No sorprende que Michel
Houellebecq experimentara con la forma al escribir La posibilidad de una isla. En sus entregas anteriores —las mismas
que he comentado en esta modesta tribuna— la historia se cuenta en una sola voz
y con un desarrollo lineal, de principio a fin, sin digresiones o focalizaciones
que nos transporten a otro escenario y tiempo. Es, finalmente, con esta cuarta
novela que el escritor francés apuesta por ampliar su poética y, así, intercala
la narración de Daniel1 con la de Daniel24 y, posteriormente, Daniel25. El
efecto buscado, y logrado hasta cierto punto, es el siguiente: el contraste de
una raza ya extinta, la humana, con una mejorada, la neohumana. Serían los
danieles vigésimos los seres superiores: sus voces son lúcidas, analíticas y
dueñas de un conocimiento profundo sobre el espíritu humano, pues gracias a los
avances de la ciencia han roto sus ataduras mundanas y, por fin, suprimido
sentimientos como el de la soledad, la muerte y, en especial, la angustia por
el sexo. De esta manera, el autor de Sumisión
desarrolla el cabo suelto que dejó en Las
partículas elementales: hacia el final nos enteramos que la novela es una
prueba fehaciente del sufrimiento humano, sufrimiento que es contado por una
raza superior. Lo mismo ocurre en esta
entrega, solo que las voces son intercaladas, se pone más énfasis en la ciencia
y se presenta a los lectores un posible escenario futurista.
Asistimos a la
historia de Daniel, el ancestro de los neohumanos y comediante que se volvió
millonario al escribir guiones de cine políticamente incorrectos y provocadores,
donde, por ejemplo, se burlaba de los musulmanes, coqueteaba con el racismo y
banalizaba la vida en general. Sus cintas —pues también incursionó en el cine— y
números más exitosos eran los que destrozaban cráneos de bebés recién nacidos y
desviaciones como el incesto y la pedofilia se recibían bien en un país
ficticio. Su éxito se basaba en la crueldad contra el otro, lo que el mismo personaje admite. Así, solo le daba al
público lo que realmente quería. Lo que llamaba más su atención era que sus
alucinantes proyectos de películas sean celebrados por el público en Francia y
en algunos países de Asia. Pero el meollo del asunto no está en su trabajo,
sino en su relación que tiene con las mujeres que marcaron su vida: su exesposa
Isabelle y su amante Esther. Es por ello que los episodios sobre su oficio no
conectan del todo con la historia en general. Lo más relevante, al respecto, es
que es millonario y que a raíz de ello tiene tiempo para pensar y observar
lentamente el paso de la vida. La mirada fría, y nihilista, que tiene Houellebecq
sobre las personas se repite aquí: ideas sobre la decadencia física, el dolor
de estar solo y la lucidez de advertir todo ello reaparecen a la luz de la
religión y la tecnología, esta vez.
Respecto a los
personajes femeninos, Isabelle se muestra un tanto acartonado en lugar de tener
naturalidad. Por ejemplo, es muy consciente de la decadencia de su cuerpo,
contrario a lo que se podría esperar del accionar de algunas mujeres. Es decir,
simplemente renuncia a luchar contra el tiempo y, cuando se sabe vieja, se
aparte definitivamente de Daniel. Ni siquiera el don de la compañía, dejando
atrás el sexo, logra mantenerlos unidos y al final la relación se rompe. Es ahí
cuando Daniel conoce a Esther y pierde la razón por ella. El hombre, advierte
el narrador, jamás renuncia al deseo con los años y se sigue sintiendo lozano.
Es por ello que la belleza se ata siempre a la juventud, es por eso que su
matrimonio se terminó y es por eso que, condenado al dolor, el idilio con
Esther es efímero y condenado a un doloroso fracaso, pues su vejez y el egoísmo
del amor no son compatibles con una mujer de veintidós años y libre de aquellos
sentimientos de dependencia —quizá por su juventud.
