Friedich Engels,
el gran filósofo alemán, confesaba haber aprendido más sobre la Revolución
Francesa leyendo a Honoré de Balzac que los libros de historia. Y agregaba que
solo la literatura tiene el poder de acercarnos fidedignamente a los hechos
como ninguna otra ciencia. Es decir, a pesar de que no es ciencia, sino arte,
la literatura accede a espacios que el rigor de la investigación jamás podrá
hacerlo. Y es cierto: aquello se puede comprobar, lo sostenido por Engels,
leyendo ¿Quo vadis? de Henryk
Sienkiewicz, escritor polaco ganador del Premio Nobel de Literatura 1908 que,
en quinientas páginas, cuenta el ascenso del cristianismo y la caída del
Imperio Romano durante el reinado de Nerón.
Así, la pregunta
por qué cayó Roma es respondida a
través de un idilio entre el patricio, y militar, Marco Vinicio y Ligia,
descendiente del rey ligio, quien vivía en la capital del mundo antiguo como
hija adoptada de una familia acomodada. Centrémonos en el ascenso del
cristianismo. Nerón reinó por trece años, aproximadamente, de los cincuenta a
finales de los sesentas después de cristo. Es decir, reinó durante el tiempo de
vida que les quedaba a los apósteles de Jesús, quienes siguieron predicando el
cristianismo, incluso, con sus propias muertes. La novela comienza narrando los
lujos de los patricios, diputados y ciudadanos opulentos de la antigua Roma.
Evidentemente, lo que genera más contraste con nuestros tiempos es que, por
aquel entonces, el esclavismo era aceptado y entendido como un hecho natural de
quien poseía dinero y poder. El ser humano, entonces, recibía el estatus de
res, de cosa. Solo los afortunados podían alcanzar la libertad y debido a
hechos extraordinarios que eran muy difíciles de lograr. En aquel contexto, el
cristianismo germinó como el polen en un terreno húmedo, pues pregonaba la
igualdad: el opulento y poderoso era igual que el pobre y que el esclavo.
Los dioses
paganos que dominaban las creencias, por otro lado, no eran misericordiosos,
sino que había que rendirle sacrificios a Hermes, a Afrodita, a Vulcano o a
Eolo, por ejemplo. Además, se pensaba que algunos incidentes dentro de la
ciudad, originados en su mayoría por los cambios climáticos u otros fenómenos
naturales, tenían su origen en la ira de los dioses y en que se los había
desatendido. En otras palabras, aquel conjunto de deidades eran crueles y vanidosos:
oprimían al ser humano y pedían sacrificios para tranquilizarse. Pero Cristo,
finalmente, era a quien tanto esperaban los que no tenían nada: un dios
misericordioso que ofrecía el reino de los cielos luego de la muerte. Lo único
que pedía a cambio, contrariando las leyes romanas de aquel entonces, era
tratar de igual a igual al prójimo, quererlo, respetarlo y atenderlo en
momentos de necesidad. Esta forma de pensar resultaba revolucionaria para los
poderosos de la época, quienes veían como cosas a sus vasallos y a los que, en
general, tenían menos. Es decir, la diferencia con los tiempos modernos es que
aquella desigualdad era sostenida por una ley expresa.
Por otro lado,
analicemos, el arte del escritor para mantener la tensión a lo largo de las más
de quinientas páginas que tiene la novela. Marco Vinicio intenta tomar a la
fuerza a Ligia, secuestrarla y hacerla suya, como era la usanza de la época.
Debido a su alta investidura, patricio opulento, aquello era permisible y hasta
aceptado. Es decir, a Ligia no le quedaba otro destino más que aceptar aquella
voluntad sobre ella: ser su amante o su mujer, en el mejor de los casos. Pero
he ahí que sucede el milagro: Marco Vinicio, perdidamente enamorado de su
amada, descubre que de tal manera nunca podrá tenerla por completo y que su
amor será trunco. Y no le queda más opción que aceptar el cristianismo para
llegar a su corazón. El cambio opera en el joven patricio cuando, en un intento
fallido por raptar a Ligia, es atendido por los cristianos y por ella misma,
pese a lo sucedido. Es decir, Ligia y los demás cristianos, del que resalta
Ursus, un gigante ligio con una fuerza sobrehumana, dedican todos los cuidados
necesarios para que Marco Vinicio pueda recobrarse de sus heridas de batalla.
