Todos hemos visto Joker y todos recordamos el final: se cierra la historia —con “White Room” de Cream sonando de fondo— con la behetría y la desesperanza instaurada en Ciudad Gótica y con el Joker convirtiéndose en líder de un movimiento anarco que renegaba del gobierno y de la corrupción generalizada. De esta forma, sus crímenes no fueron crímenes, sino actos de defensa y de justicia. El personaje de Joaquín Phoenix asesina a un conductor de televisión que, aprovechándose de su prestigio, humillaba en vivo a sus invitados; a un grupo de jóvenes abusivos e indolentes que estaban por violar a una mujer y terminan propinándole una paliza; a un falso amigo, el hipócrita que juraba protegerlo, pero que, en realidad, solo lo despreciaba y lo inició en el crimen; y a una madre psicótica que expuso a su pequeño hijo a maltratos y abusos que lo marcaron para siempre. Incluso, si nos gusta la literatura rusa, podríamos decir que algo de la teoría del superhombre de Dostoievski, en Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov, aparece en Joker, pues se eliminó a seres malignos y corrompidos que, ciertamente, eran parte del problema de Ciudad Gótica.
Arthur Fleck, entonces, acaba detenido y es ahí donde empieza esta segunda entrega. Han pasado dos años desde aquellos hechos y, ahora, se discute la posibilidad de enviar a la silla eléctrica al Joker, quien permanece internado en una especie de cárcel-manicomio que permite, no obstante, la visita e interacción de los reclusos con voluntarios civiles. Definitivamente, no es una penitenciaría de máxima seguridad (pese a que está en una isla). Aprovechando esas licencias es que Lee Quinzel, encarnado por Lady Gaga, conoce a su héroe y se enamora de él. La diferencia sustancial con la primera parte es que ahora el film presenta momentos musicales. Literalmente, el Joker canta —lo que haría entender por qué incluyeron a Gaga en esta producción— y las escenas de más intensa subjetividad son desarrolladas a modo de un musical. El recurso de alucinar la realidad, a tal punto de que Arthur Fleck podía vivir una alternativa y propuesta en la primera cinta, busca ser reinventado por la ejecución de la música. El problema, primera falencia de esta continuación, es que así se pierde espontaneidad y sorpresa: el espectador ya sabe que las escenas musicales no son reales, que son una alucinación del personaje, contrario a lo que sucedía en la primera parte.
Otro punto crítico es que el aura caótica de Ciudad Gótica, ese clima de anarquía y fin de todos los tiempos que Todd Phillips tomó abiertamente de Taxi Driver y The King of Comedy (ambas películas del maestro Martin Scorsese y ambas protagonizadas por Robert De Niro), ha desaparecido: la gente ya no se subleva, la canallada política no está presente, no hay incendios ni saqueos, solo una escena solitaria donde Lee rompe los escaparates de una tienda y se lleva un televisor, escena tan aislada que no conecta con la naturaleza de la película. Por lo mismo, la forma en que Joker escapa de su juicio y de la corte tampoco tiene un desarrollo orgánico en función a los hechos: ambos fragmentos se sienten postizos y forzados, por lo tanto. Otro ausente es Batman y los personajes canónicos del cómic que pudieron hacer que la película se mantenga fiel a sus originales fuentes. Solo aparece un deslucido Harvey Dent como el fiscal que acusa, pero es tan intrascendente su inclusión que podría ser remplazado por otro personaje sin que nada se afecte. Pero el gran ausente es la comedia, pues recordemos que el Joker quería hacer reír a la gente. Simplemente esto ha desaparecido por completo, como si Arthur Fleck nunca hubiera sido payaso o aspirante a comediante al menos. Y gran falta también hace —como un agujero negro por donde va diluyéndose todo— alguien como Murray Franklin, el personaje de Robert De Niro que es asesinado durante una transmisión en vivo en la primera entrega. Demostrando por qué es uno de los mejores actores en la historia del cine, De Niro supo aportar aquella cuota de hilaridad que Phoenix nunca pudo con su personaje. Aquel elemento de refrescante humor que podía hacer más prolífera la película, repetimos, también ha desaparecido.