Pero lo que sí
está muy bien construido es lo referente a los elohomitas, justamente el tema
de la religión. Daniel, en su casa de verano en España, conoce a unos vecinos
que lo introducen a la secta elohomita. Y creo que esto es lo más resaltante de
la novela, ese acercamiento a la fe producto de la desesperación de los seres
humanos, desesperación originada por la brevedad de la existencia. Los
elohomitas, a diferencia de todas las demás religiones, amparan su creencia en
la ciencia humana, es decir, en algo concreto, palpable y posible. La vida
eterna no es ofrecida en otro reino, sino aquí mismo, en el planeta Tierra.
Pero a diferencia de alguna otra utopía, los elohimitas no buscan erradicar las
iniquidades de los órdenes sociales. Houellebecq, fiel a Schopenhauer, propone
que el sufrimiento humano viene del mismo ser humano y no podrá ser superado
por ninguna justicia social. La desesperanza es inherente y concomitante a la
raza humana y tiene su fuente en lo que señalaba líneas arriba: la angustia del
sexo, el miedo a la soledad, el no soportarse a sí mismo y el deterioro de la
juventud. Es por ello que los elohimitas, mediante la creación de neohumanos,
proponen el mejoramiento o superación de la raza humana. Y esto solo se logra
gracias al avance de la tecnología. Es así que la conciencia, huésped del
cuerpo, existirá para siempre, pues se clonará infinitamente al primer
ancestro, en este caso a Daniel1. No obstante, aquel cuerpo o soporte físico es
superado: ya no se doblega ante los placeres carnales, solo se alimenta de cápsulas
minerales y, como es inmortal, no tiene miedo a la muerte.
No obstante ello,
el mensaje final es de desolación. Pese a que los neohumanos han conseguido
vivir en armonía, la raza humana ha perecido y, ahora, los restos de su
civilización es habitada por los salvajes, donde el placer y la supervivencia
son sus cavernícolas móviles. Los neohumanos, aislados del mundo, han visto la
decadencia de los humanos. Su tranquilidad, y aquí viene el mensaje de
desolación, se ha convertido en sufrimiento: aburridos de sí mismos, atrapados
en sus conciencias, sus vidas transcurren con la trascendencia de un mosquito.
Es por ello que al final de la novela uno de los descendientes de Daniel1
abandona su refugio y sale a conquistar el mundo, sale a vivir: recorre ciudades destruidas y se topa con especímenes
hembras de los salvajes, sin entender a ciencia cierta qué es lo que debía de
hacer ante un ofrecimiento de sexo.
Definitivamente, La posibilidad de una isla constituye la
propuesta más arriesgada de Michel Houellebecq. Pese a sus logros no la
recomendaría a algún lector que quiera iniciarse en el universo del escritor
francés: por momentos se apoya demasiado en un conocimiento científico y la
angustia de su personaje, Daniel1, se presta para aplicar la fórmula “pobre
rico”, pues la opulencia lo ha despojado de un móvil supremo en los seres
humanos: la necesidad de subsistencia. Es el tedio, entonces, que devora a su
protagonista y lo obliga a vagabundear. En ese sentido, sus entregas anteriores
son más contundentes: sus personajes, además de batallar por su subsistencia,
deben afrontar la angustia del sexo, el miedo a la soledad y desamparo a la
muerte, temas que siempre aparecen en Houellebecq y que le sirve muy bien para
describir no solo la sociedad francesa, sino el mundo entero. Para terminar,
quizá podamos encontrar puntos en común con el existencialismo sartreano y con
el de Camus, pues sus personajes, como los del autor de Ampliación del campo de batalla, no encuentran un lugar en el mundo
y perecen por una absurda inercia. Pero mientras Sartre y Camus escribieron La náusea y El extranjero, respectivamente, como una lección suprema de qué es
lo que pasaría si perdemos el norte y no asumimos por completo la
responsabilidad de nuestra libertad, bien supremo del hombre, en Houellebecq no
hay lección alguna: este es pesimista, nihilista y lo que describe no podrá ser
atenuado ni mucho menos superado por ninguna ideología. No hay escapatoria ni
para los neohumanos, quienes al final de la novela, e imitando el error de los
humanos, salen a recorrer al mundo como si este tuviera algo que ofrecerles.