El perdón se incrusta en él como una lanza en el pecho y desde entonces
comienza a cambiar. Advirtiendo lo que el perdón y consideración puede generar
en los seres humanos, al volver a sus dominios da un trato justo a sus esclavos
y todo empieza a mejorar. Pero Ligia escapa de su alcance: se da comienzo a la
persecución de los cristianos y cada vez que parece alcanzarla, se aleja y se
aleja más. Este constante alejarse, esta ilusión de alcanzarla, es lo que,
finalmente, le dará movilidad a la novela: esqueleto que, en torno a él, se
adhieren los demás grandes temas que desarrolla Sienkiewicz en su historia.
Uno de ellos es
el delirio del poder. Nerón, además de emperador, era declamador de versos:
componía poemas para ser leídos ante abarrotados auditorios. Todos ellos,
incluida la cúpula de consejeros que lo rodeaban, nada podían criticar a Nerón:
su crueldad había sido comprobada luego de haberse convertido en uxoricida y en
matricida. Por lo tanto, todo aquel que contrariaba al César corría el riesgo
de morir de la manera más cruel posible. Todos a excepción del gran Petronio.
El arbiter elegantiarum era el único
que, criticando con sumo cuidado, se había ganado la confianza de Nerón, a tal
punto que una palabra suya, respecto a sus composiciones, determinaba su
felicidad o su infortunio. Fue así que la crítica de un verso sentenció el
incendio sobre Roma. Sus demás consejeros, celosos de Petronio y, por ende, decididos
a ganarse su preferencia, sugieren a Nerón que contemplar un gran incendio
sobre una gran ciudad sería el ingrediente necesario para dar rienda suelta a
su genio creador. Y así, con sus versos, pasaría a la inmortalidad.
La carnicería
contra los cristianos —pues se los culpó del incendio de Roma— solo hicieron
que su fe gane cada vez más adeptos. No se sabía por qué los torturaban y luego
los condenaban a ser devorados por leones y hienas si lo único que hacían era
respetar al próximo y creer en un solo dios: Cristo. Al terminar de leer la
novela, uno tiene la sensación de que todo el mundo ya se volvió cristiano. A
excepción, nuevamente, de Petronio, un personaje completamente universal que ya
percibía la decadencia del hombre, lo que se acentuaría en el siglo xx de nuestra era con mayor claridad. Aunque
respetaba a los dioses paganos y a la figura de Nerón, en realidad Petronio
solo vivía para la contemplación y producción del arte. Escéptico de la
religión y de los hombres, solo le quedaba ser esteta para sobrevivir y
entregarse a los placeres mundanos. Sintomático es que la novela se inicie con
un comentario sobre la saludad del arbiter
elegantiarum: esta se había deteriorado considerablemente. Parte de este
desarraigo, este nihilismo, este descreimiento total se percibe, por ejemplo,
en Libro del desasosiego de Fernando
Pessoa, libro que de todos heterónimos es el que más se acerca a la esencia del
poeta portugués. Inolvidables son las página sobre la muerte de Petronio, el
acto de su suicidio ante un banquete con sus más ilustres amigos y sus palabras
finales en torno al arte y a la vida en general. Libre, como siempre fue, decide
terminar con sus días cuando su voluntad se lo dicte. Su cadáver, porque ya no
necesita ni quiere nada, es más libre que los que adoraban a los dioses paganos
y a Cristo, pues lúcido como siempre fue advirtió en seguida que la nueva
religión nada podía ofrecerle. Definitivamente uno de los primeros hombres
ateos, y libres, de la historia.