Es
la tercera vez que veo aquel film y mi entusiasmo, a diferencia de lo que
podría suceder con la relectura de algunas novelas o el consumo de otras
películas, continúa fortaleciéndose. En Argentina el trabajo de Damián Szifron,
quien antes solo había escrito y dirigido cortos y series de televisión, ha
causado un alto revuelo. Y no es para menos. Son seis historias sublevantes
nacidas de la modernidad en el que el mundo entero vive. La primera reúne a un
montón de conocidos, amantes y antiguos amigos de un tal Pasternac en un vuelo
de avión. Cuando se descubre que todos los tripulantes conocen al piloto, justamente
el tal Pasternac, el avión comienza a sufrir turbulencias sin que nadie pueda
entrar a la cabina principal. Finalmente, el avión se estrella en la casa de
dos ancianos cuando el que fue su siquiatra golpea la puerta y le insiste que
en que ellos son inocentes; los verdaderos culpables son sus padres,
precisamente tales ancianos. Rápidamente, nos enteremos de que fue atormentado
por sus compañeros en el colegio, padeció la incomprensión de los profesores y,
más adelante, sería apabullado por el juicio atroz de un crítico contra su trabajo
como músico; por último, hasta su prometida terminó engañándolo con su mejor
amigo.
Pero
si solo nos centráramos en esa historia, no habría elementos que nos lleven a
pensar que el film es sublevante y diríamos que aquel personaje sería,
solamente, un desafortunado de la vida. No obstante, la segunda de ellas ya nos
da las primeras pistas para colegir que, en realidad, el problema es la
sociedad. Una antigua autoridad de un pueblo llega a un restaurante perdido en
una carretera. De pronto, la mesera lo reconoce. A pesar del tiempo
transcurrido, tiene grabado en la memoria su rostro y, en especial, su
accionar: por su culpa su papá se suicidó, al ahorcar financieramente a su
familia, e intentó seducir a su mamá a tal punto que tuvieron que abandonar su
ciudad. Y lo que es peor, ahora el tipo quiere ser alcalde de un condado más
grande. Todo esto la mesera le cuenta a la cocinera, una mujer madura, quien le
propone envenenarlo y así colaborar con la limpieza del mundo. La mujer ya
había estado en la cárcel y confiesa que ese aislamiento era mejor que estar de
vuelta a la sociedad. Nuevamente, una historia que nos remite a aquella gran
interrogante que Fedor Dostoiésvki propusiera en Crimen y castigo: ¿es válido pasar por encima de lo ético, de lo
normativo, y asesinar a un ser hostil y miserable, cuya presencia solo
contamina el entorno donde se desarrolla?
No
obstante, es el tercer relato donde el infierno burocrático y las diferencias
de clase desatan una mortal pelea. El dueño de un Audi manejaba plácidamente
por la carretera cuando, en una curva, intenta pasar a un carro viejo y lerdo. El
chofer de este último no lo deja avanzar y, adrede, le cierra el paso. Al
dejarlo atrás, el dueño del Audi lo insulta y le muestra el dedo medio. Pero
más adelante se le pincha una llanta y, mientras espera a que lo asista la grúa
a la que llamó, lo alcanza el segundo chofer. La devolución al insulto es
abruptamente desproporcional: el tipo le arranca una pluma del parabrisas, se
lo raja a palos y finalmente lo mea. Vemos, en esta gran historia, que el
inconformismo del pobre y la repentina posibilidad de desahogarse es brutal, lo
mismo que la posterior respuesta del rico: ambas clases se miran de lejos y con
odio (lo demuestra el insulto desde su carro, a sabiendas de que no podría
alcanzarlo), y entonces el más mínimo roce se resuelve con encendidas agresiones
y un desenlace mortal, totalmente atroz.
Los
dos relatos que continúan son contundentes: el llamado “Bombita” y el del hijo
de un ricachón que atropella a una mujer embarazada. En el primero, el
protagonista de la historia es el muy talentoso actor Ricardo Darín, quien
interpreta a Bombita, un ingeniero químico especializado en explosivos y
demoliciones. El día del cumpleaños de su hija compra una torta, pero al volver
al auto se da con la sorpresa de que la grúa municipal se la llevó al depósito.
Convencido de que había sido un error (lo que efectivamente era cierto), exige
las disculpas del caso y una respectiva indemnización por el dinero y el tiempo
(esto último irreparable, pues se perdió el cumpleaños de su hija y su esposa,
en un efecto dominó, acabaría pidiéndole el divorcio). Pronto, Bombita ha de caer
en un infierno burocrático que le hace perder los estribos: ataca con un
extinguidor la ventanilla donde lo atendía un burócrata. Es como si K. (el recordado
héroe de El proceso y El castillo) y Karl Rossman perdieran
los estribos y reaccionasen con furia ante el hilo infinito de los laberintos a
los que se vieron compelidos. Al final, pese a que fue acusado de terrorista,
Bombita termina siendo considerado un héroe por los ciudadanos: con su
furibundo reclamo y desahogo las personas se sienten identificadas, pues no hay
quien no haya sido víctima de la pilla burocrática. Y en la siguiente historia,
la corrupción es el protagonista total. Un hijo de ricachón atropella y mata a
una mujer embarazada, y echa a la fuga. Pero como era de dinero, y a sabiendas
de que nadie lo había visto, sus padres le ofrecen al jardinero que asuma la
responsabilidad y que diga que él manejó el carro, borracho. Le prometen medio
millón de dólares, oferta que el hombre acepta. Llaman al abogado de la familia
para que dirija el caso, pero cuando llega el fiscal algo sale mal: este se da
cuenta de la celada y entonces tienen que negociar. Y es aquí donde la ambición
y la corrupción se exhiben como dos ardientes soles. Al final los actores se
revelan, en palabras del propio padre, como una “manga de buitres” y todos,
desde el humilde jardinero, pasando por el fiscal y el opulento abogado, lo único
que quieren es una tajada gorda.
El
último relato —el de la pareja de recién casados—, sin embargo, lo encuentro
sin muchos méritos y me parece que es porque se aleja de la temática que muy
bien exhibió en las otras historias. Sin lugar a dudas, las mejores piezas son “Bombita”,
“El más fuerte” y la historia del atropello. Se puede entender que la película
parte de que el ordenamiento hace agua desde lugares, o situaciones, que
deberían ser sus puntos más fuertes: el orden y celeridad en los procesos
burocráticos. En lugar de restructurar y mitigar de base aquello, solo se oculta
la superficie en un acto que se asemeja al de un perro persiguiendo su propia cola.
Así, hay una relación lógica muy eficaz en cada historia: la sociedad, que “es
una mierda” en palabras de la cocinera que envenenó al antiguo alcalde, concibe
seres atormentados hasta la náusea por flagelos tales como la burocracia, la
corrupción y las diferentes escalas. Relatos
salvajes es, sin duda, un aporte vital que nos ayuda a entender al homo sapiens sapiens del siglo XXI y que teje un espejo de nosotros mismos a tal punto que, como
aquel bárbaro ante la piel de un lago, terminamos espantados de nuestra propia
imagen.