Las grandes migraciones de la sierra a hacia la costa se iniciaron durante los años cuarenta. El Perú era gobernando por el primer mandato de Manuel Prado Ugarteche, José Bustamante y Rivero y Manuel Odría, cuando se dio la diáspora del campo hacia la ciudad, una implosión que configuraría para siempre la capital. Los nuevos habitantes de Lima tomaron los terrenos adyacentes al centro y ahí fundaron la nueva ciudad. Pasarían veinte años para que aquello se cristalizara en la literatura, lo que finalmente ocurrió con escritores como Oswaldo Reynoso, Enrique Congrains y Julio Ramón Ribeyro. La narrativa urbana, así, iba naciendo, o registrando, los cambios de la época y la reconfiguración de la capital: esta no solo era el centro, Miraflores y vecindarios adyacentes, sino Los Olivos, Comas, La Victoria, Cerro San Cosme, El agustino. Es solo con el conflicto, con la pugna de la Lima vieja con la Lima buena que se produjo buena literatura, porque valía la pena contárselo. Quizá podamos incluir, también, en esta lista al primer Vargas Llosa con La ciudad y los perros, en cuanto el colegio militar Leoncio Prado constituye un pequeño cosmos donde están todas las sangres. Pero aquello es un friso ya hecho de nuestra sociedad. En cambio, los escritores citados registran el movimiento de ese cambio por primera vez.
Podemos decir, entonces, que Fernando Carrasco se inscribe en esa narrativa urbana que Reynoso, Congrains y Ribeyro inauguraron a finales del cincuenta y comienzos del sesenta. Si en Los inocentes se registran a los hijos de esos migrantes que quedan al garate en la gran capital o la llegada de esos migrantes en Lima hora cero o la adaptación y sobrevivencia de los mismos en Los gallinazos sin pluma, en Historias al ritmo de Chacalón los lectores nos acercamos a esos mismos compatriotas que, pese al tiempo transcurrido, todavía no han sido incorporados a la Lima centro, es decir, a la Lima privilegiada. Como alguna vez sentenciara Manuel Scorza: “Miraflores es un distrito rodeado de Perú por todas partes”. El aporte, la principal diferencia de Carrasco con tales narradores, es la inclusión de la música en sus historias no como un elemento ornamental, sino como un personaje más. Incluso, podemos decir que la chicha y los boleros constituyen cráteres argumentativos de ígneo poder narrativo, precisamente como aquellas erupciones volcánicas donde se originan todas las historias. Este procedimiento ya lo había demostrado en Bolero matancero, historias de barrios marginales al son de la música popular. Esta vez, las canciones de Chacalón, el que fuera en vida Lorenzo Palacios, es el que dictamina los quehaceres de los personajes y sus sinos: las letras de sus canciones son el marco poético de las historias de Carrasco.
Además, lo meritorio de este libro de cuentos —y no de relatos, pues hay una diferencia: en el primero la poética, los personajes y escenarios, se repiten, mientras que en el segundo no, por lo que no tienen mucho en común— es que difumina los límites del bien y del mal. Esto sucede en, por ejemplo, “Los Once Chavetas”, cuento con que se inicia el libro. En un cerro populoso un equipo de fútbol compite por ganar el campeonato zonal. La oncena está compuesta por delincuentes con un código moral, pues nunca “trabajan” en su barrio, sino en distritos adinerados y alejados. Su capitán, Chaveta, es un delincuente avezado que llega a un acuerdo con la policía en un desenlace inesperado hacia el final. Como en todas las historias, vemos que estos personajes no buscan delinquir, no quieren ser malhechores, sino que la falta de oportunidades y el querer hacerse del confort que el sistema ofrece —ropa de marca, viajes lujosos, carros nuevos, etcétera— los empuja al camino del hampa. Lo mismo sucede en “Robacarros”, donde Emilio, el pequeño de un taxista, sufre un accidente doméstico. Para salvarlo de la muerte, su padre se ve obligado a percibir más dinero, algo que no podrá lograr con su oficio de chofer. Por lo tanto, se ve obligado a contactar a Malacara, un delincuente que aparecerá en otros cuentos de este volumen y que se dedica, entre otras cosas, a la desmantelación de vehículos robados. De igual forma ocurre en el cuento “¡Al ritmo de Chacalón!”, donde Lorenzo, apodado Chacalón por llamarse igual que el cantante, se ve obligado a delinquir, volviéndose un asaltante temido e importante, para sacar adelante a sus tres hermanos menores. Finalmente, esto también sucede en la última historia, “Tú serás la causa de mi muerte”, donde un taxista jubilado de fechorías vuelve a las malas andadas para hacerse de un dinero extra en medio de su necesidad y pobreza: ahora va a ser padre y necesita, por ende, aumentar sus ingresos.
