Terminé de leer la colosal novela El espía del inca de Rafael Dumett hace un par de semanas. La empecé a mediados del 2020 y tuve que interrumpir su lectura debido a las obligaciones del doctorado y al peso de la maleta. Esto último me obligó a dejarla en Pittsburgh o en Lima y a volver a ella intermitentemente. En esos vaivenes, la releí desde el comienzo hasta en tres ocasiones. Hay libros que tienen su propio ritmo de consumo, en parte por los deberes y el estado de ánimo que genera, pues tal proceso jamás me había ocurrido cuando leí, por ejemplo, Los miserables, Los hermanos Karamázov, La guerra y la paz o El Quijote. Por fin terminé de leerla —enterarme de las reimpresiones y sucesivas ediciones del libro a lo largo de los años, como de que ahora pertenecía al sello editorial de Alfaguara, fue el constante recordatorio de una deuda pendiente— y una de mis primeras impresiones es que es la novela que le faltaba a la historiografía de la literatura peruana. Lo menciono porque es poca la literatura ambientada en el incanato. Personalmente, he leído los cuentos de César Vallejo y de Abraham Valdelomar, pero más allá de aquellas menciones nuestros más resonantes narradores no se han encargado de aquel periodo determinante, y genético, de la historia peruana. Ni siquiera autores indigenistas, o andinistas, como José María Arguedas, Ciro Alegría, Manuel Scorza se trazaron aquella misión, mucho menos Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce Echenique o Miguel Gutiérrez. Nada.
Aquí repasemos, de manera breve, los hilos conductores de la historia: la formación de Oscollo como espía del Inca, sus misiones en diferentes reinos o pueblos a conquistar, sus muchísimas identidades en aquel juego bélico y, finalmente, el plan de rescate a Atahualpa cuando este es apresado por Francisco Pizarro y compañía, donde se hizo pasar como recoger oficial de los restos del Inca para estar a su lado permanentemente. La historia principal, la llegada de los españoles, el rapto del gobernante, su posterior ejecución y la caída del imperio es atravesada por otras tantas, donde nos enteremos cómo es que Oscollo adquirió el don de contar, de un solo vistazo, diversas cosas, desde frondosos ejércitos y guerreros hasta piedras del camino y granos de maíz en enormes vasijas. Del mismo modo, Dumett aprovecha las licencias que tiene el género de la novela, esa potestad de entrelazar diversas historias con la principal, de presentar digresiones y explorar distintas focalizaciones —como brincar de la tercera a la primera persona repentinamente o como reproducir el español vapuleado por la gramática quechua y aimara con el que Guamán Poma de Ayala compuso Nueva corónica y buen gobierno— a lo largo y ancho de las casi ochocientos páginas que tiene El espía del Inca.
Esta forma de entrelazamiento busca, también, reproducir el sistema cifrado de los quipus, donde una cuerda larga y de muchos nudos está escoltada por otras más cortas. Uno de los pasajes, o nudos con sus cuerdas, que recuerdo con cierta nostalgia son los referentes a Felipillo: cómo es que conoce a los “barbudos” que vienen navegando en “cáscaras gigantes” y va aprendiendo su idioma y lidiando después con el quechua, pues el manteño era su lengua materna. Otro es cómo el espía, por órdenes superiores, usurpa la identidad del hijo de un importante curaca para lograr la admisión en la casa del saber del Cusco, donde solo podían asistir los descendientes de distinguidas personalidades, lo que es parte de su formación para ser espía del Inca. Del mismo modo, las páginas donde se narran la elección de Huáscar como único Inca al ser hijo reconocido de Huayna Cápac y haber cumplido con todos los ritos y, posteriormente, el estado de enajenación en el que acaba por detentar el poder y creerse omnipotente. Es ahí donde comienza a tejerse la treta para deponerlo y proclamar a Atahualpa, el mocho (recordemos que le faltaba el lóbulo de una oreja) como único Inca en su lugar.
