durante el viaje a otra isla, a Mauricio, se
reporta un caso de cólera y los pasajeros se ven obligados a permanecer en
cuarentena en Plate. Pronto, el joven León de aquel entonces, pese al clima
hostil de verse privado de las más básicas comodidades que la vida burguesa
puede ofrecer, se siente en aquel paraje natural como pez en el agua y, lo que
es más, afina su espíritu crítico contra la sinarquía de su familia: grupos de
poder que dictaban el destino de aquellas islas. Me parece prolífico el
redescubrimiento de su propia identidad, a tal punto que reniega de ella y
decide apartarse para siempre de su apellido. Esto es reforzado por enamorarse
perdidamente de Suryavati, la hija de una india campesina que habita la isla
Plate, cuyo estilo de vida, evidentemente, difiere con el de la civilización de
la época. Entonces, podemos decir que uno de los argumentos de la novela es la
pugna entre civilización y (no usaré el término barbarie porque refiere a un concepto de prehistoria que no es el
adecuado) y civilización alternativa, por decirlo de algún modo. Sintomático es
que Suryavati tenga un conocimiento profundo de las plantas y animales de la
isla, y que su presencia en la novela sea casi una aparición, como una
repentina tormenta. Este hecho puede causar cierta incomodidad en algún lector,
pues el personaje no es constante y está entrando y saliendo de la narración. Peor
aun cuando desaparece de una forma inverisímil: nadando en una tempestad,
escalando empinadas rocas o como un desvanecimiento, en un descuido de León,
quien sufre su partida.
Donde
sí sentí que la novela no está tan redonda es en cuanto a la velocidad con que
transcurren los hechos. Todos sabemos que una historia debe de tener acciones,
desenlaces, acontecimientos que desenrollen el hilo de lo que se va a contar. En
ese sentido, la descripción de los personajes o de la geografía donde tenga
lugar una novela constituye un tiempo estático, como el movimiento de una
perinola. Abusar de este recurso puede llegar a cansar al lector, pues la
historia no avanza. Y es lo que se siente en algunos momentos de La cuarentena, lo que nos lleva a pensar
que le sobran páginas, problema común en muchas novelas. De esta manera, la voz
narrativa invierte párrafos de párrafos en describir, una y tantas veces, la
isla Plate, el color del cielo, el rastro de los peces en el agua, la espuma
del mar, la cara de Jacques, la de su esposa Suzanne y los demás sobrevivientes
de la isla Plate sin llevar la tensión hacia el destino incierto de los que
desembarcaron en tal isla. Y vaya que el contexto, un estado de cuarentena en
un remoto archipiélago, puede ofrecer desenlaces y acciones que le den más
dinamismo, y así no solo apoyarse en metáforas o descripciones que, por muy
magistrales que sean, pueden llegar a cansar. Los ejemplos abundan y basta con
recordar novelas como La peste o Ensayo sobre la ceguera. Otro momento un
tanto inconexo es la prácticamente invulnerabilidad de León: mientras todos
enfermaban él permanece sano y nada le impide seguir con sus actividades. Una
de ellas, de suprema importancia, es encontrar a Suryavati cada vez que se va.
Para
terminar, debo decir que el estilo de Le Clezio está más cerca del de Marcel
Proust que el de Hemingway, por ejemplo. Tomo como referentes a tales autores
porque el primero es reflexivo, recordemos que en el tomo inicial de En busca del tiempo perdido todo
transcurre mientras el protagonista está en su cama, y en los cuentos de
Hemingway las acciones de los personajes llevan la batuta de la historia, como
golpes incesantes de boxeo. Así, el estilo de Le Clezio está más cerca de una
prosa proustiana por lo señalado, por sus parábolas, reflexiones y
descripciones que escapan el tiempo real en el que transcurren los hechos de esta
historia.
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