Pero también es cierto que no solo la pobreza empuja al hampa a los personajes. El amor también puede atizar aquel conflicto en los personajes. Por otro lado, hay que anotar que estas historias estallan durante la segunda mitad de la década de los ochentas, cuando el país se hundía en una de las peores crisis de nuestra historia: tanto en “Los Once Chavetas” como en “Tú serás la causa de mi muerte” se menciona a aquel viejo partido político que había tomado el poder y a su líder, el mismo que se suicidara para evitar la justicia en el caso Odebretch. Entonces, estamos ante un libro de cuentos que sitúa muy bien su espacio temporal y geográfico y nos ofrece a los lectores un friso de aquella Lima que no termina de incorporarse a la central, aquella reducida donde la democracia sí parece alcanzar. Como resultado tenemos personajes que sufren un determinismo, pues ninguno cambio su estatus o situación, todos perecen o se mantiene tal cual luego de diferentes peripecias. Mención especial merece “Tú serás la causa de mi muerte”: aquí no simplemente nos situamos en el terreno de los bares, los conciertos de chicha, las balaceras, los atracos, con impenitentes asaltabancos y asaltacasas, sino en el tráfico ilícito de drogas, es decir, en el narcotráfico, un tema que también, anunciamos, ya tendrá su narrador que lo desarrolle aún más.
En conclusión, “Historias al ritmo de Chacalón” es otro buen libro de relatos de Fernando Carrasco. Fiel a su temática, los lectores somos transportados a esa Lima marginal que Reynoso, Congrains y Ribeyro ya habían inaugurado durante los cincuentas y sesentas. El aporte de Carrasco es que continúa desentrañando esos territorios, explorándolos y entendiéndolos y ofreciéndonos un cuadro de nuestra sociedad, gracias al poder de la literatura, que ningún tratado de sociología o antropología podrá lograr jamás. Sintomático es que todas las historias tengan el registro de la oralidad, pues un personaje le cuenta a otro personaje, que es escritor, lo que sucedió en el barrio, lo que les sucedió a ellos o a otros. Este personaje escritor, finalmente, se confiesa en el último cuento del libro y nos da a entender que él está recolectando las historias. Es decir, el efecto logrado es que los propios protagonistas de estos periplos con sabor a cerveza, olor a pólvora y adrenalina de persecuciones, son quienes hablan directamente y sin el filtro del intelectual, aquel que maneja la palabra y que, por tanto, cree tener la razón, subalternizando al otro. Esto no sucede en “Historias al ritmo de Chacalón”. Se podrá decir que la oralidad, esa primera persona, tiene, entre otros, un problema: elimina el suspenso de saber si a nuestro protagonista le llega la muerte, pues de otro modo no podría contar su historia. Este punto débil no llega a empañar los logros que de por sí el libro tiene. Otro narrador, aunque sin el swing de la música, que también se inscribe en esta temática es Richard Parra con Los niños muertos, libro del que también hemos escrito en este blog.