La historia, así
como el autor Umberto Eco, es archiconocida. Estamos ante una obra maestra de
la literatura universal traducida, seguramente, a todos los idiomas del mundo. En
una abadía, sito Italia del siglo xv después de Cristo, los monjes copistas, encargados
de la reproducción de los libros, empiezan a morir uno a uno. Abone, el abad
jefe, le encarga la resolución del misterio, es decir, dar con el asesino y el
móvil de sus crímenes, a Guillermo, un antiguo censurador de la Santa
Inquisición, quien felizmente ya está retirado de ese oficio. Aquel clérigo, de
la orden franciscana, es conocido por su erudición y sus acertadas deducciones.
En ese sentido, muy logrado es el primer capítulo del libro, cuando Guillermo,
llegando a la abadía con su discípulo Adso, quien es el que cuenta la historia
en primera persona y, obviamente, desde su punto de vista, le dice a unos
monjes que buscaban un caballo perdido por dónde se había ido y hasta cómo se
llamaba. Todo ello, gracias a sus perspicaces y rápidas deducciones.
Pero el abad no
solo mandó a llamar a Guillermo para dar con el asesino. Más allá de eso,
pronto iría a celebrarse una reunión en aquella abadía —tomada como terreno
neutral— entre franciscanos y dominicos. Por aquellos años, la Iglesia,
básicamente, se había dividido en esas dos facciones: franciscanos y dominicos.
Para los primeros, la interpretación de los textos sagrados decía que Dios, por
medio de Jesús, enseñaba que había que llevar una vida austera, donde la
pobreza material sea inversamente proporcional a la riqueza espiritual;
mientras que para los dominicos era lo contrario: no había problema en acumular
riquezas. El papa Juan xxii era de
esta postura y, así, ambos bandos se acusaban de herejes. Evidentemente,
quienes llevaban la desventaja eran los franciscanos, pues los dominicos
contaban con el aparato de la Santa Inquisición, es decir, eran ellos los que
oficialmente dictaminaban quiénes eran herejes y, con ello, mandarlos a la
hoguera, como sucedería hace el final de la novela.
Personajes que
son vitales para el desarrollo de la historia, además de evidentemente
Guillermo y Adso: Jorge, el monje ciego; Salvatore, el feo que hablaba todos
los idiomas y ninguno, el cillerero, quien fungía de bisagra entre la abadía y
la comarca que la rodeaba y Bernardo de Gui, el inquisidor. Es Jorge quien, en
una alegoría a un personaje borgiano ciego de tanto leer, custodia el
conocimiento. Pese a que es invidente, tiene influencia en el bibliotecario y
su ayudante, es decir, controla el acceso a los libros. Son apasionantes las
páginas de En nombre de la rosa donde
Guillermo y Adson logran acceder al laberinto de la biblioteca, pues las
muertes en serie de los monjes estaba relacionada con un extraño libro. Además,
todas las víctimas tenían una marca en común: los dedos índices y pulgares
negros, al igual que la lengua.
Poco a poco se
descubre que en esa abadía se ocultaba la única copia sobreviviente del libro
sobre la risa de Aristóteles. Jorge había decidido ocultarlo para que, así, la
fe y la religión no sean destruidas. Al parecer, aquel libro enseñaría a
reírnos, a parodiar hasta de la muerte y de Dios, como un arma de defensa del
oprimido contra los poderosos. Es decir, ya no habría temor hacia lo divino y
entonces el hombre se vería liberado de aquello. La novela apunta a que el
conocimiento es un don supremo que puede liberar a la humanidad. Recordemos,
solamente, cómo estuvo plagada de supersticiones e ignorancias la Edad Media.