No obstante lo señalado, es decir, a pesar de la ambientación del pasado o la recreación de un contexto histórico, esto es, el tránsito entre el descubrimiento y la gesta de conquista de los españoles, ¿es posible afirmar categóricamente que El espía del Inca es una novela histórica? ¿Es suficiente la sola historización literaria de un particular periodo? Creo que algún ingrediente más, o condición, es necesario, pues de otro modo una novela escrita en el tiempo en que su autor nace, crece y muere —lo que constituye la mayoría de novelas publicadas— con el paso de los años también podría ser una novela histórica. Gyorgy Lukács en uno de sus más conocidos libros, The Historical Novel, señala que lo esencial para que ocurra una novela histórica, además de la ambientación, es la capacidad para retratar el espíritu de la época. A esta conclusión llega tras analizar algunas de las más conocidas novelas de Walter Scott ambientadas en el siglo xii y en Inglaterra. Aquel espíritu de la época ha de recoger las inquietudes, conflictos y procesos sociales de tal modo que ofrezca una construcción verosímil de la historia. De esta forma, por ejemplo, Redoble por Rancas o La tumba del relámpago de Manuel Scorza sería una novela histórica en tanto desarrolla los movimientos y conflictos sociales de aquella era, es decir, el problema de la tierra, el fin del feudalismo en el Perú y la resistencia de las comunidades andinas ante las haciendas y el avance de las mineras.
Pero aún hay algo más, razón por la cual me pregunto si El espía del Inca es, efectivamente, una novela histórica. Si pensamos en libros como Quo vadis, En nombre de la rosa, La guerra y la paz o, incluso, El evangelio según Jesucristo, advertiremos que su historia medular se construye sobre un vacío de la historia oficial, la que por ser o tener rigor científico no puede ir más allá de lo comprobable, es decir, puede conjeturar, pero no fabular, imaginar, soñar. En Quo vadis Sienkiewicz retrata la agitada Roma del césar Nerón, en especial por qué y quién la incendió, lo que desataría una persecución y ejecución contra los cristianos y, a la larga, sería el detonante para convertirla en una de las más importantes religiones en el mundo, tal cual un efecto dominó. Del mismo modo, en En nombre de la rosa Eco explora la posibilidad de que el libro de la risa de Aristóteles haya estado guardado en una abadía del siglo xiii en Italia. El hecho de que haya sido celosamente guardado y no reproducido por los monjes copistas y medievales responde a que fue un libro subversivo que enseñaba a reír, es decir, a burlarse y por ende a perderle miedo a dios. La guerra y la paz también llena o completa un vacío que la ciencia de la historia no puede explicar a cabalidad: la condición humana, la vena de espiritualidad que tienen los grandes hombres en el contexto de la guerra entre Francia y Rusia, cuando el emperador Napoleón invadió Moscú. El evangelio según Jesucristo de José Saramago va más allá: completa las muchas lagunas que hay sobre la vida de Jesucristo, especialmente los días que pasó aislado en el desierto y su momento final tras ser crucificado. La pregunta, entonces, es evidente: ¿El espía del Inca completa un vacío que la ciencia de la historia no ha podido?
Planteo esta nueva pregunta en tanto es evidente la documentación de Dumett para escribir su opus magnus. Pocos días antes de viajar a Pittsburgh en el 2019 para iniciar los estudios de doctorado, pude asistir a una de las varias presentaciones de la novela en San Isidro y en la oficina editorial de Lluvia Editores. En una charla franca y amena, Dumett fue repasando los libros de historia que había leído al derecho y al revés para componer El espía del inca. En un momento de la tarde, respondiendo las preguntas de algunos presentes, olvidé que la disciplina artística que nos convocaba era la literatura, pues la conversación se había centrado exclusivamente en la historia y en libros de historia. De esta forma, pese a la copiosa bibliografía, y en consonancia al espíritu de la época y a las novelas citadas, ¿cuál es el vacío de la historia que la novela completa? Esta ha sido la pregunta que, pasadas las trecientas páginas, me acompañó hasta el final de mi lectura. Y es que la historia de la captura de Atahualpa ha sido largamente documentada ya por cronistas de esa época (Francisco de Xerez, por ejemplo, fue uno de los primeros que narró cómo fue raptado el gobernante inca) y continúa siendo materia de investigación y debate por parte de historiadores contemporáneos. Consciente de ello, es que Dumett decide no narrar de nuevo la captura de Atahualpa y obviarla completamente, lo que da la sensación de que falta una importante escena al desarrollo de la novela.
