Zoila Capristán ha publicado tres libros de poesía, Bajo cero, Palabras que reservo para las tinieblas y, recientemente, Canta en mi nuca el ruiseñor. Además de su producción, tiene una importante presencia en la escena literaria peruana, dado que dirige una editorial de poesía y ha participado en diferentes recitales y lecturas poéticas. En esta ocasión vamos a reseñar su segundo libro, Palabras que reservo para las tinieblas, de placentera lectura y amplia temática, pues apela al ejercicio de la memoria.
Como bien señala el narrador Cromwell Jara en el prólogo, el poemario es la construcción de una memoria personal y de una memoria colectiva, esto es, la representación, o canto, de Chilete, pueblo en Contumazá al interior de la provincia de Cajamarca. Así, el libro se divide en tres partes, “En La Baranda del Balcón de Palomar”, “El Eje de la Hoguera” y “Muralla de Silencio”. Sintomático es que la mayoría de poemas de la primera parte cuenten —porque, además, allí todos los poemas están en prosa y tienen un estilo narrativo— las vivencias en Chilete. La segunda parte, como profundizando al corazón del pueblo, versa la casa donde la voz poética creció y la tercera parte llega hasta su habitación (“venid a ver el cuarto del poeta”, como decía César Calvo). A la vez, en esta sección final, la temática se amplía, dado que aparece Lima (la migración) entrelazadas con más escenas de la infancia y de Cajamarca.
Además de lo señalado por el autor de “Montacerdos”, ahora, nosotros queremos apuntar también que el tiempo que germinó esa memoria, con la llegada de la voz poética a la adultez, ha venido a distorsionarse, de modo que los años felices de la niñez se revelan como sombríos, lúgubres y difíciles. Citemos el poema primero, “Peste”, donde el sarampión azota Chilete arrebatándole las vidas a varios niños: “Pero fue ella la Elegida, entonces le escuché decir:/ —Mamá ese Señor de negro me llama… está enterrando pelos en mi boca. Dile que no lo haga./ Mamá la recostó a mi lado; sus formas de ser alado se tornaron rígidas y sentí el rigor mortis atravesar mi piel./ —Un cuerpo es funesto sin el alma dentro de él./ Mamá vuelve la mirada furiosa y me increpa:/ —¿Por qué no fuiste tú?” De esta forma la inocente memoria de niña, con la adultez y la lucidez que da el tiempo, se revela sombría ante la preferencia de la madre, opción que en ese momento no se entendía de tal manera.
Lo mismo sucede con el poema “Largas trenzas de las niñas”, donde el párrafo inicial contrasta con el final en el contexto de la Reforma Agraria ejecutada por la Junta Militar, liderada por Juan Velazco Alvarado. Citemos: “A la tienda llegaba el hacendado Cappelleti de impecable terno blanco, bigote rizado y dos filados ojos azules que escudriñaban los mostradores repletos de mercancías, artefactos y juguetes. Escondida dentro de las vitrinas, tomaba el oso de lata y giraba la manizuela entonces la esférica cuerda se movía y saltaba el niño de metal”. El hacendado escudriña la mercancía como si quisiera tomarla para su beneficio y, al mismo tiempo, la voz poética, que sabemos es una niña, tiene que esconderse de su ambición (muy posiblemente carnal). Y mientras se pone a buen recaudo, sin saberlo y para no advertir cuáles son las intenciones de aquel hombre, opera un bonito juguete. Esta memoria, entonces, con el paso del tiempo y la lucidez se vuelve sombría: la realidad del adulto contamina a la realidad del niño. “Largas trenzas de las niñas” termina con el siguiente párrafo: “Cuando se ocultaba el sol, se reunían con lámparas y aprendían el alfabeto. Compraron con billetes nuevecitos radios a pilas, tocadiscos y bailaban huaynos. Decía mamá: estos campesinos ya no compran yonque, solo beben cerveza para intentar olvidar a sus muertos del Talalán”. Tras la Reforma Agracia, entonces, la vida de los campesinos ha mejorado: se instruyen y perciben un verdadero sueldo por su trabajo. Pero este ligero bienestar contrasta con la matanza de Talalán y el consumo del alcohol para olvidar.
De la segunda sección, “El Eje de la Hoguera”, donde aparecen con más frecuencia poemas de hogar, quiero resaltar “Diamantes, cocos y nudos”, “Mamá vendió la casa” y “Ojos cerrados”. En el primero el juego de los niños, el pintar y dibujar tan preciado en los infantes, se inflama con lo que se muestra como una plegaria: “—Balancéate casita de madera, camisa de fuerza protégeme de mí./ Que no suban las serpientes por mis piernas y no aviven los secretos de la Casa Vieja y me hablen de la familia./ —¡Orfandad!”. ¿Cuáles son los secretos de la Casa Vieja que la voz poética rechaza conocer? ¿Y por qué la palabra “orfandad” aparece y con signos de exclamación al siguiente verso? El descubrimiento de aquello, posible en edad adulta, puede dejar sin infancia a la voz poética, por lo que es mejor no saber. La infancia se lleva como algo preciado que, no obstante, es asaltada de revelaciones. Lo mismo sucede con el siguiente poema, “Mamá vendió la casa”, cuando leemos “Retrocedo a mirar cómo restriega/ las llagas sepultadas por el tiempo/ crecí en el lindero de la puerta falsa/ mi cuerpo se desvaneció donde no llegan las señales”. La casa de la infancia se va, se vende, y eso arranca un dolor. Es más, remueve las “llagas sepultadas por el tiempo”. Igualmente, en “Ojos cerrados”: “Un día descubrió la falsa luz de la ciudad/ la verdad de los puñales/ la sed del pedófilo/ la familia de hienas que iban tras su tersa piel”. El descubrimiento, el darse cuenta de que en la ciudad no siempre se está mejor (de ahí que diga “falsa luz”), los puñales y la verdad, el bajo deseo carnal de un hombre y de hombres (“hienas”) acusa un dolor en el adulto que vivió aquello cuando fue infante.
En suma, en Palabras que reservo para las tinieblas hay una revelación dolorosa que ocurre al contrastar infancia con adultez. Y esto es posible solo con la memoria y los sueños. Recordar es advertir el trasfondo de las cosas y ese paraíso perdido que puede ser la infancia se ve sitiado por ello. Podemos comentar, también, “Barquitos de papel” en la tercera parte de libro donde se amplía la temática, dado que ahora hay un contraste con la realidad del niño y la realidad del adulto que, sin embargo, construyen una nueva y tercera, como vasos comunicantes: “Cuando caía la lluvia en el tejado se deslizaba por las canaletas, el agua corría por la vereda y se levantaban gigantes olas marrones./ Era hora de sacar los barquitos de papel” y “Largo tiempo no retornan mis barquitos de papel, deben estar enfrascados en gloriosas batallas”. Batallas que son la del pasado con el presente y que se reservan para las tinieblas, como bien apunta el título. De ahí que, en esos poemas, Capristán emplee la prosa, dado que la narración requiere más espacio que el verso.
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