Por ese entonces, el oscurantismo de la Iglesia era tal que todo aquel que se
oponía a sus preceptos con descubrimientos científicos podía ser condenado a la
hoguera. Mientras tanto, aún sin la existencia de la imprenta, el conocimiento
era transmitido por los monjes copistas de las abadías. En otras palabras, el saber
que podía transmitirse tenía que pasar, primero, la censura de la Iglesia y,
además, serle útil. Recordemos que para ello se creó la escolástica. Entonces,
solo si un saber no era contraproducente a la religión podía ofrecérselo al
mundo. Es decir, dárselo a quienes sabían leer latín, griego y árabe: aún con
su difícil aprobación, el mundo seguía en tinieblas, pues solo unos cuantos
sabían leer y escribir.
Es por ello que
el personaje de Guillermo es el que más virtudes tiene: enamorado del
conocimiento y adicto al placer de pensar y razonar, es el más libre y de
grandes aspiraciones espirituales e intelectuales. Es por ello que renunció a
ser un inquisidor y es por ello que pudo dar con el asesino de los monjes:
Jorge, aquel que se oponía a hacer público el conocimiento, quien había
envenenado las páginas del libro de Aristóteles sobre la risa; así, todo aquel
que osara a leerlo moriría a los pocos minutos de haber tenido contacto con él.
Pero el
conocimiento y su importancia no es el único hilo conductor que recorre la
novela, sino la imposición de la verdad. Por ejemplo, Salvatore y el cillerero,
ambos en sus juventudes, habían pertenecido a los Dolcinos, podría decirse una
versión violenta de los franciscanos. Para ellos, igual que estos últimos, los
cristianos debían de ser pobres y, por ello, comenzaron a asesinar a los ricos
y declararon hereje al papa. Es decir, se convirtieron en aquello que
combatían: los dominicos. Es así que Bernardo de Gui, el inquisidor, representa
la imposición de la verdad que viene de la Iglesia y es por imponer esa verdad
que Jorge termina destruyendo el libro de la risa de Aristóteles. Así, la
novela muestra que cada facción religiosa tenía una verdad —su propia verdad—
que buscaba imponer sobre la humanidad entera, a costo de muertes y hogueras.
Accionar muy parecido a cuando los griegos calificaban de bárbaro a todo aquel
que no hablara su idioma y proviniera de otra cultura. Por culpa de esa verdad
que cada bando creía absoluta, la humanidad vivió cientos de años de miseria y
oscurantismo, fomentado en especial por la Iglesia, quien tenía el mayor poder.
Me pregunto cuántos libros, incluida la posibilidad del de la risa de
Aristóteles, hubieran llegado hasta nuestros días sin el criterio obtuso de la
escolástica, por ejemplo. Al mismo tiempo, qué lejos se encuentra nuestra
sociedad de la búsqueda de conocimiento, de que un libro sea determinante para
romper sus amarras. Parece ser que estamos distraídos, pues la información, a
diferencia del siglo xiv, está más
accesible gracias al Internet.
Para terminar,
la película Name of the Rose (1986),
con Sean Connery como Guillermo y Christian Slater como Adso, rescata en parte
la esencia del libro, en especial en lo que refiere al laberinto de la
biblioteca, tan difícil de construir en imágenes. Donde sí considero pudo estar
mejor es lo que pasa con Bernardo Gui. En la película es asesinado por los
aldeanos y en el libro se retira de la abadía llevándose a Salvatore, el
cillerero y a la aldeana que se acostaba por comida precisamente con aquel par
de exdulcinos. Es poco verosímil que el pueblo, muerto de miedo por la Santa
Inquisición, se atreva a tocar a un presentante de la Iglesia. Las demás
variaciones, producto de transformar el lenguaje de la literatura al lenguaje
del cine, me parecen acertadas y, sobre todo, verosímiles. Palabras aparte
merecen las actuaciones de Feodor Chaliapin como Jorge, Abraham Murray como
Bernardo de Gui y Ron Perlman como Salvatore. Personalmente, tal cual imaginé a
Salvatore en el libro, así fue interpretado en la película por un genial
Perlman.