Sorprende, al
concluir la lectura, la poca recepción que ha tenido Japón no da dos oportunidades de Augusto Higa. Sorprende, digo,
porque resulta uno de los libros más importantes que aparecieron en los
noventas, pues explica aquel periodo. Doblemente vital, además, por la temática
que expone: primero, Higa es descendiente de inmigrantes japoneses, lo que lo vuelve
diferente tanto en Perú como en Japón; segundo, es un retrato fidedigno de las
urgencias que el pueblo peruano padeció durante los años posteriores al
gobierno de Alan García y en la dictadura de Alberto Fujimori, de tal modo que,
a mi humilde entender, debería ser un libro de obligatoria lectura: ha sido
concebido en el vientre de una nuestras más significativas crisis políticas y
sociales.
Antes de seguir señalando
algunas de sus cualidades, repasemos rápidamente su contenido. Augusto Higa,
ante la crisis que se vivía en Perú, decide buscar suerte en el país de sus
ascendientes: Japón. En sentido inverso, él vuelve al país del sol naciente con
el fin de mejorar su calidad de vida. Atrás, en el Perú azotado por la pobre
economía, las pandemias (recordemos la enfermedad del cólera) y los atentados
terroristas de Sendero Luminoso y mrta,
quedan su esposa y sus hijos. El sueldo de un profesor universitario, y de
literatura, no es suficiente para sostener a una familia durante aquellos años
de descomposición. Incapaz de salvar la barrera del idioma y de adaptarse,
además, a la cultura de un país tan distinto como el Japón, al escritor Augusto
Higa no le queda más que empleare de operario en las distintas fábricas que
existen en un lugar altamente industrializado: como operario lo único que
necesita es su fuerza de trabajo que vende, no al mejor precio, sino a las
pocas, y desventajosas, opciones que le quedan. Se da, entonces, la enajenación
del trabajo, pues aquello que construye no es suyo y pertenece a los dueños de
las factorías.
Pero la operación
no es tan simple como tomar un avión y arribar a Japón. Claro que no. Higa y un
grupo más de “niseis” peruanos son llevados por la Shin Nihon, una agencia de
trabajo que contrata mano de obra del Perú. El único requisito es ser
descendiente de japoneses y aceptar los puestos que la agencia le pueda
encontrar en las distintas fábricas. Y he aquí que comienza a darse la
explotación del hombre por el hombre. La Shin Nihon costea los pasajes de avión
Lima-Tokyo. Es decir, el trabajador apenas llega al Japón carga a cuestas una
deuda que supera los dos mil dólares. La deuda adquiere caracteres kafkianos
cuando el sueldo sufre una serie de descuentos por parte de la Shin Nihon:
seguros contra accidentes elevados, pago por alojamiento (además de servicios
de luz, agua y calefacción), arbitrios del Estado japonés y otros tantos
inverosímiles como el impuesto al trabajo, por el simple hecho de trabajar.
Todos estos descuentos alargan la deuda que tienen con la agencia al máximo, de
tal forma que el empleado es irremediablemente explotado. Imposible entrar en
razones con el dueño de la agencia o de apelar a la justicia japonesa: el
idioma y el desconocimiento del lugar vuelve aquello imposible.
Por otro lado, el
testimonio de Higa no solo es un recorrido por las fábricas y sus tareas del
industrializado Japón. También, un manifiesto de lo insoportable que puede ser
el ser humano cuando se lo tiene cerca y el egoísmo de nuestra especie en
momentos difíciles. Aquello, inequívocamente, nos hace recordar a Jean Paul
Sartre en su célebre obra teatral A
puerta cerrada. En aquella pieza, el filósofo francés propone que el
verdadero infierno no es el dolor del fuego infinito del infierno, sino la
presencia humana, el convivir de unas cuantas personas en un reducido espacio.
Lo que le sucede, en carne propia, a Higa. Nuevamente la agencia, para abaratar
costos, instala en una casa a trece personas, lo que obliga a compartir
espacios íntimos tales como los dormitorios y los baños. Y a fin de cuentas,
aquel hecho de hacinamiento y convivencia forzosa, constituye el principal
motivo por el cual Higa decide emprender la vuelta al Perú. Es decir, no fue la
explotación ni el áspero clima de Japón, la nostalgia por la patria y los seres
queridos, sino la convivencia con el otro.
Y aunque no estén
desarrollados, como dijimos anteriormente, la crisis socioeconómica y política
y el terrorismo son los que, a fin de cuentas, provocan la aventura de Higa en
la tierra de sus ancestros. Y esto último es un elemento más que diferencia a
la crónica de las historias de ficción: los temas o hilos conductores son
ciertos y reales en la crónica, pues es cierto que Higa viajó a Japón y sufrió
aquella experiencia, viaje que no necesariamente tendría que cumplirse en una
novela.
Finalmente, Japón no da dos oportunidades es otro
estupendo de libro de Augusto Higa que continúa dando en el centro de su
poética: la enajenación. Extranjero en Perú por su apariencia física y
apellidos, es decir, por su origen, al llegar a Japón sigue siendo el
extranjero de siempre: no conoce el japonés ni su cultura, no tiene parientes
ni mucho menos amigos. El tema de la enajenación está presente en La iluminación de Katzuo Nakamatsu y en Gaijin, dos de sus obras más celebradas.
Lo mismo ocurre en Japón no da dos
oportunidades, esta vez desde la crónica, lo que lo convierte en testimonio
fidedigno de una de nuestras crisis más graves como nación, cuyas consecuencias
las vivimos hasta ahora y seguirán presentes, infelizmente, por muchos años
más.