Como señalamos en la reseña a Joker de hace cinco años, su éxito se basaba en haber tomado de Taxi Driver ese ambiente neoyorkino caótico muy bien creado por Scorsese donde el espectador tiene la impresión de que cualquier cosa, violenta, puede pasar y quedar impune y hasta ser normalizado y aceptado por los neoyorkinos. Y de The King of Comedy toma el personaje aprendiz de comediante que altera la realidad a tal punto que las fronteras con la fantasía se vuelven difusas. Ambos elementos, pilastras temáticas y de estilo en Joker, han sido sacrificados a cambio del musical y para centrarse más en la subjetividad del personaje Arthur Fleck. Como consecuencia, el desarrollo de la faceta política, económica y cultural de la sociedad capitalista propuesta en Joker ha quedado trunca, lisiada, amputada. Y de esta forma, en medio de las crisis mundiales y actuales de este primer cuarto del siglo xxi, el espectador se identifica menos con la película. Por ejemplo, ante la ola de extorsiones y sicariato, ante la podredumbre de la clase política tanto en el poder ejecutivo, legislativo y judicial —es decir, los tres poderes que hacen posible la existencia de una nación— se estuvo comparando a Lima, la real, con Ciudad Gótica, la ficticia. El crimen organizado y el hampa han tomado la ciudad, los políticos no gobiernan para la gente, sino para las mafias organizadas, las leyes que promueven solo debilitan el sistema penal y la justicia civil a cambio de salvar su pellejo, porque ellos también son delincuentes. Como era de esperarse, tanto la aprobación de la presidenta como de los congresistas, alcaldes y gobernadores regionales agoniza en una cifra del cinco por ciento y son repudiados por la gente vayan a donde vayan. Es decir, ya no representan a nadie y nosotros los ciudadanos no les deberíamos obediencia a un gobierno espurio, corrupto y manchado de sangre. Sin embargo, la protesta social no ha estallado como se esperaría, el Perú continúa desunido, fragmentado, y no puede sumar sus cóleras dispersas en una sola. En Joker es Arthur Fleck quien hace posible todo ello: es el mechero para toda esa pólvora que estaba esperando arder con furia y así vaciar sus miedos y frustraciones. Pero Joker: Folie à Deux ya no representa nada, es solo la muestra de que su director y guionista, al alejarse del camino trazado por Scorsese, en vez de alzar vuelo se estrellan estrepitosamente contra la realidad de sus propias limitaciones.
Finalmente, esta película desinfla y vacía de valor la personalidad esquizofrénica y dual que tenía Fleck. Recordemos que este se volvió un ídolo al hacer justicia por su propia mano, justicia que estaba negada por el sistema corrompido de Ciudad Gótica. Pero en esta entrega se niega todo ello y se niega, también, la posibilidad de que el Joker exista y, por tanto, se le quita voz a las personas de a pie que se sentían representadas. Esta es la razón por la cual Lee lo abandona y también por qué lleva un rótulo en francés. Solo aquel hecho ya me hacía pensar que esta segunda parte estaría muy por debajo de su primera y habría de ser una decepción, pues apelar a un referente externo —en este caso, a la canción “Ne me quitte te pas”, “No me dejes”, interpretada por el belga Jacques Brel que fue un éxito en Francia desde su lanzamiento en 1959— demuestra que por sí misma no puede crear ni ofrecer nada nuevo. A estas alturas uno se pregunta cómo es que Hollywood puede desperdiciar millones de millones de dólares y cómo es que un actor como Joaquín Phoenix va de desacierto en desacierto, pues previamente había protagonizado otro gran fiasco: Napoleón. Esperemos que esto no signifique el ocaso de su carrera.