Por lo ampliamente registrado, pienso que que El espía del Inca no completa un vacío de la historia como las novelas que he ido citando. Pero en cambio explica o retrata la rápida caída del incanato, es decir, responde la urgente pregunta de cómo fue posible que un puñado de españoles pudiera conquistar a una de las más importantes civilizaciones de la humanidad en tan poco tiempo, en especial cuando había alcanzado su estatus de imperio. No obstante, esto último también está documentado: recordemos que la estrategia de Francisco Pizarro y compañía fue aprovechar el rencor y ánimo revanchista que pueblos como los huancas guardaban contra los incas por haber sido conquistados y obligados a pagar tributo. Al apoyo que recibieron los españoles de los propios indios, se suma la guerra civil entre Huáscar y Atahualpa, quien además había masacrado a todo aquel que apoyó a su hermano. A ello podemos sumar la estructura social del incanato, es decir, capturado el gobernante muchos súbditos obedecían ahora a quien ocupara esa posición, además de las enfermedades traídas por los europeos y la ventaja armamentística (el uso de la pólvora para hacer estallar trabucos y bolaños fue determinante e intimidante [se creyó que los invasores habían logrado controla al dios del trueno andino, el illapa, en sus “cañas de fuego”]).
Consciente, entonces, de que la historia del incanato, descubrimiento y conquista no ofrece grandes vacíos a completar como los temas de las novelas históricas citadas, Dumett se apoya en otro tipo de limbo, esta vez de carácter técnico: los quipus. Sabemos que los quipus fueron usados como instrumentos de contabilidad y registro, pero existen aquellos que eran más largos, tenían más nudos y colores y que, por su propia complejidad, no se sabe cómo leerlos. Partiendo de allí, de la posibilidad que ofrece aquel desconocimiento, es que el autor de El espía del Inca fabula con los pasajes más importantes de aquel periodo de la historia peruana. He de agregar que aquel tema, la posibilidad de que ciertos quipus nos rebelen otra versión de la historia, ya había sido tratado por Genaro Ledesma Izquieta en La conquista del Iberosuyo, donde es el imperio incaico el que conquista la península Ibérica y, así, se invierte la historia.
Concluyo con lo siguiente: El espía del Inca, especialmente durante sus páginas finales, y más allá de su identidad histórico como novela, pone sobre la mesa y exhibe, cual descubrimiento arqueológico que revela lo que significa ser peruano, el gen del sectarismo y, por ende, la desunión y rencillas internas que siempre existió en el Tahuantinsuyo, primero, y en el territorio geográfico que se conoce como el Perú, después. Es decir, la respuesta a la interrogante de Zavalita, “¿En qué momento se había jodido el Perú?”, se remonta al periodo prehispánico y no se inicia con la llegada de los españoles (desromantizando la figura de un pasado glorioso durante el incanato). Y es que ¿qué enfermedad carcome a una civilización que apoya y pacta con un extranjero luego de haber capturado violentamente a su gobernante? Tras la colonia, la independencia y la república aquella anomalía no cambió: el Perú siguió desunido, fracturado y fragmentado y de ello dan muestras los sucesivos golpes de Estado y el escenario político contemporáneo, el que tiene otra forma de golpe de Estado, ya no militar, pero sí civil: los que gobiernan están por la fuerza, pero un país unido y dueño de su porvenir (como decía José Carlos Mariátegui durante las primeras décadas del siglo xx sobre los cuatro millones de indios, es decir, sobre la gran mayoría de habitantes peruanos) no desespera y logra expectorar a esa presidenta y congreso que solo tienen cinco por ciento de aprobación, tal vez el más bajo en nuestra historia republicana. En cambio, ¿qué ha sucedido con las protestas sociales? Luego de la represión sanguinaria, vino la desunión, es decir, el cáncer del Perú: los líderes de los movimientos regionales se pasaron al oficialismo y la calle se dividió entre castillistas y no castillistas, y antes de esto, el escenario social ya estaba dividido entre los que defendían la mentira del fraude electoral y los que respaldaban el proceso de las elecciones. Y esta desunión es como una víbora que une los diferentes tiempos y realidades del territorio llamado Perú. Recordemos que el dios Inti, Viracocha y Pachacútec fue impuesto en culturas como Paracas y Nasca, así como fue impuesto posteriormente el dios cristiano. El espía del Inca logra este friso, doloroso, de la identidad nacional, es decir, el adn de la peruanidad, especialmente cuando nos enteramos, en el final de la novela, lo sucedido entre el espía, Oscollo, y su gobernante Atahualpa. Finalmente, interpretar la realidad del Perú a puertas del bicentenario, procesar sus facetas históricas y entregarlo en una colosal novela de cientos de páginas, es solo posible cuando su autor conoce muy bien su país y su tradición literaria.